martes, 13 de octubre de 2015

La obsesión nacional por la belleza: Algunas consideraciones sobre la cultura del Miss Venezuela.





Cuando era una niña pequeña, disfrutar de la transmisión televisiva del Miss Venezuela era una especie de ritual recurrente que se llevaba a cabo en cada familia Venezolana. La noche del evento, había una cierta complicidad nacional sobre esa noción del certamen como ejemplo de la cultura popular Venezolana. Recuerdo la impaciencia y expectativa, esa percepción de todo lo que rodeaba el concurso como una especie de aspiración cultural que incluía al gentilicio de una manera que muy pocos cosas podían hacerlo. Sentada frente a la pantalla del televisor, tenía la sensación que toda Venezuela asumía a la veintena de mujeres que desfilaban frente al público, como la encarnación de un cierto ideal distorsionado. Una idea sobre el país tan irreal como dudosa.

Pienso en esa escena - repetidas por años de manera casi idéntica - cuando uno de mis amigos en Berlin, Alemania, me explica que no entiende el motivo por el cual casi nunca comento sobre el programa televisado que transmite anualmente el concurso de Miss Venezuela. En su opinión, evento  es el rasgo más reconocible de lo Venezolano a nivel mundial. No termina de entender lo que llama mi “indiferencia confusa”.

— Tiene que interesarte de algún modo. Creciste viendo a las Misses en todas partes. Es el mayor triunfo comunicacional de tu país ¿Como no te intriga el efecto que tiene? — me reclama. Su imagen en la pequeña pantalla del Skype se distorsiona. Aparece y desaparece por minutos. Una metáfora de mis recuerdos sobre esa Venezuela que representa el Miss Venezuela, o mejor dicho, lo que interpreto sobre ella.

Sí, es cierto: el Miss Venezuela — o lo que representa, en todo caso — ha formado parte de la cultura Venezolana desde que tengo memoria. Y mucho antes, por supuesto. No sólo se trata de un logro Nacional extrañamente significativo sino además, un elemento esencial de nuestra cultura popular. Porque la mujer Venezolana bella — o como se concibe la belleza a través del concurso — es un producto mercadeable, la visión más comercial de un país que carece de mayores glorias. Y es que además de nuestra capacidad de producción petrolera — siempre en discusión y por supuesto, con muchísima frecuencia puesta en entredicho — nuestro siguiente producto de exportación es el ideal. El idea muy especifico de una mujer irreal, nacida de las entrañas del mestizaje improbable, de una especie de sueño utópico estético que se alza sobre cualquier otro defecto o enfrentamiento étnico para entronizarse como “La Venezolana”. La “Miss” de espectácular hermosura que no sólo representa esa condición de belleza de la mujer criolla sino además un tipo de Venezuela de ensueño, una perfecta muestra y reflejo de lo que es este país anecdótico y socialmente desordenado. De hecho, no deja de asombrar que el símbolo de Venezuela sea una mujer de extraordinaria figura y maravilloso rostro. Una imagen fija de lo que podría ser — y no es — esa Venezuela real, la resquebrajada, la incompleta, siempre a medio completar. Y es que Venezuela — el país, el concepto, la circunstancia rodeada de ideas y de pequeñas batallas sociales — se concibe así misma de esa manera, con ese pequeño trozo lineal de historia que la Miss Venezolana, con banda al hombro y sonrisa espléndida representa.

— En realidad, hablo mucho del ideal que se espera de la mujer en Venezuela — le aclaro — tu me has leído: lo discuto, lo debato, lo critico. De manera que sí, hablo mucho del concurso, aunque no de forma directa, supongo.

— No es lo mismo — me rebate — me refiero concretamente a que Venezuela es conocida por sus Señoritas comerciales, por su concurso creador de reinas. Pero tu miras hacia otra parte, lo ignoras ¿Sientes Verguenza?

¿La siento? Me recuerdo muy pequeña en el colegio. Un grupo de alumnas luchaban por ponerse una pequeña banda de satén barato donde se podía leer escrito en escarcha y goma de pegar “Reina de Primeravera”. No entendía muy bien de qué iba aquello pero sabía que ceñirse la diadema de plástico y la banda sobre el pecho tenía su peso y su significado. Tenía unos siete años y ya reconocía algunos nombres de las “Misses”: Pilín León, Irene Saez, Mariza Sayalero. Las conocía de rostro, sabía detalles de sus vidas. Porque en Venezuela, La Miss es un símbolo, es un hecho concreto. Hay una cultura nacional de la mujer bella, la que se muestra como regalo de una naturaleza fértil, un producto manufacturado por esta Tierra como sus espléndidas montañas o el mar caribe que baña sus costas. Y a la mujer Venezolana, desde pequeña, se le señala hacia el escenario: Allí esta La “Miss”. Esa es la “Miss”. Esa es la Reina. Desde luego, se hace más que un símbolo un modelo de conducta. La Miss existe en todas partes y claro está, el Miss Venezuela es la referencia. El programa más visto, el de la medición más alta. El más retransmitido. El concurso como un escalafón concreto que sostiene una idea muy elaborada sobre esa visión de la estética y del poder superficial.

De niña, yo no entendía esas cosas. Sólo sabia que yo no era rubia, ni tampoco sería altísima cuando me hiciera mayor, ni mucho menos sonreía de esa manera. Sabía que probablemente no tendría ese aspecto nunca, pero no importaba demasiado: La figura de la Miss parecía gravitar sobre lo evidente, para convertirse en una especie de representación abstracta no sólo de la mujer sino algo mucho más concreto: como se mide el éxito del país. Eso si lo entendía de niña. Un concepto mucho más simple y más confuso. Pero estaba claro que la “Miss” era una imagen de lo que se aspiraba en la cultura donde había nacido, de la forma como se construían las expectativas de una sociedad que batia palmas por esa belleza adulcorada y un poco vulgar. Porque la Miss Venezuela, era sin duda la instantánea exática de lo deseable, de lo que se añora por no tener, la figura del triunfo en un país discreto en muchos aspectos y temoroso en muchos otros. Un país que conocía la bonanza a medias, a marchas forzadas. Un país estafado, deprimido y la mayoría de las veces al borde del abismo.

Pero claro está, nadie analiza esas cosas la noche en que la veintitantas representantes de la belleza Nacional desfilan en su pasarela de madera y oropel. A nadie le importa que el Miss Venezuela se convirtiera en el programa más visto de la vieja Televisión nacional, en el momento donde el país vivió su bonanza idílica, durante esos inocentes años ‘70 y ‘80 que tan buen sabor de boca dejaron en la imaginación cultural. A nadie le importa que el Miss Venezuela sea la vuelta de tuerca de un concepto cada vez más duro de asumir, de una Venezuela irreal y barata, que sólo existe a fragmentos en la medida que la Miss existe, se exporta, se comercializa, se muestra. La atención pública sigue con enorme entusiasmo las viscitudes de la nueva generación de espectáculares productos femeninos confeccionados a la medida, que se deslizan como Diosas quebradizas la noche más linda de todas. De pie, demuestran que la Venezuela inocente aún existe por alguna parte, que todavía es posible recordar esos fragmentos de la improbable riqueza de un boom petrolero que pasó muy rápido. Pero ¿Quién recuerda esas cosas? ¿Quién recuerda un país que pasó de lo rural de Susana Duijm a la sofisticación de Dayana Mendoza? La Venezuela que también mostraba una sonrisa perfecta, sobre el escenario rutilante, recién levantado, aún oloroso a pintura fresca. La Miss que representa esa otra Venezuela, la esperanzada, la siempre recién nacida. El País inocente, que quiere creer en que realmete la belleza Venezolana nace de esta tierra de bonanzas, tan radiante como petulante y la mayoría de las veces, inexistente. Pero así somos, el público cautivo de un programa cada vez más barato, cada vez emprobrecido pero que aún así sigue llevando la banda de honor, la corona de plastico y se aclama así mismo con una sonrisa falsa. El Miss Venezuela, que muestra ese país del no es, del no fue, del se perdió, del que pudo haber sido. Del no está ya, del que pudo aspirar a ser.

— Supongo que no me siento muy identificada — respondo luego de varios minutos. Realmente no sé como explicarle a mi amigo, un fascinado admirador de la mujer ideal que lleva mi gentilicio, lo que pienso — Supongo que yo no veo mi país de esa forma.

En la pantalla, que sintonizo para tratar de entender lo que podría responder, una de las Misses desfila. Una mujer extraordinaria, tan maquillada que apenas puedo distinguir sus rasgos naturales. Que tampoco son naturales, pienso con un parpadeo. Alguien comenta en Twitter un tema recurrente: las seis operaciones a la que se sometió la candidata, las múltiples que se sometió el resto. La discusión de siempre: entre la crítica venial y el hecho de recordar que la belleza patria es sólo eso. Confite, una realidad reconstruída para ser consumible. ¿Como entiendo al país a través de eso? me digo, mientras la bellísima chica, sacude la cabeza, levanta el hombro ufana, arroja una mirada seductora a la cámara. ¿Como puedo ver a la Venezuela en escombros, a la rota, a la cansada, agotada, desangrada y fragmentada en ese rostro angelical? Quizás por eso la idea de la Miss prevalece, está en todas partes, es una pieza elemental de la cultura nacional. La chica camina, con una gracia que sorprende, sigue su camino hacia más allá del escenario. La siguiente ilumina la pantalla, el ciclo vuelve a comenzar.

Y es que el Miss Venezuela forma parte de la cultura nacional, a un nivel insospechado, casi natural. No sabes cómo, pero conoces el jingle que lo identifica. Lo tatareas, en voz baja, con una sonrisa incómoda, quizás. Conoces las anécdotas, disfrutas contandolas “¿te acuerdas cuando aquella Miss se cayó? ¿O la que respondió esa locura a la pregunta de los jueces”. La tradición popular del concurso, de criticar casi con mezquindad. Pero aún así, disfrutar de la transmisión, claro está. El gran evento nacional, que se aplaude, que se abuchea. Pero es parte de nuestra mirada al mundo, el orgullo patrio de la mujer hermosa. ¿Quién no se ha vanagloriado de la compatriota que se ciñe a la sienes la corona Universal?

— Es como lo mejor de todo tu país — insiste mi amigo — eso es un caso rarísimo de mirarse a través de un símbolo en el que todos participan.

No sé que responder a eso. O quizás, si lo sé muy bien. El pensamiento me hace sentir escalofríos.

En enero del año pasado, la actriz y ex Miss Venezuela Mónica Spears fue asesinada en un turbio incidente que desconcertó y encolerizó al país. Por semanas enteras, se protestó y se lamentó su asesinato, que removió conciencias y le puso rostro al tema de la inseguridad nacional. Poco después y en medio de las protestas que llenaron las calles del país, Generis Carmona, otra Miss, fue asesinada de un disparo en una circunstancia que jamás llegó a aclararse. Ambas muertes despertaron el dolor público, mostraron esa otra Venezuela que se intenta esconder. Ambas, asesinadas por la Venezuela violenta, la Venezuela cruda y real más allá de la pantalla de Televisión, se convirtieron en símbolos del temor, de un miedo viejo, de una muestra del país real que desborda la propaganda, el oropel y el brillo.

Sí, crecí con el Miss Venezuela. En un país con más peluquerías que bibliotecas y librerias, es inevitable hacerlo. En un país donde el caos se esconde con propaganda barata, el Miss Venezuela es otro rostro más, uno de los tantos, uno de las incontables visiones de un país confuso. Crecí con el Miss Venezuela, a medida que la violencia se hizo más cruda, la desesperanza más hueca. Crecí con el Miss Venezuela, de mujeres cada vez más irreales, para demostrar que el país que se vende, que se mira así mismo desde cierta inocencia, no llega a comprenderse así mismo realmente. Crecí en el Miss Venezuela, en esa tierra de nadie de la promesa vacía, del escenario de plástico, del la máscara anónima. La banda al hombro claro, y la diadema de canutillo y cristal en la cabeza.

El Miss Venezuela de este año se llevó a cabo en el Estudio de un Canal televisivo. Alejado de su antigua gloria, de esa celebración cada vez exuberante que una vez fue, el concurso — el programa, el reflejo — parece mostrar un poco de ese país fragil y quebradizo que aún representa. Pero ¿Quién piensa en eso? me digo mientras los acordes de la marcha de apertura suenan y el tropel de ideales caminan con una sonrisa nerviosa por su pasarela de una noche. ¿Quién lo recuerda? Lo importante es que habrá otro rostro que nos represente, otra “Miss” que será el rostro del país por un año más.

— Creo que deberías observar con más atención tus símbolos culturales — me dice de amigo, poco antes que nos despidamos. Le sonrío, me encojo de hombros. Miro a la Miss que sonríe a la pantalla. Y más allá la Venezuela de Cartón y anime, a la de escarcha y telas baratas, a la sobreviente.
— Quizás — le respondo casi sin querer, entristecida y un poco cansada — puedes que tengas razón.
Apago el televisor. Miro la pantalla a oscuras. Afuera, la ciudad murmura, violenta, árida y arrasada. Un silencio circunstancial, una nada venial.

Así somos, pienso con tristeza. Una imagen borrosa de la realidad.
C’est la vie.

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