martes, 6 de octubre de 2015

El país sin rostro: Gustavo Dudamel y el rostro amable de la resignación




Mi abuela solía decir que le temía mucho más a la indiferencia que a un insulto, una frase que jamás comprendí muy bien hasta que fui adulta. Solía decirla, mientras me contaba su experiencia y la de mi abuelo, durante la dictadura Perezjimenista, lo cual ocurría muy pocas veces. De las escasas cosas que le provocaban terror a mi abuela, era justamente los recuerdos de una época dura, abrumadora y asfixiante. De casi una década en la que sólo sintió miedo. Años en lo que aprendió el dolor de la agresión, la violencia y la represión.

Eso, a pesar de que mi abuela jamás fue una activista política ni quiso serlo. Que jamás hizo otra cosa que ser una correcta madre de familia y un ama de casa ejemplar. Que nunca se enfrentó al gobierno en la calle, ni tampoco tuvo intenciones de permitir que mi abuelo lo hiciera. Pero estaba el horror, la sensación que el poder político era una mirada venenosa sobre lo cotidiano. A pesar de las dádivas, de la Caracas reconstruida y remozada para disimular el terror entre las costuras. No obstante, mi abuela siempre recordó la sensación de encontrarse al borde del desastre y la tragedia, de ser un rehén de su propio país.

— No te puedo explicar lo que era saber que no tenías libertad. Que las comparsas en la calle, las celebraciones de Carnaval, los edificios recién construidos eran una manera de disimular las cárceles llenas, el terror de opinar en voz alta — me dijo una vez — como si de pronto, Venezuela y todo lo que representaba pudiera convertirse en tu enemigo.

Por supuesto, yo no entendía nada de eso, aunque ahora que lo pienso, no era del todo inocente. Tenía por entonces catorce años y ya había sufrido la violencia del Caracazo y también, de un golpe de Estado. Mi infancia no había sido normal y sin duda, Venezuela tampoco era un país pacífico. Pero aún así, tampoco podía imaginar con claridad como era la Venezuela que me describía mi abuela: a puertas cerradas, entre susurros, con el terror rodeándote en todas partes. Un país a medias, acosado por cientos de aristas de una situación insostenible. Enfrentándose no sólo a la idea de la opresión sino intentando sobrevivirle. Un pensamiento abrumador y doloroso.

— ¿Y por qué nadie hacia nada? — le pregunté a mi abuela — ¿Por qué nadie salía a la calle a que Perez Jimenez supiera que nadie lo quería?

Mi abuela me dedicó una mirada cansada y se tomó unos minutos para responder. Supongo que no era sencillo explicarle a una niña criada en una democracia endeble e imperfecta, pero democracia al fin, el otro lado de la moneda. Esa posibilidad de desastre tan cercana, ese horror de no encontrar un lugar seguro en el lugar que llamas país y en esa sucesión de dolores que llamas gentilicio. Ahora, a la distancia, me asombra la franqueza de mi abuela, su capacidad para entender esa incredulidad mía, tan simple. Tan inocente. No sé si ahora yo pueda entenderla.

— No es tan fácil enfrentarte al miedo de saber que puedes morir — me respondió por último — no es fácil plantarte de cara al poder y tratar de empujar en la dirección correcta. No es sencillo porque arriesgas mucho más de lo que podrías obtener. No es sencillo porque es muy probable que sea un intento inútil y resultes aplastado.
— ¿Pero había quien lo hacia? — le insistí — ¿Había quien se enfrentara a eso?

Para mí, era muy importante ese pensamiento. La idea que hubiese alguien capaz de resistir al miedo, de enfrentarse al terror diario de alguna manera. Porque de no ser así, ¿qué nos queda? Me pregunté en silencio, aunque no se lo dije. ¿Qué queda cuando todo el mundo tiene miedo? ¿Cuándo nadie dice nada? ¿Cuándo todo el mundo olvidó lo correcto?

— Todos los hacíamos, mi amor — me contestó mi abuela, para mi sorpresa. Lo hizo a su manera pausada, cansada, pero firme. La miré con los ojos muy abiertos — lo hacíamos como podíamos. Ayudábamos a los que los perseguían, intentábamos recordar como era de verdad ser libres. Escuchábamos las noticias de los exiliados. Repartíamos panfletos. Nos escondíamos, temíamos. Pero sabíamos que algo había que hacer, pequeño o grande, para continuar. Toda la gente sabía que de alguna u otra manera, había que resistir.

— ¿Y no tenías miedo? — recuerdo haber preguntado. Porque de la misma manera en que me atormentaba el pensamiento de la resignación, también lo hacía el del terror. El de la posibilidad de la agresión, de la tortura, de morir. Me preguntaba como se enfrenta uno a eso, como logra avanzar en medio de ese paisaje desolado hacia la valentía. Si es que puede hacerse.

— Siempre tenía miedo. Todos teníamos miedo.
— ¿Y lo seguían haciendo a pesar de eso?
— Siempre hay que seguir a pesar de miedo — me contestó. Me tomó de la mano, me la apretó cariñosamente y sonrío — pero tú no tendrás que pasar por eso.

A veces, recuerdo esas conversaciones con mi abuela con profunda tristeza. No sólo por el hecho que Venezuela se transformó en un país que jamás reconocería, sino porque además, ahora la comprendo mejor que nunca. Como nunca quise comprenderla. Luego de casi veinte años de sufrir un país en un constante y peligroso enfrentamiento, de sufrir en carne propia la violencia y el miedo, ese paraje terrorífico del país cárcel que mi abuela me describió con tanta sutileza, no dejo de pensar en sus pequeñas luchas. En su resistencia doméstica. En su convicción que el miedo se vence, que el terror se enfrenta. Y sobre todo, que la indiferencia en medio del horror, es inadmisible.

Quizás por ese motivo, me abruma y me preocupa tanto que se insista que en la Venezuela actual, guardar silencio sobre las violaciones de los derechos humanos, la situación de encarnizada violencia que padecemos, la crisis que resquebraja el país a trozos, sea válido. Incluso comprensible. Que se justifique, confundiendo la visión crítica, ciudadana y responsable con política, que se intente disimular el hecho que la indiferencia es quizás un tipo de silencio cómplice. Lo pienso, cada vez que un Venezolano da un paso atrás contra la lucha personal contra el terror, contra la idea asfixiante que el poder nos cerca, nos limita, nos invade. ¿Cuándo se hizo lícito guardar silencio sobre la Venezuela que sufre y padece? ¿Cuándo comenzó a aceptarse como necesario?

A veces, mientras camino por las calles de Caracas, empapeladas de arriba a abajo con propaganda política de cientos de campañas electorales, con las marcas y cicatrices de un paisaje urbano roto, pienso en la indiferencia de la que hablaba mi abuela. La siento en esa silenciosa resignación del transeúnte, del que cruza los brazos y mira a otro lado, con los labios apretados de angustia. Y recuerdo esa noción de mi abuela sobre la indiferencia, sobre el terror. Sobre el hecho que en medio del miedo, el silencio es aún peor que un insulto. Una idea que me acompaña a todas partes desde hace casi veinte años, que me atormenta a diario.
Tal vez por eso, me sabe tan amarga la posición cómoda y blanda para mirar el dolor venezolano. De ese paso a las sombras, justificado por cualquier razón. Analizado desde cualquier óptica. No sólo se trata de lo que olvidas al hacerlo — la tragedia, el sufrimiento individual — sino el hecho que el silencio y la indiferencia no sólo crea el caldo de cultivo para algo más peligroso. La mera resignación.

Abruma aún más cuando ese mutismo interesado y pesado proviene de un rostro con el que cualquiera puede identificarse. Gustavo Dudamel es sin duda un Venezolano Universal. Un hombre que ha demostrado el talento de los jóvenes de nuestro país y también, se ha convertido en nuestro embajador cultural. No sólo se trata de su visibilidad artística, sino del hecho que su talento le ha permitido trascender fronteras de una manera que pocos artistas e intelectuales latinoamericanos lo han logrado. Probablemente sea el venezolano más cercano al término “Orgullo patrio” que conozco en la actualidad.

Por supuesto, cabe preguntarse: ¿Por qué es tan importante que una figura pública opine sobre nuestra situación? ¿Qué obtenemos? ¿Qué perdemos? ¿Qué demostramos? ¿Se trata de otra forma de polarización? ¿Se trata de una noción de vigilancia de la opinión del otro, peligrosa y preocupante? ¿O es algo más?

No son cuestionamientos sencillos. En Venezuela, todo se debate amargamente desde el cariz político, por lo que la respuesta pareciera ser política, antes de cualquier otra. No obstante, luego de reflexionar, llegué a la conclusión personal — que no es la verdad absoluta ni pretende serlo — que lo que ocurre con respecto a Dudamel es mucho más complejo que exigirle admita su filiación política de manera clara. Porque lo que le exige — o al menos, yo le exijo — es lo mismo que a cualquier otro ciudadano de este país, es fijar posición y resistencia con respecto a problemas gravísimos que nos afectan como conglomerado.

Por ese motivo, me parece doloroso, vergonzoso e inexcusable su silencio sobre la situación que atraviesa nuestro país. Porque no se trata de una omisión respetuosa hacia la diferencia ideológica, sino el hecho que como ciudadano Dudamel decidió que la crisis económica, social y cultural que atraviesa Venezuela puede ser ignorada en favor de sus intereses. Nadie le pide que tome partido o bando político, nadie le exige tome el lugar de un vocero público — sería no sólo irresponsable, sino peligroso — sino que asuma su responsabilidad como ciudadano. Que sea consciente que Venezuela padece una sistemática violación de los DDHH, que hay una gravísima y sostenida situación de violencia a todos los estratos, que la crisis económica pulverizó las expectativas de un país viable. En otras palabras, le exigimos crítica. Le exigimos que sea parte del momento histórico que sobrellevamos. Que sea consciente del hecho que Venezuela es parte de la herencia que todos legaremos antes o después. Que su talla de figura cultural sin fronteras, le hace no sólo el símbolo de la Venezuela en la esperanza sino también, un rostro reconocible del país que representa.

No me considero superior moral por adversar al gobierno, tampoco denigro de quien simpatice con sus ideas. Defiendo el derecho sagrado de expresar opiniones y la política es una. No creo que la polarización beneficie a nadie que no sea el Gobierno y estoy convencida que la división ideológica y militante de la sociedad venezolana es una herida abierta. No obstante, lo que insisto con respecto a Dudamel — y cualquier ciudadano — es que es necesario que seamos conscientes que lo vive Venezuela es una crisis de gravísimas y perdurables proporciones. Y eso es ajeno a cualquier simpatía política o ideológica.
Hablamos de un país con una inseguridad callejera que nos hace el tercer país más peligroso del mundo. Hablamos de una inflación que está destrozando el poder adquisitivo y modo de vida del país. Hablamos sobre la justicia convertida en arma de guerra. Hablamos de la violencia que llena y distorsiona todos los espacios. Hablamos de violaciones constantes de los DDHH. Hablamos de un clima de amenaza contra la libertad de expresión. Hablamos de un país que necesita ciudadanos críticos. Hablamos de un país que necesita que sus ciudadanos sean cada vez más conscientes sobre sus derechos y deberes. Hablamos de un país que necesita asumamos la responsabilidad sobre lo que ocurre. Eso no tiene connotación partidista alguna. Es una visión elemental sobre como deseamos crear un proyecto conjunto. Un país viable, un país que asegure las mínimas condiciones de progreso para cada uno de nosotros.

¿Es necesario que Dudamel opine al respecto? La pregunta real: ¿Usted puede ignorar lo que ocurre? ¿Usted que está aquí o en su nuevo país de residencia deja de preocuparse por lo que ocurre? ¿Usted necesita apoyar a la MUD o levantar bandera política del Gobierno para temer, para sufrir la escasez, para lamentar lo que vivimos?
¿Usted necesita llamarse militante para comprender que las tragedias que aquejan al país le afectarán a usted o cualquiera de su familia a no tardar? ¿Las ignore o las lamente? ¿Les preocupe o las disimule?
Pero vayamos más allá. ¿Usted cree que señalar y manifestar preocupación con respecto a la situación crítica del país lo hace partidista? ¿Usted realmente está convencido que opinar, lucha es una manera de “dividir”?

Y volvamos al punto inmediato de esta reflexión: ¿Ayudaría en algo que Dudamel o cualquier figura pública expresara preocupación sobre la situación Venezolana? ¿Qué beneficio inmediato reporta? ¿Ninguno, pocos, invisibles?

La respuesta es sencilla y cuando no, evidente: No se trata de lo beneficiosa que pueda ser la opinión, no se trata del hecho o la transformación inevitable. Se trata que es necesario que cada venezolano responsable demuestre su preocupación por una situación crítica e insostenible. Mucho más, si se trata de un Venezolano Universal, un venezolano que con su señalamiento — en los términos que prefiera y bajo las ideas que prefiera — podría permitir una toma de consciencia sobre puntos parcializados, preocupantes y que afectan a todos. Porque Dudamel, un símbolo propagandistico del Gobierno (no podría decir si a su pesar y mucho menos, si consciente del peso que representa) podría ser también un rostro visible de la crítica. Un mensaje directo que podía poner el foco en problemas generales y durísimos que preocupan y afectan a todos.
¿No es su responsabilidad? ¿Ni tampoco debería implicarse? ¿Podría afectar su labor social?
De ser así, la pregunta que inmediatamente me hago es ¿cuál es el sentido, entonces, de la necesidad de la opinión crítica? ¿Por qué antes y después de la situación venezolana, se hace necesario el hecho de señalar y luchar por el reconocimiento de deberes y derechos? ¿Por qué es necesario que cualquiera de nosotros seamos conscientes de nuestro deber de señalar lo que ocurre en el país?
¿Por qué Dudamel asume que expresar su opinión sobre hechos NO partidistas en Venezuela pueda afectar el Sistema de Orquestas? ¿Por qué para Dudamel resulta sencillo participar en actos partidistas y no sustentar su supuesta objetividad no callando sino debatiendo ideas que afecten a cada uno de los venezolanos?

Y es que el silencio de Dudamel es de palabras: aunque no exprese su lealtad política, la demuestra fehaciente a cada oportunidad. Es un mensaje repetitivo, excluyente y sobre todo, simbólico de su apoyo tácito a lo que está ocurriendo en el país. Me desconcierta el hecho que para Dudamel, hombre de cultura y sobre todo, promotor del progreso y la prosperidad intelectual, no sea de capital importancia asegurarse que el país que muestra, no sea algo más que una imagen falsa que sostiene con esfuerzo. Y de la misma manera como no tiene prurito alguno en dirigir una orquesta de niños frente a la Gigantografía del difunto Hugo Chavez, tampoco debería tenerlo para criticar, para apoyar y sobre todo, hacer crítica consciente del sistema político que lo encumbró y del cual disfruta las dádivas justo ahora.

Por supuesto, es un ideal irrealizable. Nadie arriesgará su capital personal en favor de algo tan abstracto como el concepto país. Menos alguien como Dudamel, que aprendió desde muy pequeño que la tolda política asegura un tipo de prosperidad que nadie más puede asegurarle. Aún así, creo un deber de conciencia la crítica, la de insistir hasta el cansancio que el silencio de Dudamel sólo demuestra que el país dejó de ser una idea compartida y por ahora, sólo es un proyecto de pocos basados en la garantía de la riqueza personal.

Que lamentable y doloroso que Venezuela sólo sea un recurso utilitario. Y que la disculpa sea, que gracias a ese apoyo político, Dudamel sea reconocido como un genio artístico allí a donde va. Que contradictorio que el arte, sea complaciente con el poder. Y que terrible la idea de esa noción de lo artístico como reflejo de lo peor de un país en escombros.

Quizás esté equivocada en todos los planteamientos anteriores. Con toda seguridad, hay matices que no analicé lo suficiente, pero no puedo evitar reflexionar sobre todo lo anterior, no sólo ante la posición de Dudamel, sino todos los que prefieren mirar a otra parte en medio de una crisis como la que vivimos. Por las razones que sea y amparados bajo las ideas que sustenten su decisión. Y es que llegados a este punto, quizás el hecho el único hecho inadmisible en medio de una situación como la nuestra, sea justamente la indiferencia.

A veces recuerdo a mi abuela y a todos los que vivieron la época perezjimenista y pienso en su heroicidad mínima, discreta, doméstica. De todas las veces que este grupo de hombres y mujeres anónimos arriesgó su vida y su seguridad para enfrentarse a un poder de puño de hierro. De todos quienes decidieron resistir, en las pequeñas cosas e incluso en las grandes, con la perseverancia de la consciencia, con la noción ideal y formal que era su responsabilidad moral. Y me entristece esta indiferencia que se justifica, que se intenta adornar con excusas y medias verdades. Me pregunto entonces, cuando comprenderá el ciudadano venezolano que justificar la mirada que se desvía de la injusticia, la violencia y el temor sólo lo recrudece, lo hace más afilado y peligroso.

Me pregunta no tener la respuesta a esa pregunta.
C’est la vie.

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