martes, 27 de octubre de 2015

La muerte de una era: La batalla que perdió el gigante del sexo mundial






En 1960, Arthur C. Clarke escribió en un artículo en la revista Playboy que “la tecnología ha cambiado y cambiará radicalmente nuestras vidas”. Por supuesto, el escritor se refería a sus profecías literarias, que ya por entonces anunciaban un vasto mundo de avances científicos que con toda probabilidad, convertirían la vida como se conocía entonces, en algo más. ¿Qué era el algo más? Durante una época rebelde como los tempranos sesenta, la promesa parecía llena de posibilidades. Y sin embargo, Clarke no podía imaginar en realidad los alcances de esa ráfaga de transformaciones que anunciaba. Lo que esperaba en escasas décadas para convertir el futuro en algo más que un sueño de la Ciencia Ficción.

Resulta curioso que el vaticinio estuviera incluido en una revista que para entonces, estaba llamada a sacudir aspectos vitales de la cultura a un nivel que todavía no estaba del todo claro. Una publicación que desde el escándalo había logrado sacudir la moral intelectual y formal de una sociedad tradicional como la de EE UU por el simple método de la provocación. ¿Qué era lo que realmente veía el padre de 2001, una Odisea en el espacio al señalar las posibles revoluciones de las décadas siguientes desde una revista como Playboy? ¿Y qué puede significar ahora, cuando su vaticinio no sólo se cumplió sino haciéndolo, destruyó el potencial de polémica que sostuvo a la Revista durante décadas? Asombra la ironía de una profecía que no fue concebida para serlo y sus implicaciones. Pero aún más, el hecho que Clarke — con toda seguridad sin saberlo — señaló el capítulo final de lo que fue hasta hace poco, una noción cultural sobre la moralidad, los prejuicios y la hipocresía hacia lo erótico.

Porque Hugh Hefner, padre del concepto Playboy — y quizá, una versión edulcorada y mucho más cerebral del celebérrimo Marqués de Sade y su capacidad para combinar lo sexual con cierto pragmatismo — comprendió recién que el tiempo para el escándalo — al menos de la manera como Playboy lo concibe — había terminado. Como si la frase de Clarke tomara sentido de la manera más sorprendente, Hefner declaró lo esencial que mantenía con cierta vitalidad a su creación, ya no tenía razón de ser. No más mujeres desnudas en la portada, mucho menos en la página central. El final de una época pero también de una propuesta sobre lo erótico que sacude ciertos cimientos sobre lo que creemos esencial en nuestra mirada cultural sobre el sexo. Para sorpresa y quizás tristeza de una buena cantidad de seguidores y lectores, Hefner se encontró de frente con el futuro. Con el esa nueva mirada contemporánea sobre la sexualidad, Internet y la muerte de la mujer idealizada por lo erótico — o al menos, su progresiva desaparición — convirtieron a la revista en un objeto caduco, vacío y la mayoría de las veces, una reliquia de una lucha contra los tabúes que como bien apuntó Hefner “se luchó y se ganó”. De manera que a Playboy no la venció la pacatería o la pudibundez, sino el mismo fenómeno que ayudó a crear: esa absoluta destrucción del límite moral y ese señuelo de piel y erótico hacia algo más profundo que la simple desnudez aparente.

Todo un juego de espejos donde Hefner ha tenido la sabiduría de abandonar antes que Playboy pudiera morir por ignominioso olvido, un pensamiento lamentable si se analiza su impacto cultural en retrospectiva. Como veterano en el juego de la manipulación, para Hefner debió ser más que evidente el cebo sexual que siempre pareció arrastrar al lector de Playboy a algo más que un paraíso de mujeres desnudas, había terminado. Atrás quedaron las viejas glorias, la literatura de vanguardia confundida entre lo erótico sin cortapisas que convirtió a Playboy en algo más que la lectura prohibida sino también, en el lugar donde lo audaz parecía transformarse también en una opinión intelectual.

Y es que Playboy fue una combinación de tantas ideas con tantas implicaciones distintas, que su muerte — o su lenta agonía, como se quiera interpretar — resulta lamentable para cualquiera mínimamente interesado en la evolución de la cultura pop. Después de todo, fue Playboy quien abrió sus páginas para Ernest Hemingway, la maldición de la generación Beat — que sin el impulso de Playboy tal vez carecería de su brillo y trascendencia — , y toda una revisión de lo que la literatura fue durante una época rutilante donde todo parecía novedoso. Todo, mientras escandalizaba con sexo adolescente, con una colección de portadas que ofendieron y decantaron a la sociedad norteamericana en dos bandos: los lectores de Playboy y quienes querían leerla. Enfrentando al puritanismo desde lo básico, Hefner supo manejar no sólo el medio sino el mensaje y construyó un público heterogéneo que convirtió a la revista en un curioso objeto del deseo. No sólo se trató de la sustanciosa combinación de descaro y sexo, que por otro lado siempre ha funcionado muy bien durante toda la historia, sino además, de convertir el sexo en un producto deseable. En una noción intelectual.

Porque la revista usó a partes iguales esa percepción del sexo como elemento inevitable. El sexo adolescente, caliente, sin tapujos. La mujer deseable y convertida en objeto para la lujuria. Pero más allá de eso, Playboy capturó la imaginación de toda una generación convirtiéndose en pecado, en una tentación, en esa brecha de lo prohibido que siempre parece ser tan deseable como inevitable. Pero Hefner no se conformó sólo con captar la atención de esa amplia brecha de público que de inmediato captó gracias a lo obvio, sino a la otra que logró atraer con la promesa de la provocación desde otra perspectiva. Rompiendo records de publicación — llegó a alcanzar un tiraje de 7 millones de ejemplares durante los años setenta — Playboy también meditó sobre la sociedad siendo también un producto disfrutable. Hefner sabía a donde apuntar y lo hizo con un pulso impecable. La provocación bajo los desnudos incluyó un replanteamiento editorial que transformó la percepción sobre lo publicable en un país conocido por su devoción por las elites. Incluyó relatos de un novel Truman Capote — que ya por entonces se debatía con los fantasmas de la fama — , una columna de Marshall McLuhan (que debió sentirse fascinado por el alcance de una revista cuya venta estaba prohibida en la mayoría de los estanquillos públicos) e incluso se tomó el atrevimiento de rozar el esnobismo académico incluyendo poemas de Goethe en su versión inglés. La revista se transformó en una joya intelectual, se replanteó como una brecha en un país acostumbrado al secretismo del sexo y afrontó el puritanismo no sólo desde el desnudo sino también, desde el arma intelectual de la nueva vanguardia literaria estadounidense.

Hefner supo jugar con sus piezas con enorme cuidado y habilidad. Hijo de un ambiente ultracristiano, el editor tenía muy claro cuales eran los límites que debía romper pero sobre todo, qué debía desafiar para abarcar no sólo un nuevo mercado, sino construir una nueva versión del hombre que consume pornografía pero también es capaz de debatir sobre sus intereses a pesar de eso. En una sociedad de negros y blancos como la Norteamericana en el año 1953 — fecha de la creación de la revista — , el nacimiento de Playboy no sólo pulverizó la remilgada moral imperante sino que dio un decidido empuje a la revolución sexual de la década siguiente. Ya por entonces, Estados Unidos miraba con asombro las polémicas de una Europa que comenzaba a reconstruirse tras una larguísima post guerra y cuya cultura parecía atravesar un rápido trayecto hacia la liberación de viejos tabúes. Es entonces cuando Hefner elaboró una Revolución sexual a su medida, de hombres para los hombres y sobre todo, bajo una mirada masculina. A pesar de sus escarceos con el feminismo recién nacido, Hefner supo crear y mantener esa premisa de lo deseable y usó el cuerpo femenino — en la acepción más cruda del termino — como punta de lanza de una lucha que tenía por único objetivo una mirada renovada sobre el sexo. Entre escándalo y escándalo, Hefner supo encontrar el equilibrio entre lo primitivo — sexo por el sexo — y algo más profundo que quizás aseguró el éxito rotundo de la revista.

La apuesta de Hefner fue alta: no sólo se planteó la idea de vender y comercializar el sexo como comercialmente accesible, sino en sus palabras componer una “una filosofía y un modo de entender la vida”, que parecía muy relacionada con una generación que comenzaba a despertar de la pudibundez restrictiva de los años 50 y a luchar contra ella. Maniobrando entre la censura, las presiones del poder, el hecho práctico que el sexo duro y puro siempre ha sido marginado por la cultura, encontró una línea de pensamiento que de alguna forma, legitimizó su experimento editorial. Hefner construyó una idea de la masculinidad que no sólo buscaba la gratificación inmediata — y podía obtenerla — sino que pensaba. Los lectores de Playboy, podían catalogarse así mismo como cultos. Como hombres que además de disfrutar de la chica de portada — y lo hacían — también podían comprender los intrincados análisis culturales que la revista incluía. En otras palabras, brindó una excusa al lector y transformó las relaciones entre el sexo y algo más sustancioso en algo por completo válido: El hombre amante del Playboy leía además de ver. Lo demás, es historia: En 1972 la publicación llegó a 7 millones de revistas. Y la industrias basada en el concepto se convirtió en una fuente de ingentes beneficios en si misma.

Pero Hefner quizá jamás previó que el futuro que Clarke vaticinó llegaría no en la forma de tecnología directa, sino en una ruptura con viejos esquemas que transformó la sensibilidad, la connotación de lo sexual y sobre todo, esa mirada exclusiva que logró mantener por sus casi cuarenta años de fructífera existencia editorial. Lo prohibido se transformó, el sexo se trivializó y perdió el misterio sutil que lo hacia mercadeable. El desnudo ya no sorprende ni mucho menos escandaliza y de pronto Playboy, con toda su carga de rebeldía implicita, dejó de tener sentido. Incluso, sus portadas, que en otros tiempos provocaron debates y enfrentamientos, se convirtieron en objetos románticos sin mayor trascendencia. La desnudez que Hefner sacó de la oscuridad terminó por transformarse en su peor enemiga.

Porque la revolución que dio pie Playboy no sólo rebasó las expectativas sino que se convirtió en el principal problema al que tuvo que enfrentarse. ¿Qué podía ofrecer Playboy a una generación para quien el sexo es algo tan normalizado que no despierta el menor interés real? El morbo que Playboy siempre supo manejar con tanta habilidad se desplomó ante un monstruo inmanejable: una revolución sexual donde no existen los limites. O que sólo existen para demostrar que tan rápido pueden romperse.

En los tiempos de Internet, los smartphone, las conexiones ultra rápidas, el sexo dejó de ser tabú e incluso un objeto de deseo. Se encuentra tan alcance de la mano que resulta casi inocente suponer que pueda ocasionar trasnochos morales, debates éticos e incluso, sorprender. Mucho más el erotismo, la sutileza y la belleza edulcorada de Playboy que ahora mismo resulta conmovedora. Para la pornografía actual, accesible, descarnada, explícita a niveles de crudeza inaudita, Playboy resulta una reliquia incomprensible.

Veterano de mil batallas, Hefner lo supo incluso antes que su mercado. Se retira del ruedo aún con un tiraje cercano al millón de copias y aún, con algunas reminiscencias de sus antiguo brillo. Quizás por ese motivo, se trata de la muerte de una época, de la caída del último velo de lo que hasta ahora, fue el símbolo de una revolución que abandonó los estanquillos para alcanzar lo doméstico. De la definitiva despedida de una batalla cuyo triunfo condenó al olvido su principal héroe, ahora reconvertido en un mártir de ocasión.

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