miércoles, 14 de octubre de 2015

Érase una vez: el cuento de hadas de la Cultura Occidental.




En una ocasión, un amigo me comentó que el momento más dulce y femenino que imaginaba era “cuando una mujer se maquillaba los labios”. Lo escuché un poco sorprendida y de inmediato me recordé haciéndolo y me sorprendió que esa escena pudiera parecer dulce a cualquiera. En mi caso, al menos es un proceso poco menos que engorroso: Me miro al espejo e intento que el labial tenga un aspecto pulcro. Delineador, labial. No lo logro: el carmín rebasa un poco la linea del labio, dándole un aspecto extraño. Me paso una servilleta por los labios. Lo intento otra vez. Me contemplo. Ahora no me agrada el color. De nuevo la servilleta. Me maquillo otra vez. El resultado sigue sin agradarme. Ya para entonces, estoy un poco aburrida, fastidiada y incluso irritada. Por último decido llevar los labios sin color. Arrojo el labial en cualquier parte de la cartera.

Cuando le explico todo lo anterior, mi amigo parpadea.
— Es el gesto más femenino imaginable.
— Sin duda es femenino, pero no es intimo ni bello, ni dulce — le explico — es simplemente un proceso.
Sacude la cabeza, me sonríe.
— Eres muy pragmática.
— No, me maquillo con frecuencia.

No sé de qué otra manera explicarle a mi amigo que maquillarse es otro de esos hábitos completamente femeninos y engorrosos que la gran mayoría de las mujeres llevamos a cabo con cierto impaciencia. Claro está, no niego que en contadas — muy pocas — ocasiones, hay un cierto grado de hedonismo: sonreír con los labios maquillados, mirar el efecto que tiene sobre tu piel y la manera como transforma tu expresión, como si el maquillaje se tratara de un pequeño truco simple. Pero aún así, sigo sin encontrarlo un verdadero sentido íntimo, mucho menos romántico. Pero mi amigo parece empecinado en lo contrario.

— No hay nada más mágico que una mujer disfrutando de su belleza — me dice. A continuación, tengo una imagen particularmente divertida del tema: me veo otra vez frente al espejo, mirándome aterrorizada los dientes manchados de carmín. Tomo el cepillo de dientes, me froto con fuerza. ¡Y Voilá! allí de nuevo la linea roja se desborda, se transforma de un pequeño momento de belleza en algo absurdo. Mi amigo parece satisfecho cuando me ve sonreír — reconoces que tengo razón.
— No, descubrí que el hombre promedio es sumamente ingenuo con respecto a lo femenino.
— ¿De qué hablas?
— Escucha la historia que te contaré.

Tal vez no se trate del hombre, claro. Sino ese imaginario femenino que forma parte de la cultura pop: la mujer misteriosa, exquisita, que se desliza casi con pasos felinos en un escenario radiante. El hombre que la contempla, asombrado de su delicadeza, de todo lo que no comprende en ella. Una imagen preciosa — también me encanta, claro — pero completamente falsa. Y lo más probable que sea uno de esos mitos urbanos y culturales que en ocasiones llegan a desconcertar y más aún, distorsionar la visión de la mujer real, de lo que somos y de como nos percibimos, como miembros de esa jungla extravagante e imprevisible que con tanta inocencia llamamos sociedad.

Pero ¿Cuales podrían ser esos mitos sobre la mujer que no sólo son falsos, sino que además, a la mujer normal suele sorprender un poco? Pregunté a varios de mis amigos y las respuestas me hicieron reír:

* La mujer delicada y otras criaturas de leyenda Urbana.
Hay una imagen estática, extraordinaria y perfecta que se suele llamar “el misterio femenino”, una combinación entre un ideal borroso sobre la mujer y algo más abstracto, que suele asociarse con cierta dulzura y fragilidad. La mujer delicada es de hecho, una de esas imágenes que parecen flotar en el subconsciente colectivo: ella deambula entre habitaciones en semipenumbra, llevando carísima lencería de encajes, con el cabello cayéndole brillante y sedoso sobre los hombros. Y es que la mujer delicada parece flotar, más que caminar entre la belleza y una cierta sugerencia. Una visión esencial de lo que la cultura considero femenino y real.
La realidad es mucho más simple, claro. Quizás menos evocadora que la imagen que sugiere la idea anterior pero no por ello menos sustanciosa. Y es que la mujer real probablemente sea un poco torpe, disfrute de usar pijamas rotas, no sea del todo dulce — y de hecho, con toda seguridad odiará que se le defina de esa manera — y dejará bien claro, a quien quiera escucharla, que llevar el cabello despeinado es una forma de libertad. Como diría mi amiga L., la feminidad tiene una capacidad dual y sobre todo, profundamente natural que sobrepasa esa imagen idílica que la mayoría de las mujeres rechazan.

— Esa percepción sobre la mujer misteriosa es deliciosa — me dice — pero también profundamente infantil. Nadie se imagina a la mujer delicada fuera de sus encajes, de sus maravilloso aires perfumados. Lo cual, claro está, hace reír.

Y es que “La mujer misteriosa” parece encontrarse a considerable distancia de su prima cercana “La mujer desordenada”. La misma que usa pijamas de algodón muy estiradas y roída, medias de lana y lleva el cabello despeinado. O come con el plato en las rodillas mientras ríe a carcajadas — o llora desconsolada — disfrutando de su película favorita. La distancia aumenta, por supuesto, en tanto la “mujer desordenada” parece construirse a partir de esa nueva visión de lo femenino poderoso, profundamente visceral e informal. De manera que es probable que “Mujer misteriosa” de vez en cuando le de una mirada envidiosa a “Mujer desordenada”, esa nueva criatura feliz y libre fruto de esa nueva libertad de ideas — y de planteamientos — que disfruta el espíritu femenino en la actualidad.

* La Mujer frágil y vulnerable:
Otra escena tradicional en el subconsciente colectivo: “Mujer frágil” — quizás pariente de “Mujer Misteriosa” — llora desconsoladamente. Nadie sabe por qué, pero con toda probabilidad “Mujer frágil” necesita la ayuda de algún alma generosa que le extienda la mano — y el pañuelo — para consolarla. Por supuesto, habrá hombros galantes que no duden en hacerlo: “Mujer frágil” es casi tan bella como su pariente la misteriosa, sólo que su ternura radica en una profunda vulnerabilidad, una fragilidad casi dolorosa. Y “Mujer frágil” sigue llorando, hasta que finalmente, llega “Caballero amable” a resolver, de la mejor manera posible, cualquiera sea la situación que atraviesa la dama en cuestión. Entonces, la atormentada damisela sonreirá, levantará el rostro agradecida y…

— Conoces el resto de la historia: Todos la hemos escuchado/visto/leído alguna vez — le digo a mi amigo. Se encoge de hombros.
— La caballerosidad nunca muere.
— Pero ahora tenemos nuevos personajes.

Pero resulta que “Mujer frágil” también tiene otra prima, “Mujer fuerte”: la que no sólo no necesita la ayuda de nadie más, sino que presta la suya gustosa. Y es que “Mujer fuerte” disfruta de su independencia, de su autonomía y libertad mental y jamás se ha concebido así misma como alguien que deba esperar ser rescatada por el desconocido amable de turno. En realidad “Mujer fuerte” concibe su propia independencia como imprescindible, como fruto de su esfuerzo y su inteligencia. Y de llegar a necesitar ayuda, la aceptará no por las lágrimas de prima Frágil, sino por la solidaridad que atribuye y respeta. Y es que “Mujer fuerte” mira el mundo con osadía, está convencida que tiene la suficiente capacidad intelectual y física para enfrentarse a cualquier inconveniente y además, disfruta haciéndolo.
— Espera, pero ¿Por qué a “Mujer fuerte” le puede parecer grosero la ayuda de un caballero? — protesta mi amigo el romántico. Lo miro perpleja.
— Mujer fuerte la aceptará, pero dudo te la exija por el solo hecho de ser mujer — le digo — esa es la diferencia.
Una idea que parece desconcertarlo. En mi mente, “Mujer fuerte” sacude las manos — probablemente se dedicó durante la breve conversación a resolver algún problema — y sonríe. Una sonrisa brillante, elocuente y sobre todo, segura que parece definirla mejor que otra cosa.

* La mujer criticona, fastidiosa y demandante:
Todo no podía ser un valle de rosas. “Mujer Misteriosa” y “Mujer Frágil” tienen una pariente desagradable de la que han oído hablar de vez en cuando, llamada “Mujer demandante”. Ella es la encarnación de la furia, la insatisfacción y la cólera. “Mujer demandante” nunca está feliz, mucho menos cómoda: siempre hay algo que le molesta, alguna crítica hacia el Universo masculino. Porque “Mujer demandante” deja bien claro desde el principio que su interpretación de las cosas siempre será una mezcla entre malcriadez y cierta idea insustancial sobre lo tópico. Una pesadilla del género masculino, la mujer caricaturizada y deformada por la imaginación cultural, como una criatura infantil e ingenua incompresible e incluso levemente desconcertante.
Claro está, que “Mujer demandante” no existe. De hecho, “Mujer desordenada” y “Mujer fuerte” la consideran una de esas leyendas urbanas sin mayor sentido que de vez en cuando intentan explicar a la mujer de manera muy simple. Porque en realidad, “Mujer demandante” parece ser esa visión burlona y esquemática sobre la emocionalidad femenina, esa poderosa capacidad que toda mujer disfruta — y celebra — para expresar sus pasiones, visiones y temores con toda libertad. Porque la mujer real, la que ríe en voz alta, la que llora con completa libertad, la que comprende su mundo sensorial y espiritual como parte de su opinión sobre el mundo, sabe que su capacidad para expresar emociones no la hace débil y mucho menos es una idea netamente femenina, sino Universal. Una fuerte ilimitada de conocimiento sobre sus percepciones sobre el mundo que le rodea y más allá, una profunda comprensión de su identidad. Así que probablemente “Mujer demandante” jamás existió, sino que se trata de otro de esas inevitables esquemas que tratan de hacer comprensible ese compleja y profunda dimensión de las emociones humanas.

Mi amigo me mira perplejo. Supongo que mi breve fabula sobre la mujer le debe haber desconcertado. No sé muy bien que añadir o mejor dicho, que añadir para completar lo que parece ser una idea mucho más enrevesada que mi descripción un poco circunstancial de esa visión de lo femenino desde la óptica cultural. Pero al final sonríe, con esa sonrisa románticona suya, con esa esperanza breve y tenaz del que aspira al ideal.
— La mujer es un misterio…- comienza. Y lo acepto, quizás no por las mismas razones y sin duda, no por los mismos motivos. Pero en algo estamos de acuerdo: el Universo femenino, tan vapuleado, reconstruído y finalmente fértil en la historia, continúa siendo quizás un misterio cultural siempre a punto de revelarse, de liberarse y sin duda encontrar, ese lugar más allá del mito y la simple visión de la realidad que desea resumirlo a una imagen venial.

C’est la vie.

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