jueves, 10 de noviembre de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Noviembre. Brasil. Jorge Amado.





En una ocasión, el escritor Jorge Amado se definió a sí mismo como “Un bahiano romántico y sensual”. Se refería por supuesto, a ese carácter mestizo y singular de su natal Bahía (Brasil), el lugar con que con toda seguridad fue la mayor influencia que tuvo su trabajo literario durante toda su vida. Una tierra violenta, en ocasiones agreste pero siempre muy cerca de una belleza dolorosa. Entre la asombrosa combinación de etnias y razas (con los afrodescendientes precolombinos, los portugueses de la conquista y los inmigrantes gallegos del nuevo siglo) Bahía es un lugar de contrastes pero sobre todo, una visión muy dura sobre el Brasil real, ese que subsiste más allá del estereotipo. Para Jorge Amado, obsesionado por ese matiz misterioso y fugaz de la tierra que le vio nacer, tomó la decisión consciente de contar su historia: a sus habitantes, a los devotos lectores del globo que se enamoraron de Bahía sin conocerla, pero sobre todo a sí mismo. Una especie de historia que se construye a pedazos, que se comprende como paisaje extraordinario y que crea un mundo literario.

Todo un reto, en un país como Brasil caracterizado por la una mezcla racial y además, se caracteriza por mirarse con un humor agrio que raya en la nostalgia. En Bahía, tienen un lugar dentro de las novelas de Amado, un espacio para coexistir con la ficción, la ternura y la infinita pléyade de personajes que el escritor dibuja con una prodigiosa vivacidad. Desde los capitales de la arena, las prostitutas amables y maternales, los vagabundos sabios, los poetas anónimos, los amantes sufrientes, la obra de Amado está plagada de una belleza extraordinaria que asombra por su multiplicidad y sus dimensiones exquisitas. Y allí, está Brasil. La que se concibe a través de sus secretos, dolores y pasiones. El Brasil de la playa, del dolor y la violencia. El Brasil de la sensualidad, del asombro por la ternura de la juventud y el sufrimiento secreto por la vejez. Para Amado no hay nada simple ni tampoco carente de importancia en este paisaje variopinto, en este amplísimo mapa de ruta a través de la identidad y los colores de un país que parece contener todos los colores del mundo. Y el escritor se afana, se esfuerza por levantar y asumir la capacidad extraordinaria de la obra que crea — que se expande como palabras, que se exacerba como idea perceptible — a través de cada novela.
De todas las formas en que puede manifestarse esa profundidad casi lujuriosa que se atisba en la palabra.

Traducido quizás con muchas más propiedad y abundancia que otro escritor contemporáneo, Amado construyó una idea sobre la literatura basada en la combinación de la noción por lo individual plasmado en un paisaje ciego. Plasmó en medio de esa exuberancia de las olas enormes y de la vegetación fresca de un verano eterno, las persecuciones políticas que sufrió, el exilio y el vagabundeo que hicieron de este escritor apasionado un espíritu nómada. Pero aún así, siempre volvió al origen. A la percepción esencial de lo que somos y asumimos como una alegoría específica sobre la propia existencia, sobre el poder amplio y directo de lo que la escritura puede hacer como espejo. ¿Y que otra cosa son las obras de Amado sino percepciones cristalinas de si mismo y su pasado?

Amado nació en 1912 en Itabuna (Bahía) y desde niño fue perspicaz y observador. Su padre era un hacendado del Cacao que pasó un largo y enrevesado trayecto entre la fortuna y la tragedia, de manera que la infancia de Amado fue un pendular constante entre una ambición desmedida y una tristeza fatalista de las que trató de huir bien pronto. Ese mundo cálido y húmedo de las plantaciones, aparece reflejado en una de sus primeras novelas: una crónica disfraza de ficción titulada “Cacao” y que fue publicada en 1933. Fue un debut torpe en la literatura, a pesar que ya por entonces, su prosa gozaba de la sensualidad desbordada que le haría mundialmente famoso. Se trató de un relato lleno de colores y sabores, una lenta oleada de percepciones con cierto regusto poético que confundió a la crítica y sus lectores. Amado no se detuvo y continuo escribiendo: como miembro del partido comunista de Brasil, terminó una novela que comenzó a escribir al mismo tiempo que “Cacao” pero que publicó después, quizás en medio del despecho por el primer vaivén del oficio. Por la época, el realismo socialista llenó todos sus relatos: tanto en forma como en fondo, parecía estar en tantas visiones de si mismo que Amado, incipiente escritor, terminó por perderse y desaparecer en medio de la abigarrada muestra de ideología y dolor comunal que sus novelas reflejan.

Escribió entre 1930 y 1960 una biografía de Luis Carlos Prestes, la gran figura del partido Comunista Brasileño. Después, en pleno apogeo de su devoción partidista, escribió series completas de narrativa apresurada y sin personalidad que elogiaban al socialismo y sus principales líderes. Pero Amado, sensualista y sobre todo, espíritu curioso, comenzó a sufrir un lento rencor hacia la disciplina de hierro que le sometía su fidelidad política. Con una sencillez que sorprende por su belleza, comenzó entonces — a escondidas y casi a ciegas — su andadura por su verdadera pasión: la prosa que reflejaba el país, retablos poderosos llenos de vitalidad sobre Bahía. Descripciones profundas e inspiradas sobre la explotación de los campesinos, le permite mirar la identidad brasileña desde una sensibilidad que conmueve por una contradictoria muestra de dureza y ternura. Persiste e insiste en una mirada cariñosa a ese pueblo marginado, sensible y poderoso que subsiste en la periferia del poder y la riqueza. Y lo hace con un buen trazo que denota no sólo inteligencia, sino una dulce empatía que transforma cada relato en una revelación.

Tal vez por ese motivo, Amado fue uno de los pocos escritores latinoamericanos cuyos libros ha sido quemados en una plaza pública durante la dictadura de Castelo Branco. El autor lo recordó muchos años después, como una de las ocasiones en que comprendió el poder y la contundencia de esa historia a destiempo que contaba en sus novelas. “El Brasil real que no sucumbe a llamas” llegó a decir, envalentonado por los alcances del desagravio y todo lo que podía simbolizar. Más adelante, la quema — y sus repercusiones — le hicieron merecer el premio Stalin, debido a lo cual — y según sus más devotos — jamás le concedieron el Nobel, para que el que siempre aparecía como posible nominado año tras año.

Amado estaba enamorado de la política. Tanto como arriesgar su prestigio de escritor en favor de sus aspiraciones inmediatas en el parlamento brasileño y después, esa toma de conciencia política que marcó su vida y su discurso literario durante el resto de vida. Eso, a pesar que de la decepción y la amargura que le produjo la caída del estalinismo y después, la percepción de observador crítico sobre la corrupción socialista. Pero Amado insistió y casi todas sus novelas, tienen esa noción utópica sobre el colectivismo y la igualdad social, pero desdibujadas en la ternura, en la sencillez y sobre todo, la preciosista mirada hacia lo común en cada uno de sus relatos.

No obstante, en 1958 sus novelas se hacen mucho menos crónicas del desastre social para aspirar a algo más sutil e invisible. Una dulzura como de fruta madura — o así lo definió el propio escritor — que convirtieron sus narraciones en lentos viajes anecdóticos hacia el Brasil profundo. Su primer éxito real de librerías “Gabriela, clavo y canela” marca el comienzo de esta nueva etapa fragante, que avanza para convertir su obra en una especie de picaresca latinoamericana llena de prostitutas sentimentales, niños huérfanos de corazón anciano, ladrones saltimbanquis y heroicos. El escritor abandona el mundo gris y poco osado de la escritura crítica y de pronto, sus historias resuman color y alegría. Líricas, emocionales, incluso irritantes en su necesidad de deslumbrar con su colección de fantásticos tonos y dimensiones. Pero en el trasfondo, yace la desesperanza. Como un personaje invisible en perpetúa travesía de nostalgias fantasmagóricas y lentos olvidos siniestros. Quizás sea esa yuxtaposición de alegrías y bellezas, tristezas y la más agria angustia existencial, lo que hace inolvidables a cada una de sus historias.

Fue quizás la consagración de Amado. Donde nacieron la mayor parte de sus obras maestras, de esa visión emocionada — y emocionante — sobre su Bahía adorada. La que miraba a la distancia del exilio, del dolor político. La Bahía que construyó con héroes cotidianos, con su lento devenir entre el hoy y el ayer, el asombro que desconcierta y el asombro que se perpetúa en cientos de miles de formas distintas. Y en esa transformación de la escritura, de los parajes de la palabra, Amado también cambia. Se convierte en uno de sus personajes. Generoso, un poco tristón, amable hasta la ternura, era también noble e intuitivo. Un vagabundo en medios de los recuerdos, un trabajador incansable gracias a su raíz labriega. Un soñador incansable, como cualquiera de sus hijos de página y tinta.

En la Brasil democrática fue recibido como un héroe. Condecorado y aclamado, un hombre de una popularidad que asombraba a políticos y artistas. Pero Amado siguió siendo hasta el último día de su vida, un hombre de provincias. Un Bahiano que sonreía con los atardeceres y se conmovía con los cantos del mar silencioso más allá de la orilla. Rodeado de sus personajes — reales o ficticios -, en esa oralidad inconclusa e incompleta, en ese canto artesanal sobre la belleza y todas las pequeñas ternuras que construyó a partir de la desesperanza. Una complicidad con el silencio, con su historia y con su tierra que conservó hasta el día de su muerte. Un hacedor de mundos y de lenguajes.

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