jueves, 3 de noviembre de 2016

De la belleza a la realidad ¿Quién eres frente al espejo?





Hace poco, veía un video en el que Tim Gunn, co anfitrión y esporádico jurado del reality Project Runway, hace una crítica muy dura a la moda estadounidense — y asumo que mundial — por su insistencia en olvidar — más bien ignorar — a las mujeres de tallas grandes. El ex director de Parsons, una de las escuelas de diseño más prestigiosas del mundo, insistió en que el Mundo de la Moda parece obviar una realidad evidente y que cada día es mucho más insultante: Se está diseñando para un estereotipo femenino que no existe. Una especie de figura difusa y que la mayoría de las veces, se convierte en una presión cruel sobre la mujer real. Aún así, la industria se niega a diseñar ropa para un público con cuerpos más allá de la talla cero, en una especie de insistencia malsana en crear una imagen estética ficticia que parece resumir la obsesión moderna por la estética.

Gunn además, comenta sobre un hecho muy preocupante que forma parte esencial de nuestra cultura: La mujer debe tener un aspecto físico muy específico para ser aceptada, reconocida y apreciada. Como si se tratara de un estigma visible, el hecho de tener kilos de más o incluso una figura que no encaja en los estrictos cánones de belleza modernos, condena a la mujer a un tipo de marginación muy compleja. Se trata de una mirada prejuiciada y sobre todo discriminatoria tan frecuente que se normaliza, se asume parte del paisaje cultural de nuestra época y lo que resulta aún más peligroso, se hace parte de la forma como percibimos nuestra propia identidad e individualidad.

Claro está, la reflexión de Gunn no me sorprende en absoluto. Después de todo, nací en el país “de las mujeres más bellas” y desde niña estuve expuesta a la presión de ser “hermosa” incluso antes de comprender lo que eso podía significar. Desde que recuerde, sufrí la crítica de una sociedad obsesionada no sólo como luzco sino además, lo que eso puede significar para el éxito social e incluso, la percepción general sobre mi talento profesional o incluso, mi valor intelectual. En la Venezuela obsesionada con el superficial requisito estético de ser atractiva, el aspecto físico es una obligación antes que una simple opción entre tantas.

Cuando tenía nueve años, una de las maestras de la escuela en la que estudiaba le reclamó a mi madre lo que llamó “mi descuido personal”. Le señaló como “inaceptable” que me gustara llevar el cabello despeinado y que no pareciera preocupada por “llevar el uniforme como una niña de bien debe llevarlo.” Unos años después la conversación y sobre todo, sus implicaciones, continúan sorprendiéndome.
— Le dije que tenías nueve años y era una niña inquieta — me contó mi mamá en una ocasión — que era natural de vez en cuando tuvieras la ropa arrugada o el cabello alborotado. Y eso la enfureció aún más: me dijo que ser “bonita y pulcra” era un requisito que aseguraba el éxito en la vida. Que estaba criando a una mujer destinada al desastre.

Pienso en ese melodramático comentario mientras camino por un centro comercial de mi país. A pesar de la aguda crisis económica que padecemos, aún sobreviven algunas tiendas de ropa femenina y por supuesto, peluquerías. Tantas, que hay cuatro o cinco en cada uno de los pisos, repletas de clientes y sobre todo, con un aire de prosperidad que asombra en medio de una debacle social como la que atraviesa Venezuela. Pero este el país de las Misses, me recuerdo. El país que te enseña a llevar zapatos de tacón alto antes que a leer. El país donde las niñas saben cómo maquillarse los labios antes de abrir por primera vez un libro. Este es el país que te exige ser hermosa a la manera tropical, con una urgencia que ocasiones se parece mucho a una amenaza grosera y obsesiva. Un país que se comprende a sí mismo a través de lo insustancial.

Me imagino a la maestra anónima, tan preocupada porque las niñas a su cargo comprendieran bien pronto que en Venezuela, la belleza te abre puertas, te asegura un lugar bajo el sol, te hace parte de esa presunción sobre el éxito que en el país con más cabezas coronadas del continente, es tan imprescindibles. De mayor, apenas la recuerdo — tengo la vaga imagen de una mujer de rostro seco y duro, con el cabello bien cortado y maquillaje impecable — pero me inquieta el pensamiento de esa conciencia sobre el deber ser tan asimilada, tan dura y restrictiva como para considerarla una forma de educación. Una lección que debía ser aprendida muy pronto.

— Pero seguí acudiendo a la escuela sin peinarme — le digo a mi mamá — no recuerdo que me hayas obligado a que lo hiciera.

Mi mamá ríe a carcajadas. Es una mujer hermosa que envejece con soltura. Tiene una abundante melena rubia canosa, los ojos rodeados de arrugas diminutas y no disimula en absoluto, que algunas partes de su cuerpo empiezan a colgar un poco por efecto de la gravedad. Pero está satisfecha y cómoda con las sucesivas transformaciones de su cuerpo. Lo ha estado siempre y supongo, lo estará después.

— Sólo tenías nueve años ¿Para que hacerlo? — insiste — lo que ocurre es que el país no entiende bien eso.

Me hace sonreír recordar ese comentario. Las vitrinas del centro comercial donde me encuentro — las poquísimas que sobreviven a la debacle económica venezolana — están repletas de maniquíes que intentan reflejar el ideal de la belleza Venezolana. Mujeres de enormes pechos, cintura diminuta y traseros redondeados. Mujeres que llevan escotes de vértigo, minifaldas mínimas, zapatos de tacón de altura imposible. Me miro en el cristal y mi reflejo parece desdibujarse en esa figura espléndida, opulenta. Soy una mujer normal, con algunos kilos incómodos en la cintura y de baja estatura, de pecho pequeño y caderas amplias pero no voluptuosas. Una mujer que no encaja en esa visión irreal e inalcanzable que populariza esta Venezuela adolescente y machista. Es un pensamiento incómodo, irritante. Uno que te he tenido muchas veces.

Hará unos dos o tres meses, alguien me escribió un mensaje insultante en los comentarios de un artículo en el que debatía sobre la estética en Venezuela y se aseguró de dejar muy claro que “no tenía derecho a opinar”. Además, añadió un infantil “Cállate gorda” para resumir no sólo su punto de vista sino también, esa noción que en Venezuela, la belleza mide tu nivel de influencia, tu lugar cultural y algo tan brumoso e inexplicable como tu derecho a ser parte de una noción sobre lo femenino mucho más amplia. El anónimo interlocutor cerraba el mensaje con un directo “Esto es la realidad del país en que vives”.

Me acerco al cristal. Después le echo una mirada rápida a la tienda. La vendedora no levanta los ojos de la revista que lee sentada en un rincón. No soy su público, pienso. Sabe que no compraré nada. Y tiene razón, claro. En lugar de eso, me acerco al Maniquí en la vidriera: lleva un traje de tela barata, que apenas cubre sus curvas. En una ocasión, hubo un considerable escándalo público por esta nueva generación de muñecas de muestra más cercanas al objeto sexual que a cualquier otra cosa. Hubo reclamos, reflexiones sobre la forma como se comprende la belleza en Venezuela. Una cadena televisiva extranjera estudió el fenómeno y llegó a las pequeñas fábricas de molde, en uno de los pueblos satélite de Caracas. Lejos de los sofisticados centros comerciales, de los canales de televisión y de la insistente publicidad sobre el atractivo mujer criollo, se fabricaban las nuevas exponentes anónimas de la belleza corriente.

El documental analizaba el tema desde cierta distancia humorística, como si el fenómeno de la belleza que se exige fuera un dato excéntrico, caricaturesco. La cámara seguía al fabricante de maniquíes y enfocaba su rostro regordete y sudoroso mientras luchaba por encajar un torso femenino de plástico en una base de madera. El hombre sonreía cuando el periodista le preguntaba el motivo que opinaba sobre sus maniquíes y su exagerado aspecto físico.

— Todas las muchachas en Venezuela quieren ser así — respondía con toda naturalidad — todas las muchachas se ven de esa manera. Lo que hacemos es darle el gusto, pues.

Pienso en todas las veces en que me sentí atacada por esa imagen durante mi adolescencia. En lo que fue crecer mirándome al espejo con preocupación porque mis pechos eran pequeños o mi cintura, redondeada. Lo que fue asumir que había algo en mí que no estaba bien, que era desagradable. Que no era el tipo de mujer que mi país celebraba. Lo mucho que me lastimó en esa etapa frágil de mi adolescencia la insistencia por tener el aspecto físico que se supone debía tener. El cabello sedoso y largo, el rostro delgado y anguloso, los labios gruesos, la figura sensual. ¿Cómo enfrentas la idea que eres inadecuada? ¿Que algo va mal no sólo en cómo te ves sino incluso como te comprendes a ti misma?

Una de mis amigas del colegio, era muy delgada y menuda. Tenía un aspecto frágil y etéreo que también la apartaba por completo de cómo se supone debía lucir una mujer en Venezuela. En una ocasión, me dijo que estaba intentando comer todo lo que podía ayudarla a aumentar de peso “para ponerse buena”. Me habló de su estrafalaria dieta de grasas y dulces, de cómo se aseguraba de siempre llevar algo que comer en la mano. De las noches en que se levantaba de madrugada para darse un atracón de sobras el día que le provocaba cólicos. Me lo contó todo con una expresión de profunda seriedad, como si aquel plan demente para ganar peso fuera un reto necesario e imprescindible que cumplir.

— Pero te vas a enfermar — le dije. Se encogió de hombros.
 — Pero estaré bonita.

Por supuesto, aumentó de peso. Al principio unos cuantos kilos de más, después de otros tantos que le brindaron el aspecto provocativo y rellenito que buscaba. Para cuando culminamos el último año de la secundaria, el sobrepeso comenzaba a darle problemas. Pero ella insistió en mantener lo que llamaba “su figura ideal” a pesar de los primeros problemas de salud que comenzaba a sufrir por entonces.

— ¿Tu mamá que te dice a todas estas?
 — Es la que me prepara la comida.

En la siguiente tienda que visito, las maniquíes son imágenes de chicas ultra delgadas de pie en posturas lánguidas. Llevan ropas tan pequeñas que me sorprende que en realidad se traten de tallas reales. Pero lo son. Cuando me acerco a mirar, noto que la ropa más diminuta — la más cercana al ideal de belleza que impone la marca — tiene un costo astronómico. Recuerdo un fragmento del video de Tim Gunn, en el cual pondera sobre las medidas reales de la mujer estadounidense — e insiste que la talla promedio va de la 16 a la 18, lo que equivale a 116 centímetros de busto, 98 centímetros de cintura y 123.5 centímetros de cadera — y el hecho que ningún diseñador parece interesado en mujeres que tengan un aspecto real y concreto. Que para la mayoría, la ropa y sobre todo el símbolo de estatus en que puede convertirse, es parte de una noción sobre una perpetúa obligación que cumplir sobre el aspecto físico. La visión de la mujer objeto, la mujer consumible. Esa fantasía irrealizable que la mujer de consumo parece encarnar también.

La vendedora de la segunda tienda, tampoco me mira. Estoy a seis o siete tallas por encima de cualquier pieza de ropa que muestra la vitrina. Tampoco soy su público. Mira para otra parte, me dedica una sonrisa rápida, finge interesarse en un periódico abierto sobre el mostrador. No soy su cliente inmediata, me repito y ese pensamiento resulta extraño y perturbador. Incluso la ropa parece tener cierta jerarquía, una visión muy concreta de lo que puede ofrecer y lo que puedes exigir de una cultura que rinde culto a la belleza imposible. La idea me parece hostil pero también, con cierta lógica evidente. Somos un producto. O mejor dicho, una visión sobre lo que podemos ser comercializada y convertida en una variable útil y concreta.

Una vez leí que la la industria de la Moda estadounidense y Europea ignora de manera deliberada a las mujeres de talla extra grande, es decir, por encima de la talla dieciocho. No sólo se niega a confeccionar ropa bajo esos estándares, sino que además considera la mera idea una “distorsión de lo que la moda puede ser”. La industria latinoamericana — que por supuesto, es un reflejo de la del resto del planeta, una especie hermana menor exigua — hace algo semejante, bajo sus propios estándares. Crea ropa no sólo para el imaginario del caribe sino que además, esboza a la mujer como un objeto más propio de una fantasía sexual que a imagen real. En medio de eso, hay un peso estético que se lleva a todas partes. Que presiona desde cientos de direcciones. Que aplasta la identidad de la mujer de manera invisible.

No es un tema sencillo ni tampoco, uno que se debata en voz alta. Después de todo, la autoimagen y el hecho de la apariencia física lleva aparejado cierta emoción que resulta difícil de excluir del debate. Y sobre todo, hay algo mucho más duro de asimilar: Que cómo luces, es parte de un ideario al cual perteneces sin saberlo ni pedirlo, que es parte de ti aunque no lo admitas. Lo pienso cuando salgo de la segunda tienda de ropa, con una rara sensación de melancolía y preocupación. Pienso en las niñas que a diario se miran el espejo retorcido de las aspiraciones ajenas. Pienso en todas las mujeres que crecen convencidas que su cuerpo es un enemigo a vencer.

De pronto, siento una profunda tristeza inclasificable y pesarosa. Una rara sensación de angustia que no sé muy bien cómo definir.

***
Cuando era niña, quería ser como Anouk Aimée. En realidad quería ser como Susan Sontag, pero todavía, con diez años, no tenía una idea muy clara que era lo que hacia que aquella mujer extraordinaria, me resultara tan cautivadora. Había leído unas cuantas cosas suyas, no entendí ninguna, pero la tenía clara: quería saber usar las palabras como ella lo hacía. ¿Y en que consistía eso? Pues no lo sabía. Tendría que pasar algunos años para que comprendiera que Susan Sontag tenía la capacidad de crear mundos y pensamientos a través del lenguaje.

Pero con Anouk Aimée la cosa era más sencilla: quería ser tan bella como ella. A los diez años, era una niña flacucha, pecosa, dientona y con mucho cabello que lo más que deseaba era parecerse a esa mujer de belleza tan reposada, con sus grandes ojos tranquilos, su rostro exquisito y esa expresión de comprender el mundo de una manera que no podía ni empezar a entender como era. La miraba en sus películas — que no entendía — y me asombraba la sonrisa de aquella mujer, su belleza clásica, casi misteriosa. Por aquel tiempo, estaban de moda las rubias tetonas — siguen estándolo, claro — y me aterraba un poco comprender, ya desde tan niña, que jamás sería como esas beldades rubias y radiantes, con sus sonrisas perfectas y sus ojos azules. De manera que Aimée para mi, era perfecta. Se parecía a la idea de mi misma que podía construir en el futuro.

Tal vez crecer en el país de las “mujeres más bella” — o al menos, bajo ese mito — contribuyó a que desde muy pequeña, fuera muy consciente de mi imagen. Siempre me sentí un poco inadecuada, con mi cuerpo delgaducho y sin curvas — y más adelante, con unos cuantos kilos de más — o con mi cabello rizado, desordenado e incontrolable, que jamás obedeció por las buenas, la moda de las largas melenas sedosas. Con el correr de los años, la cosa se puso peor al crecer: En plena adolescencia irregular, con la piel grasosa, granitos de ocasión y ese asombro del cuerpo que cambia sin atenerse a otra cosa que a su impulso natural, me sumí en la soledad del distinto, en la confusión de quién no comprende su propia identidad física Mis autorretratos de esa época no tienen rostro. Resulta curioso que todas las fotografías, muestran la figura borrosa de una muchacha delgaducha que parece desaparecer entre las sombras, que apenas puede distinguirse entre objetos y su propia necesidad de esconderse. Y es esa imagen, oculta y temerosa la que mejor define esa sensación de aislamiento corporal de la adolescencia que viví, que me sumió en una tristeza muy joven. Y quizás, bastante ingenua.

No olvidaba a Aimée, por supuesto. Continuaba deseando ser como ella, pero nunca lo decía en voz alta. Ahora sí, proclamaba a los cuatro vientos que deseaba ser como Susan Sontag, con sus palabras duras y precisas, preciosas. Amaba que una mujer pudiera escribir de una manera tan brillante, con una inteligencia tan exquisita. Pero, la niña secreta que aún era yo, la que intentaba domar la melena rizada y se impacientaba porque los pantalones y vestidos de moda nunca le quedaban demasiado bien, continuaba mirando las fotografías de la bella Aimée con añoranza. ¿Sería así algo una vez? Me preguntaba casi con inocencia. ¿Y como era así? Probablemente ni yo sabía la respuesta entonces, confusa y ofuscada, atormentada por esa fealdad diminuta. Lo que sí sabía, era que deseaba sonreír como ella, sentirme en la perfecta libertad de mirar mi cuerpo sin vergüenza y comprender mi rostro como parte de una idea profundamente personal.
Fue por esa época dura, que descubrí una vieja tradición mágica que me cautivó. Obsesionada por comprender ( me ) más allá de esa inseguridad fastidiosa que parecía seguirme a todas partes, comencé a buscar un medio de expresar esa sensación de dolor de manera concreta. Lo busqué en la fotografía, y me decepcionó no encontrarlo. Lo busqué en los libros, pero las historias de doncellas medievales atrapadas en el fuego del amor no me dijeron gran cosa. Y de pronto, la respuesta pareció surgir de esas viejas costumbres que parecen estar siempre allí, sin que nadie las note hasta que se necesitan. Lo encontré escrito en uno de los cuadernos de notas de mi abuela: Existe una vieja costumbre dentro de varias tradiciones paganas, llamada el “manto expiatorio”, que consiste en detallar — quizás contar — mediante imágenes escritos y toda una variedad de objetos prendidos y cosidos a un pedazos de tela, el concepto que tenemos sobre nuestra vida y la perspectiva que tenemos acerca de nuestras experiencias más personales. Es una manera de mostrar — para asimilar, para construir, para brindarles un lugar en el mundo — las vivencias más importantes, las ideas más significativas que en conjunto representan nuestra identidad. Me fascinó la idea. Me la imaginé como una especie de enorme declaración de intenciones, una revisión a las claras y de la manera más evidente posible, de lo que hemos vivido y más importante aún, de quién somos. Según lo que escribió mi abuela, a veces bastan sólo uno o dos días para confeccionar esta idea concreta de nuestros pensamientos más privados, otras veces se necesitan varios meses. Pero resulta extraordinario detallar nuestra vida emocional e intelectual a través de una idea tan material. Tan nuestra.

De la misma manera que los lakotas pintaban imágenes en pellejos de animales para señalar los acontecimientos importantes en esos largos inviernos crudos. Y como lo hacían los Nahuatl, los mayas y los egipcios con sus códices para recordar momentos extraordinarios en la historia cotidiana, las mujeres tenemos nuestros mantos de batalla: el triunfo de nuestro valor personal sobre la superficialidad de un esquema de valor diocleciano.

De manera que me dediqué a confeccionar mi manto de expiación. Al principio, pareció sencillo, solo se trataba de coser en un trozo de tela, pequeños trozos de mis fotografías, las páginas favoritas de mis libros, quizá, algún recuerdo digno de formar parte de ese gran anecdotario con el que intentaba mirarme con mayor profundidad. Pero pronto descubrí que no lo era: Los dedos me temblaban cuando comencé a dar puntadas a mis fotografías, esas, las mudas, las de la mujer que se cubría el rostro con las manos, la que aparecía de espaldas, las que solo fotografiaba sus manos y pies. Fue doloroso y lloré de angustia, coser sobre la tela mi soledad, mi confusión, la sensación de miedo que en ocasiones me hacía sentir el pensamiento de no pertenecer a ningún lado. Varias veces lo deshice, puntada por puntada, porque simplemente consideré que no tenía aun un concepto claro sobre mi vida y sobre lo que deseaba hacer con ella. Lo abandoné una y otra vez, enfurecida, preguntándome porque tenía que mostrar el dolor para que fuera bien visible — y hasta vergonzoso -, que me impulsaba a llevar adelante aquel proceso sin otro sentido que el de mirarme de una manera dura, casi hostil. Pero siempre continuaba. Otra vez. Angustiada, con los labios apretados, cosiendo sobre la tela las lágrimas, las sonrisas escondidas, las pequeñas lecciones, las ideas enredarse unas con otras. Y algo ocurrió, en mitad de todos aquellos meses — que luego fueron años — de coser y descoser: Las fotografías en blanco y negro, mudas y pesarosas, se convirtieron en paisajes de color, en mi rostro abierto y franco. En paisajes coloridos de mi cuerpo y el mundo. Las palabras “esperanza”, “Fuerza”, “sonrisas” “creación” zigzaguean entre las imágenes casi infantiles. Las hojas de los libros, cada vez más ricas en palabras. Todas hermosas. Después, fueron las mías. Y siempre las fotografías: Rostros, siempre los rostros. El mio, el de cada persona que formó y forma parte de mi vida. Edificios brillando bajo la lluvia radiante de Caracas, esta ciudad niña que es mía en contraste con su montaña paciencia.. Y las palabras, siempre palabras, contando puntadas tras puntada, el renacimiento, el sentimiento, el deseo, el temor y la incertidumbre, la fuerza de mi espíritu, la esperanza en mi mente, la posibilidad entre mis dedos.

No me parezco a Anouk Aimée. Tampoco escribo como Susan Sontag. No he terminado mi manto de expiación, luego de casi dieciseis años de sonreír y llorar sobre su tela. Pero aún así, el milagro está hecho: Sonrío, por supuesto, mientras con gran torpeza, continuo cosiendo una fotografía a la tela de arpillera que sostiene mi manto de expiación. No sé que pensaré en el futuro, de esta manera de reseñar mi vidas. Lo que yo he aprendido hasta hoy, es que mi vida es el reflejo de toda esa luz y esa oscuridad que forma parte de mi manera de comprender el mundo, que se crea a sí misma a diario. Y es esa conciencia — de crear, construir, amar, soñar — lo que hace que cada experiencia que vivo, que vivo y de la que aprendo, sea de inestimable valor.

Una pequeña puntada en este gran manto de ideas que imagino para mi vida. Una forma de imaginar mi propia incertidumbre y valor.


A veces me miro al espejo y siento la incomodidad — el miedo, la tristeza — muy cercana a la superficie. Tanto como para conmoverme. Sigo de vez en cuando pellizcando la piel de la cintura, preocupada porque sobra en algunas partes. O palpo mis pechos o mis muslos, intentando reconciliar la idea de mi identidad con la mujer que veo al espejo. Y de pronto descubro que ya no resulta tan difícil hacerlo. Que hay una mirada compleja y personal en la forma en que comprendo y asumo mis imperfecciones, mis dolores y mis virtudes. Entonces sonrío, como la niña inquieta que fui, la adolescente incomoda que vino después y la mujer que intenta avanzar a pesar de los pequeños dolores en que me convertí. Un poder recién descubierto. Una nueva forma de libertad personal.

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