lunes, 14 de noviembre de 2016

El decálogo de la mal portada o diez peldaños hacia la fiesta privada.




He vivido sola desde los veintiún años de edad, lo que equivale a decir que lo he hecho durante casi la mitad de mi vida. En un país machista y sobre todo con graves problemas económicos como el mio, soy toda una rareza y también una excepción a esa regla tácita que una mujer sólo vive bajo sus propios medios una vez que contrae matrimonio. La experiencia me ha permitido no sólo asumir mi independencia como un valor elemental de mi madurez emocional, sino también de mi manera de ver el mundo. Más allá de eso, vivir sola ha sido una toma de conciencia sobre todo lo que significa en mi país y sobre todo en latinoamérica, pertenecer a esa minoría de mujeres que no pertenecen al estereotipo tradicional y que tampoco quieren pertenecer a él.


Porque además de vivir sola, también soy soltera y sin hijos. Y no quiero casarme o convertirme en madre a corto o mediano plazo. Probablemente tampoco a futuro. Tomé la decisión consciente y meditada de dedicar mis energías y buena parte de mi vida a mi trabajo, mi vocación como escritora y fotógrafa, lo cual en un país donde la mayoría aspira al matrimonio a-la-antigua y a una profesión “sustentable” es casi trágico. Pero de alguna manera, recorrer el lado menos transitado de la adultez me ha permitido analizar la naturaleza femenina en el continente donde vivo de una manera mucho más objetiva y sobre todo profunda. Porque la mujer latinoamericana siempre ha estado sometida a un esquema de valores muy preciso y directo, uno que parece definirla — a pesar de si misma — bajo un aspecto muy concreto que para la mayoría resulta asfixiante. Al menos, para mi lo es y también, para todas aquellas mujeres que se interpretan a sí mismas a través de sus aspiraciones y expectativas, antes que las imposiciones culturales heredadas y nunca bien asimiladas. Un aprendizaje constante — una lucha, en realidad — que crea una nueva perspectiva sobre la identidad femenina, sobre quien somos o al menos como queremos interpretarnos a futuro. Porque en algún punto, la mujer abandonó ese silencio abrumador de la losa histórica y decidió manifestarse como una idea, más que un planteamiento moral e incluso más allá del deber biológico. Un triunfo de esa nueva concepción de la mujer a pesar de sus roles y sobre todo, más allá de ellos.

¿Que puede enseñarte una batalla diaria tan privada? ¿Qué lecciones puede brindarte esa necesidad de construir algo totalmente nuevo con una idea que se impone desde la infancia? Porque la mujer aprende bien pronto lo que no debe hacer, pero muy pocas veces lo que puede hacer. Y sin embargo, el hacer, innovar, el pensar en ti misma — y en tu identidad — como algo más que el molde moral que se impone a diario, es quizás el gran logro de una generación que toma decisiones, que se analiza y reflexiona sobre si misma con un nueva percepción de la libertad. Una experiencia que ha brindado la oportunidad a toda una nueva generación de mujeres de elaborar un inédito concepto sobre si mismas, la realidad que las rodea, el peso histórico de su identidad e incluso acerca de ese elemento tan íntimo y profundo como es su propia personalidad.

Pienso con frecuencia en cómo resumir esas lecciones, ese constante cuestionamiento sobre que he aprendido con respecto a lo femenino y a mi misma durante década y media. Probablemente una buena manera de hacerlo sea la siguiente:

* A confiar en mi misma:
Puede parecer frase de autoayuda hasta que analizas la idea desde esa perspectiva de la mujer a quien siempre se le cuestionan sus decisiones. La sociedad latinoamericana es machista — no hay quien pueda dudar de eso a estas alturas — y a la mujer se le educa para dudar y cuestionarse constantemente sobre sus decisiones e interpretaciones de la realidad. Porque mientras al hombre se le educa para dirigir, a la mujer se le enseña a confiar su bienestar personal y emocional un “compañero”, o mejor dicho, a esa figura difusa que representa la seguridad y la tranquilidad que no puede aspirar por sus propios medios. ¿Te parece una idea exagerada? Piensa en todas las ocasiones en que debes defender tus decisiones de las dudas y preocupaciones de bien intencionados padres, parientes y amigos. Los mismos que apoyan sin reservas situaciones parecidas en hombres de tu misma edad y probablemente con tus mismas capacidades. En todas las veces en que te has encontrado preguntándote si tienes la suficiente fortaleza, inteligencia o cualquiera otro adjetivo que pueda definir tus habilidades intelectuales o físicas para llevar a cabo cualquiera de tus proyectos. O en cada ocasión que te has sentido poco apoyada, menospreciada o poco valorada en una decisión. Esa ligera noción de quizás no lograrlo, de temer decepcionar en lugar de tomar el riesgo es parte de ese largo legado cultural que obliga a la mujer a considerar que nunca posee lo suficiente — o lo necesario — para llevar a cabo sus proyectos y planes.

Viviendo sola aprendí la fundamental lección de confiar en mi misma antes que cualquier otra opinión o visión que pueda cuestionar mis razones y opiniones sobre temas y particularidades con respecto a mi punto de vista. A confiar a plenitud, a estar completamente convencida sobre mis razones y motivaciones antes de cuestionarme debido al coro de voces preocupadas ajenas. ¿Arrogante? No lo es tanto, cuando comprendes que de esa seguridad depende buena parte de tu perspectivas inmediatas, de tu sustento diario o cosas tan elementales como mirarme desde el otro extremo de esa “dura razonable femenina” que la cultura donde nací insiste debo tener. Estoy abierta a consejos, perspectivas y recomendaciones, pero mis convicciones siempre serán mucho más importantes que cualquiera de ellas.

2.- A valerme por mi misma:
A la mujer — sobre todo la latinoamericana — se le educa para contar con el apoyo amistoso y amable de su contraparte masculino. Llámasele padre, hermano, tío o futuro esposo, muchas mujeres latinoamericanas se considera así misma frágiles y además, necesitada de ese apoyo incontestable del hombro masculino. Vivir sola me permitió comprobar que esa idea social de la “mujer que necesita un hombre” es un tipo de condicionamiento muy preciso que terminé descartando por innecesario. Bien pronto comprobé que aunque agradezco el cariño y la consideración de cualquiera de mis parientes y amigos, no lo necesito de manera esencial en mi vida cotidiana. De hecho, necesitarlo habría supuesto un problema considerable, cuando vivir sola te deja muy en claro que hay una distancia apreciable entre la intención de ayudar y que realmente, te ayuden. Así que desde cosas tan sencillas como cambiar un bombillo o un interruptor de pared hasta mucho más complejas como balancear gastos domésticos y contratar ayuda profesional para problemas de diversos índole, aprender a valerme por mi misma me enseñó — y después, me recordó — que mis capacidades físicas e intelectuales no necesitan de muletilla moral alguna, lo cual resultó un alivio y sobre todo, una celebración de esa noción de lo femenino que celebro a diario.

3.- La diferencia se aprecia:
La cultura donde nací aprecia la semejanza, lo idéntico y la uniformidad. Lo cual me ha causado más de un conflicto emocional: siempre he sido la más joven y radical de todos los grupos a los que he pertenecido. Y eso me ha enseñado a valorar la diferencia en lugar de avergonzarme de ella. Un aprendizaje que me llevó años valorar, sobre todo en un país como el mismo con un afilado del ridículo y un temor constante a la opinión ajena, construyen un entorno hostil para todo aquel que toma la decisión de no transitar el camino más sencillo. Porque no es fácil, mirarte desde la periferia, asumir que perteneces a cierta franja marginal de opiniones, razones y criterios morales que siempre te recuerda que no hay un lugar concreto para ti en la cultura que te vio nacer. Y hablo de cosas tan sencillas, como llegar a cierta edad donde buena parte de tus parientes y amigas comienzan a contraer matrimonio, mientras continúas lidiando con dudas y conflictos mucho más abstractos y personales. Más de una vez, he tenido que admitir — y por años, me llevó cierto malestar hacerlo — que mi manera de ver el mundo no coincidía con el de mayoría de las mujeres que conozco. Finalmente comprendí que esa diferencia no implica otra cosa que asumir la existencia de múltiples opciones, algunas menos populares que otras, pero todas por completo válidas. Claro está que, esa madurez no llegó de inmediato y me llevó una década entera enfrentarme a esa sensación incómoda de no pertenecer a ninguna parte — a ningún lugar, ni sentirme representada por ninguna opinión — con cierta elegancia. Aún no lo logro (Con frecuencia continúa preocupándome esa sensación de no pertenecer a ninguna parte) pero me continúo esforzando por avanzar más allá de esa línea que hasta hace poco intentaba definir a la mujer bajo una única visión de si misma.

4.- A llamar las cosas por su nombre.
La mayoría de la gente que conozco se escandaliza cuando me escucha discutir en voz alta, usar groserías, enzarzarme en largas argumentaciones que no parecen llevar a ninguna parte. Y es que en el país donde vivo la mujer es una figura amable y semi etérea que parece formar parte de una idea modélica con la cual jamás me sentí cómoda y mucho menos identificada. En Venezuela, la mujer “decente” es una mezcla de buen carácter, consideración y algo más indefinible, una especie de fantasía cultural que la sitúa a mitad de camino entre la Santa y una mujer deseable pero sujeta a ciertas ideas sobre su sexualidad, identidad e incluso personalidad. De manera que considerarme directamente insoportable, irritante, respondona, preguntona contradice ese deber ser constante, esa idea insistente sobre la mujer como objeto de adoración masculina, de admiración cultural y socialmente agradable. Pero en realidad, no sólo no me considero agradable ni mucho menos amistosa, amable, un dechado de virtudes y muchísimo menos, la encarnación de esa brumosa de lo femenino que la cultura donde nací construye con todo cuidado. Y es que durante esta década aprendí el valor de hablar claro, ser directa y sobre todo, disfrutar de la libertad plena de comprenderme más allá de estereotipos, ideas esquemáticas y simples expectativas ajenas, difusas y culturales. Soy un individuo, no un rol que desempeñar. Soy una mujer, no un patrón de género que debo encarnar.

5.- Soy sexualmente competente:
La palabra competente pocas veces suele utilizarse en el plano erótico, pero yo lo hago con toda la convicción — y seguridad — que define, mejor que cualquiera otra, que tomo decisiones sobre con quien me voy a la cama — o a quien llevo a la mía — con total certeza, certeza y responsabilidad. Probablemente eso me catalogue como puta o algún otro término que pueda definir a una mujer que asume su sexualidad como una idea natural y sobre todo, libre y espontánea, pero hace un buen tiempo que decidí que mi sexo y sobre todo, la percepción que tengo sobre el placer y mi cuerpo, son índole por completo privado, a pesar de las opiniones culturales y sociales. Y sobre todo, a pesar de esa rígida connotación social que asume a la mujer como una mezcla de Santa asexuada y devota sensual de la pareja de turno. Una intricada combinación de factores que pueden aplastar a la mujer sobre su peso o peor aún, que la dejan con la incómoda sensación que su cuerpo — o las decisiones que toma sobre él — son parte de una complicada interpretación sobre si misma que pocas veces sabe de donde proviene o mejor dicho, como afrontar de la mejor manera.
Y es que la responsabilidad sexual de la mujer parece siempre estar en entredicho: desde muy niña se nos educa para estar muy consciente del largo de la falda, del peligro del deseo y sobre todo, de esa ambigua concepción sobre el sexo que no incluye — o eso parece sugerir la idea — el placer, el disfrute, la independencia, la toma de decisiones, la libertad de elegir. La sexualidad femenina parece construida a partir de una serie de percepciones más o menos abstractas sobre su cuerpo, lo que concibe como lujuria e incluso, esa noción de intimidad que la cultura resume y concluye como debilidad. El bello sexo, el sexo seductor, la tentación bíblica se resume a esa visión de la mujer para quien la sexualidad es un misterio, poco después un deber y por último una obligación.

De manera que vivir sola me ha permitido correr mis propios riesgos sexuales, asumir mi responsabilidad y algo tan básico — pero impensable para nuestra cultura — que el sexo es una opción personal. Una idea que me define antes que limitarme y sobre todo, me brinda un considerable poder al momento de mirarme como individualidad.


6.- De la manirrota al adulto responsable:
Hay un estereotipo muy extendido que muestra a la mujer como completamente inepta en lo tocante al dinero, administración personal y finanzas básicas. El mismo estereotipo — pero aún más extendido — insiste en que las mujeres no tienen al parecer la capacidad “natural” de mantener sus cuentas en orden y lo que parece ser muy preocupante, tienen una relación poco menos que desordenada y bastante absurda con el dinero. Un contrasentido en una cultura donde buena parte de los hogares dependen de la administración materna y más aún, de mujeres que deben afrontar sola la figura del sostén de hijos e parientes. No obstante, esa figura de la mujer “manirrota” persiste, se insiste, se consume con enorme facilidad.
Viviendo sola me demostré a mi misma que soy bastante capaz de administrar el dinero del cual dispongo de la mejor manera en que puedo. Además, aprendí — luego que buena parte de quienes conozco me insistieran en lo contrario — que soy lo suficientemente responsable como para equilibrar mis finanzas entre esa sensatez indispensable y mis caprichos personales. Y sobre todo, aprendí a confiar en mi manera de establecer prioridades y de comprender el valor del dinero. No obstante la presión social que no podría hacerlo o mejor dicho, que cualquiera de mis interpretaciones eran por completo equivocadas. Soy no sólo responsable sino además muy consciente de mi habilidad para sostenerme sobre mis propios pies.

7.- Soy quien soy, a pesar de todo:
Como comenté antes, tomé la decisión consciente de no casarme ni tampoco convertirme en madre. Eso, en un país que diviniza la imagen de la madre abnegada y compungida, es menos que un problema. Lo es al menos, para parientes preocupados, amigos insistentes y todo el que asume que tu decisión es algo semejante a una “etapa” malcriada que debes atravesar pero de la cual te recuperarás a no tardar. O esa era la opinión más popular durante mis tempranos veinte. Cuando comencé a acercarme a los treinta y finalmente los cumplí, la preocupación se tornó insistencia. Y poco después un pequeño melodrama social de la que no siempre he salido bien parada.

Pero finalmente, y sobre todo gracias a esa independencia intelectual y física que te brinda vivir sola y bajo mis propios medios, comprendí que esta bien tomar decisiones que no coincidan con el parecer popular y tradicional. Que esta bien debatir perspectivas y opciones. Que es saludable continuar insistiendo en tus ideas a pesar que buena parte de quienes conoces las juzguen preocupantes o en todo caso, se preocupen de las posibles consecuencias que puedan tener. Llámese osadía o simplemente, una manera de vivir, esa percepción del quien soy tan clara que adquirí a través de los años me permitió crecer y sobre todo, madurar sobre las bases que soy un individuo autónomo que se concibe bajo una perspectiva personalísima y que no necesita — o al menos ya no — la admiración y aceptación de la cultura de donde nació.

Una lista corta, desde luego. Pero que puede resumir ese cuidado entramado de ideas, percepciones y reflexiones que me ha dejado casi década y media de independencia intelectual, emocional y moral. Después de todo, suelo pensar cuando cierro la puerta de mi casa y me dejo caer a solas en medio de mi caos personal, todos somos consecuencias de nuestras decisiones y errores pero sobre todo, de nuestra capacidad para asumir que aprender es un largo camino enrevesado que finalmente conduce a un mismo lugar: la satisfacción de comprenderte a pesar del miedo.

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