miércoles, 9 de noviembre de 2016

La puerta abierta hacia el abismo: Unas cuantas reflexiones sobre la victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas.





Cuando voté por primera vez, tuve la inequívoca sensación de estar cambiando el rumbo y futuro de mi país. Lo hice contra Hugo Chávez Frías y su proyecto ambiguo, levemente engañoso y amparado bajo la emoción y el resentimiento latente de la sociedad venezolana. Recuerdo que me quedé de pie frente al tarjetón electoral, con una sensación casi ingenua de hacer historia, de enfrentarme a esa ráfaga de entusiasmo frenético que el incipiente chavismo despertaba. Me pregunté que ocurriría que pasaría después de expresar esa anónima y pequeña voluntad electoral. La mera posibilidad de ese abismo de décadas y transformaciones que me esperaba me produjo un escalofrío de algo muy parecido al miedo.

El recuerdo sigue nítido, a pesar de los casi veinte años que han transcurrido, de todos los dolores y terrores que los venezolanos hemos padecido debido a una crisis política que no ha hecho otra cosa que empeorar desde el día en que Hugo Chávez llegó al poder. Como sociedad, hemos atravesado una complicada y dura circunstancia a medio camino entre la ruptura histórica y algo mucho más primitivo: una mirada a la identidad esencial del Venezolano. Esa que no puede disimularse ni tampoco ocultarse. Una visión sobre el odio latente, el resentimiento social que pareció siempre encontrarse muy cerca de la superficie. Tanto como para convertirse en una fuerza política como la que es ahora mismo. Un reflejo de esa percepción del otro, la diferencia que nos separa basada en el odio y la intolerancia.

Pienso en todo lo anterior mientras veo la primera imagen del flamante presidente de los Estados Unidos, Donald Trump. El empresario convertido en el hombre más poderoso del planeta, aparece en cámara con un traje azul oscuro impecable, una corbata roja que imagino simboliza al partido político Republicano. Camina con paso seguro hacia el podio que le espera, en el cual se puede leer una pancarta bien visible: TrumPence. El juego de palabras sobre la palabra triunfo no es suficiente para describir el casi millón de votos que obtuvo por encima de Hillary Clinton, el arrollador respaldo que el candidato republicano consiguió y que conquistó ambas cámaras del congreso. De pronto, la derrota electoral demócrata tiene otro cariz. Uno más peligroso e inquietante: el fin de una era, de una forma de hacer las cosas. Un punto y aparte en la historia reciente de un país inocente que confía que el populismo no podrá erosionar sus bases constitucionales.

Trump comienza su improvisado discurso. Sonríe, sacude los brazos. Se le ufano, lleno de una vanidad pueril que conozco muy bien. La pantalla dividida muestra los rostros de sus partidarios, en éxtasis de gozo por el colosal golpe que recibió lo que el candidato triunfador llama “The establishment”. Siento unos extraños deseos de llorar. Me pregunto si se tratará de una emoción exagerada y pusilánime. O del conocimiento forzoso que obtuve luego de casi veinte años de discurso violento y excluyente. Me quedo sentada con una taza de café sin azúcar entre las manos, contemplando el rostro Trump sin verlo en realidad. Es imposible no encontrar de inmediato una similitud exacta con la historia reciente, agresiva y dura de mi país. Con esa arrogancia política que llevó a Venezuela al desastre. ¿Parece exagerado? Quizás lo es, me digo con cierta esperanza triste.

En diciembre de 1999 voté por primera vez contra la opción chavista. Y perdí. Recuerdo que llovía a cántaros y que luego del primer boletín que daba como triunfador la opción de la anunciada constituyente, pasé horas abrumada por una rara sensación de desconcierto y angustia sin nombre. En el estado Vargas, a unos cuantos kilómetros de Caracas, un monstruoso fenómeno climatológico estaba causando estragos. Los noticieros contaban sobre un deslave bíblico, una destrucción sin nombre que comenzaba a enlutar al país. Pero para Hugo Chávez, las prioridades eran otra: en su primera alocución luego del boletín que anunciaba el apoyo que su proyecto había recibido en urnas, sólo se felicitó por la “decisión del pueblo” y se anunció “que la nueva revolución estaba en puertas”. Como siempre, su sonrisa amplía, dura y ambigua me produjo escalofríos. Pero aún, la conciencia que la esbozaba mientras una considerable número de ciudadanos de su país sufrían una tragedia natural arrolladora. Pero para el animal político que era Chávez, eso no era tan importante. No lo era mientras saludaba y se subía a la ola de la popularidad inmediata, de los millones de seguidores que sacudían la mano — y enarbolaban el puño — para celebrar su victoria.

Cuando pude dormir, soñé que Venezuela (un mapa pequeño e infantil) se desplomaba hacia una oscuridad polvorienta y corriente, como un mal recuerdo. No podría decir que fue una pesadilla: fue una imagen lenta y quebradiza, que flotaba con lentitud en medio del silencio de mi sueño intranquilo. El mapa oscilaba de un lado a otro en un lento pendular en una oscuridad blanda. Y después desapareció, engullido por la oscuridad en silencio. Desperté con el corazón latiendo muy rápido, un miedo profundo que no se le pasó jamás.
En esta ocasión, desperté de un sueño inquieto para leer que Trump ganó las presidenciales norteamericanas. Y pienso en ese sueño. Solo que ahora, la imagen es la del mundo entero. Una esfera frágil que flota y desaparece entre las primeras sombras de la mañana y mi miedo. Ese que siempre está allí. Ese que jamás he podido consolar luego de casi veinte años de enfrentar un gobierno basado en el odio y en el resentimiento. Con una ingenuidad que por momentos me parece casi ignorante, me pregunto si la historia se repite con tanta exactitud, si el resentimiento siempre encontrará un lugar en alguna grieta ideológica a donde asirse. Un escalofrío me recorre, me deja paralizada mirando el rostro de Trump, el cartel que anuncia su triunfo. No sé cuál pueda ser la respuesta a eso.

Algo comenzó anoche. Y no es bueno, pienso. Algo de inconmensurable gravedad, de implicaciones invisibles que no comenzamos a digerir todo su peso. Algo cuyo rostro no tardo en reconocer otra vez. Sacudo la cabeza. El miedo se transforma en otra cosa. En amargura, tal vez.

***
El primer discurso de Hugo Chávez fue improvisado y lo dirigió a un grupo de entusiastas que le esperaban a las puertas del Cuartel San Carlos, en el cual había estado encarcelado por unos dos años. Llevaba un liqui liqui blanco y una sonrisa emocionada por el clamoroso apoyo popular que le brindaban puertas afuera de la cárcel. Levantó el puño, lo sacudió y anunció que “vendría la Revolución del pueblo”. Una cerrado aplauso siguió al anuncio.

La noticia apareció publicada en una noticia pequeña de un periódico de circulación nacional, perdida entre tantas otras, empequeñecida por otras tantas. Pero cuando me tropecé con ella, la leí con una sensación amarga que por entonces, no sabía como definir. Ya conocía los alcances de las ambiciones de Chávez: había vivido las dos golpista siendo aún una niña y tenía muy claro, que aquel personaje ambicioso y ambiguo, no tenía remilgos para obtener lo que deseaba al coste de lo que fuera. El pensamiento fue justo ese: Chávez hará lo que sea para llegar al poder. Miré la fotografía que acompañaba la nota: Alto y enjuto, rodeado de sus primeros seguidores. Todos le miraban con adoración. Me pregunté que podía significar eso.

Recordé esa imagen en los años sucesivos, en las interminables décadas de conflictos, dolores y el miedo claro, que nunca se va. Chávez se hizo cada vez más poderoso y notorio, se nutrió por adoración popular, se volvió un símbolo de masas. Un líder mesiánico. Y también se hizo más violento, agresivo, pendenciero. Un hombre que sonría a la vez que condenaba a la cárcel a una juez de la República, que amenazaba con “gas del bueno” a los manifestantes en su contra. Que insultaba con su voz atronadora a la incipiente y cada vez más preocupada disidencia. Se convirtió no sólo en la síntesis de todo lo que el Venezolano es, sino en todo lo que teme y paladea. En el instinto de preservación ladino y bellaco que por años, estaba oculto bajo la pátina de una supuesta e improbable bonanza económica. De pronto el odio, el de verdad, el que puede ocasionar las peores heridas en el rostro de la historia, tenía un entusiasta interlocutor.

Un día antes de finalizar la campaña presidencial, Trump dedicó dos horas y un poco más a insultar a los inmigrantes somalíes refugiados en su país. Lo hizo ante una audiencia multitudinaria y entusiasta que coreó sus consignas xenofóbicas. Lo hizo frente a las pantallas de televisión, que mostraron su rostro hinchado de mofletes inflados tenso por el odio. Lo miré y recordé con total nitidez al Chávez de sus primeros mítines electorales, eufórico y ofreciendo “freír cabezas en aceite” de sus adversarios. Recordé las multitudes que compraron ese discurso, esa imagen, esa venganza social y cultural. Y me pregunté que pensarían los miles de norteamericanos que de pronto, se entusiasmaron con el discurso de Trump. ¿Se alimentaban de esa furia resentida y vulgar que permitió a Chávez mantenerse en el poder por quince años? ¿Es la misma sustancia seductora del odio la que ofrece Trump? ¿A cuantos podría convencer? ¿Qué toca ese discurso elemental y primitivo de destrozar al distinto? ¿De arrasar con todo lo que vaya en contra de una cierta supremacía a ciegas?

Chávez era machista, misógino y racista. Y jamás lo disimuló. Y ganó elección tras elección dejando claro que gobernaba sólo para sus partidarios y de preferencia, los que encajaban en su imagen irreal y distorsionaba sobre lo que debía ser el Venezolano. Trump también ha dejado claro que lo hará: En más de ochenta discursos alrededor de la Unión, clamó en insultos y groserías contra las mujeres, las minorías, los extranjeros y los inmigrantes. Se burló de los planes sociales del Gobierno de Barack Obama. Dejó claro que el enemigo era la tolerancia. Chávez también lo hizo, cada vez que pudo. En todas las ocasiones en que necesito manipular a las masas embebidas de odio que le seguían hipnotizadas de un lugar a otro.
Trump es un Show Man. Un hombre de masas, un espectáculo público que no teme hacer el ridículo siempre que pueda obtener la atención pública. Su campaña electoral fue una colección de despropósitos, insultos y provocaciones. Pero siempre estuvo frente a las cámaras, jamás dejó de ser el objetivo de análisis y reflexiones partidistas y periodísticas. Y él lo sabía: utilizó el poder mediático para manipular por reacción, creó y fomentó un bando de “buenos americanos” que le defenderían de ataques de medios y de críticos. De pronto, era una lucha entre norteamericanos, no una elección presidencial.

Chávez hizo algo muy semejante: usó el clasismo, el resentimiento y la irresponsabilidad del gentilicio Venezolano para crear un arma política infalible. Llenó calles y avenidas con Venezolanos llenos de odio reivindicativos, Venezolanos convencidos de la culpa histórica, de la responsabilidad de un enemigo invisible en sus dolores y angustias. Chávez creó y mantuvo un ejército de seguidores que defendieron lo indefendible. Una masa ciega y llena de rencor que aún y a pesar de diez años de errores y dolores, continúa proclamando las glorias del líder muerto como propias.

Durante toda su campaña, Trump le habló a la pobreza. A las víctimas anónimas de la crisis económica, a los que necesitan una “mano dura”, a los que están convencidos que Obama, cargado de buenas intenciones y humanismo, fue una decepción histórica. Le habló a los que temen al poder, los que desconfían, los que están fuera de sistema. Le habló a los hombres blancos, a los fanáticos religiosos, a los supremacistas. A los que están convencidos que el gobierno de un hombre negro representó un retroceso en los ideales norteamericanos. Trump le habló a los machistas, a los padres ultra conservadores. A los hombres en granjas y cosechas que consideran a su mujer una presencia secundaria. Dejó claro que la opción era contravenir el cambio, la evolución cultural, el crecimiento histórico.

Chávez apeló a la baja autoestima venezolana, a su creciente culpa histórica, a su menosprecio por la diferencia. Le habló al Venezolano flojo, al que depende de las ayudas públicas y las considera su derecho, al Venezolano enamorado de la violencia izquierdista, al Venezolano convencido de la contracultura contra el poder hegemónico invisible y la mayoría de las veces abstracto. Chávez articuló el odio contra la diferencia como una forma de mensaje político y capitalizó el resentimiento como un arma política. Y lo hizo tan bien y de manera tan inteligente, que logró construir una plataforma electoral basada en el miedo y el enfrentamiento. No hubo un sólo día del gobierno de Hugo Chávez que no estuviera marcado por la violencia, la agresión y la estigmatización del otro.

A Chávez lo llevó al poder el descontento luego casi de cuarenta años de democracia bipartidista. Lo llevó el voto castigo, el odio de generaciones enteras sometidas a la pobreza y la discriminación. Lo llevó a la silla Presidencial la promesa de venganza — que no justicia — , de reivindicación, de lucha de clases. Lo mantuvo en el poder esa sed de ataque y desprestigio por el enemigo, esa noción del poder como herramienta directa del poder. El clientelismo y la demagogia como parte la estructura legal y económica. Un juego de espejos donde el resentimiento social reflejaba al ciudadano común mejor que cualquier cosa.

Trump triunfa gracias a la decepción de ocho años decepcionantes, luego que Obama anunciara una transformación apreciable en la forma de manejar el poder. Por el hecho de demostrar que se puede romper el bipartidismo tradicional gracias al voto. Pero también triunfa gracias al odio, el latente, el evidente, el que marca y estigmatiza. El odio por el inmigrante, el odio racial, la misofonía rampante, el miedo al progreso y a la Globalización. Trump logra la presidencia y lleva al primer mundo el discurso del odio.

Apago el televisor. En Venezuela, amanece. El cielo está teñido de rojo y carmesí, una colección de luz y sombra que me hace sentir incluso más desvalida y pesarosa. Y pienso en el mundo que acaba de nacer, en el capítulo de la historia que se abre en plena incertidumbre. En esta nueva etapa que se extiende hacia un futuro duro y quizás decadente. De nuevo siento miedo, claro. Como siempre. Como cada día desde que conocí los alcances del populismo. Desde que vivo sus consecuencias.

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