jueves, 16 de julio de 2015

La muñeca rota o la obsesión moderna por la belleza.





Hace unos días, tropecé casi por casualidad con la película Addicted to Love del director Griffin Dunne, que protagoniza una jovencísima y preciosa Meg Ryan. En el metraje, la otrora reina de las comedias románticas muestra un rostro exquisito de niña malcriada, en medio de un look pretendidamente decadente y actuando de la misma manera en que lo hizo por casi una década, a saber, como una torpe y adorable “Girl movie” de la que el protagonista masculino se enamorará. No obstante, esta Meg Ryan, con sus botas de motociclista y su clásico cabello corto despeinado, es un poco menos candorosa y núbil de lo que hasta entonces había sido su papel tradicional. Y es que su “Maggie” tiene el corazón roto y se ha vuelto cínica. Entre un dialogo flojo y un gang aburrido, planea una venganza apoteósica contra el patán francés que le rompió el corazón. Al final, por supuesto, terminará enamorándose de nuevo y volverá a sonreír, con su pequeña sonrisa de dientes pequeños y nariz fruncida. La niña buena ha regresado. Y no obstante, es la Meg amarga, que se planta frente a la cámara e insiste “que el amor es como sacarle gusanos de la oreja a un perro enfermo durante toda la noche” la que permanece en el recuerdo. La que continúa siendo símbolo de lo hipócrita y superficial que puede ser la imagen del amor que se vende en las películas en las que por tanto tiempo actuó. Una extrañísima contradicción — un juego de reflejos — que sorprende por su valor incidental.

Una idea en la que se ha insistido hasta la saciedad por supuesto, pero que ahora mismo, parece definir a la actriz mejor que cualquier otra cosa. Porque mientras veo la película, no puedo dejar de pensar en el último escándalo que protagoniza la actriz — ahora una mujer adulta de cincuenta y cuatro años — y que tiene relación con su radical transformación física, previa visita al cirujano estético. La actriz apareció recientemente en la semana de la Moda de París y asombró a la prensa y a los curiosos de ocasión, mostrando un rostro que no guarda el menor parecido con la apariencia de la niña divertida y encantadora que todos conservan de ella. Para sorpresa de la mayoría, esta nueva Meg tiene los ojos mucho más estrechos, las mejillas tirantes y los labios descoloridos. Y es evidente que se trata de un intento — otro de los tantos, en realidad, que ha hecho durante la última década — por mantenerse joven. Pero Meg no se ha limitado a refrescar las arrugas o a intentar mostrarse más lozana. La cirugía convirtió a Meg en otra mujer. Una por completo distinta, tan irreconocible que de inmediato, despertó las críticas de media humanidad con respecto a la obsesión Hollywoodense por la belleza y la juventud. Quién más, quién menos, no sólo se aterrorizó por el aspecto de la actriz, sino que se apresuró a sermonear sobre los “peligros de no envejecer con dignidad” y las consecuencias “de no aceptar la edad real”. Incluso hubo quien insistió que Meg — como antes lo hicieron con Renée Zellweger — estaban “ridiculizando” su imagen con respecto a la que había tenido y que había cautivado a una multitud de seguidores. ¡Devuelvanme a mi Meg! Leí a más de un fanático enfurecido, exigiendo con el puño alzando contra la actriz que había osado romper su fantasía favorita.

Toda una muestra de Hipocresía sin duda. Porque en realidad la obsesión por la belleza y la juventud no es sólo Hollywoodense, sino de ámbito mundial. Y no se trata de una obsesión ni mucho menos una idea brumosa, sino una comprensión sobre la identidad distorsionada y la mayoría de las veces, peligrosa. Porque no hablamos sólo de un Universo de luminarias obsesionadas con su aspecto físico, expuestas al consumo mundial y que forman parte de una pléyade de idealizaciones sobre lo que la mujer y el hombre puede ser, sino de algo mucho más grave. Hablamos de una sociedad consumista, que asume la belleza y la juventud como algo natural, eterno y sobre todo, inmutable. Que la exige, la asume obligatoria. Una cultura que juzga a través de estándares imposibles, que se analiza así misma través de un tipo de belleza que sólo existe para complacer. Una idea sobre lo deseable, lo estéticamente correcto y lo que asumimos real tan quebradiza como inexistente. Y sobre todo, peligrosa. Una obsesión con lo estéticamente estandarizado desborda esa recurrente impresión que sólo se trata de una tendencia, algo que “sólo sufren las actrices de Hollywoood”, una idea inofensiva por lejana. Y esa no podría ser un planteamiento más básico, simplista y falso.

Porque se admita o no, la obligación en la belleza está en todas partes. Y la hipocresía que la sostiene también. La sociedad te exige — no hay medias tintas en ese planteamiento — que seas joven y bella, pero critica cualquier intento por complacer esa noción vaga de lo que la juventud y lo hermoso puede ser. Ocurre a diario. Y no hay excepciones. Tal pareciera que esa visión sobre lo que la mujer — o el hombre, aquí no hay diferencia — puede o no ser, forma parte de una idea general que no termina de construirse pero que se insiste es real. Por tanto, se habla de la belleza “saludable”, de la “real”, de la “la mujer espléndida e ideal”, de la “cultura de la juventud” pero nadie parece muy tentado a analizarlo y mucho menos llegar a una conclusión del motivo y el origen de la exigencia. Se debe ser bello y joven, porque la sociedad no admite otra cosa.

En una ocasión, incluí una fotografía en mi Facebook donde no llevaba maquillaje, tampoco me había peinado y no intenté lograr mi mejor ángulo. Simplemente me miraba a la cámara, con un gesto más o menos sorprendido de primera hora matutina y sonreía como mejor podía. A los pocos segundos, recibí un comentario de alguien que me felicitaba por atreverme “a mostrarme sin Photoshop” y añadía “las mujeres deben mostrarse natural”.

Lo decía, alguien que había visto compartir las portadas de diferentes revistas con chicas de portada cuya imagen había sido evidentemente retocada por algún programa digital. Lo decía, un hombre que había dedicado un buen rato a burlarse de la fotografía de una mujer que llevaba un Bikini con una figura poco agraciada. Lo decía, un hombre que más de una vez había dejado claro que “La gorda en la casita, y la flaca en la playita”. Me desconcertó no sólo la contradicción, sino el hecho que no pareciera notarlo. Cuando se lo recordé, pareció sorprendido y sobre todo irritado. “Una mujer debe cuidar como se muestra. Una mujer debe verse natural pero bien” me insistió.

De manera que, la idea sobre la belleza no es sólo una constante versión sobre como deberías verte, sino como deberías también, comprenderte. Un pensamiento aterrorizante que parece limitar esa percepción sobre una identidad en base a algo tan general — y ambivalente — como resultar atractivo hacia alguien más. Resulta inquietante ese clima hostil contra la apariencia, esa exigencia frecuente e insistente sobre como debemos vernos, que incluye como se supone deberíamos ser.

Hace unas semanas, la Modelo Tyra Banks revolucionó las redes sociales al incluir en su Instagram una fotografía de lo que llamó su “yo real”. En la imagen, Tyra aparecía sin maquillaje ni tampoco retoque alguno, mirando con los ojos muy abiertos a su invisible audiencia. La respuesta fue inmediata: su casi dos millones de seguidores celebraron la ocurrencia y la felicitó por promover la belleza “cruda”. Lo que nadie comentó — quizás, a nadie le pareció especialmente importante hacerlo — es que Tyra es una mujer poderosa que maneja su imagen con enorme inteligencia y que en más de una ocasión se ha enfrentado a la industria del espectáculo con golpes de efectos semejantes. Que a pesar de ser criticaba por sus “kilos de más” (Unos años atrás un paparazzi captó una fotografía suya donde se apreciaba algunos rollitos de grasa alrededor de la cintura) siempre ha logrado contrarrestrar los ataques con todos los medios de los que dispone. Pero ¿Que ocurre con quienes no pueden hacerlo? ¿Con las chicas que padecen burlas y ataques por su peso? ¿Con las que deben ocultar su rostro con imperfecciones? ¿Con las que sufren ataques frecuentes, constantes y devastadores contra su aspecto físico? ¿Qué ocurre con las que no tienen el apoyo de una legión de fans que alabarán sus imperfecciones?

Más allá, ¿qué ocurre con las mujeres que dependen de su aspecto físico para vivir y cuyo talento parece no sobrevivir a un proceso tan simple como la vejez? ¿Qué ocurre cuando no eres Meryl Streep, como diría la magnífica Tina Fey y te encuentras que debes enfrentarte contra una industria machista, agresiva que no sólo te juzga por tu aspecto sino que te valora por tu capacidad para verte bien? Si extrapolamos esa idea al mundo de verdad, la reflexión es mucho más inquietante y dura. ¿Qué ocurre con las mujeres que deben enfrentar que ya no se les considere hermosas ni valiosas por el mero hecho de envejecer?

En mi país, sucede con frecuencia. Después de todo, a Venezuela se le considera el “país de las bellas”. Con su media docena de coronas en diferentes concursos de belleza, las mujeres Venezolanas son el epítome de la estética pre fabricada y para el consumo del continente latinoamericano. O esa es la percepción general, la exigencia cultural que te presiona desde todas direcciones. El mío es un país de obsesiones: con el aspecto físico, como la juventud, con la capacidad para seducir. Porque no sólo se trata que la mujer debe ser bella, sino también, objeto del deseo. Y más allá de eso, también una mujer graciosa, amable, deliciosa. Una mujer tentadora. ¿Qué ocurre con quienes no encajan en ninguna de esas cosas? ¿Qué ocurre con la mujer que no calza en el epítome de la gran obsesión de la Nación por la belleza? Una vez leí que Venezuela te enseña a ser hermosa pero no a ser valiosa, como si la belleza se lograra a costa de la autoestima. Más allá de eso, la Mujer Venezolana se contempla en el reflejo de lo que se le exige, de la imagen insistente de una mujer irreal. ¿Qué puede provocar una idea tan devastadora?

Y es que la idea de la Belleza — la forzosa, la insistente — parece multiplicarse en cientos de implicaciones en una cultura que canibaliza la autoestima. No sólo se trata de ese deber ser abstracto sobre como debemos vernos, sino el hecho que existe un ciclo que parece retroalimentarse con la crueldad que supone esa idea. Un ciclo que incluye a la juventud y belleza debida — que debes serlo porque necesitas serlo para encajar en la sociedad que te lo exige — sino en la burla si no logras alcanzar esa idealización insistente. Y el precio a pagar el alto: somos una cultura cruel, que se vanagloria de su dureza, que admite puede “destruir” a través de la crítica. Somos una cultura que critica y se burla de la autoestima tambaleantes de mujeres creadas a la medida de una exigencia que está en todas partes y que luego, se vanagloria de destruirlas por “envejecer”. Como si el paso del tiempo fuera cosa de pocos, sólo de lo que se muestran frente a la cámara, de los que deben parecer el ataque por permitirse la salvedad de mostrar una arruga o una cana. Lo peor es que criticamos y con enorme crudeza, la imagen de la mujer que decidió obedecer la idea general, que no tuvo otro remedio que admitir que debe luchar contra la imperfección como puede. La mujer que debió asumir debe ser perfecta para encajar en esa cultura que ahora, se mofa de ella. Reclamamos “naturalidad y envejecer con dignidad” mientras nos burlamos de las mujeres del mundo que sufren el ataque constante contra su apariencia.

Así que miro a Meg Ryan, con su rostro irreconocible y su amplia sonrisa sin humor que es casi una mueca, y siento una profunda angustia por ella. Un dolor intimo, desigual, por otra víctima de la cultura que la creó a partir de un ideal, la esculpió a su medida de lo que se le exigía y ahora se burla con saña de como resultó el experimento. Y es que como su Maggie en Adictted to Love, Meg parece desengañada, rota y quizás secretamente enfurecida. Cínica de mil batallas. Y quizás convencida, que la fama es como describió el amor en aquel viejo diálogo absurdo: “Un trastorno de dolor que deseamos, pero al final nos destruye como un gusano en la oreja”. Una imagen rota de una exigencia brutal. Una mirada dolorosa a esa sociedad que destroza por el mero hecho de exigir lo irreal.

C’est la vie.

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