jueves, 30 de julio de 2015

Del temor y otras historias sin nombre: ¿Quiénes somos más allá de la incertidumbre?




Últimamente, he pensado mucho sobre la muerte. No la muerte de alguien más, o en esa idea abstracta y poco desigual que todos tenemos sobre nuestra mortalidad, sino sobre MI muerte. Es un pensamiento extraño, mucho más nostálgico que aterrorizante y que de alguna manera, me ha brindado toda una nueva perspectiva sobre mi identidad. Porque asumir que morirás — como una idea inevitable más allá del fatalismo y el sentido trágico — reconstruye ciertas ideas en tu mente, te hace más consciente de tus limites físicos y de la indica capacidad de la mente humana para rebelarse a esa posibilidad. Porque morirás, pero ahora mismo estás vivo. O lo que es lo mismo, esa fragilidad hace que asumas el verdadero poder de tu identidad o tu capacidad para comprenderte.

Porque la muerte existe, la muerte está en todas partes. Y no se trata de un pensamiento pesimista, sino de una percepción sobre la fugaz existencia del hombre. Mi abuela solía decir que el mundo contemporáneo había intentado por todos los medios ocultar la muerte, disimularla bajo una percepción de inmortalidad artificial que muy poca gente advertía, pero que sin duda, asumía como real. La muerte, como una imagen en una pantalla de televisión. La muerte, como una imagen idílica. Pero en realidad, sólo había logrado trazar una línea muy dura y evidente entre esa noción sobre lo inevitable y cierta inocencia secular que parecía dotar a la muerte de cierto romanticismo. Un pensamiento que a mi abuela le parecía escalofriante.

— Pasas la vida convencido que no morirás, que siempre serás joven y esbelto, que jamás enfermarás y de pronto…ocurre. Te debilitas, encuentras que en realidad eres tan vulnerable como cualquier otra persona. Y entonces la muerte se te hace real, evidente. Una idea de la que no puedes escapar.

Mi abuela me dijo eso a los catorce años, cuando casi nadie piensa en la muerte y la imagina como una idea tan lejana que resulta inabarcable. Que le ocurre a alguien más. Que quizás — en esas posibilidades difusas y sin sentido de la adolescencia — no te llegue a ocurrir nunca. Recuerdo haberme sentido profundamente incómoda por la reflexión, como si mi abuela hubiera pronunciado una palabra desagradable o expresado en voz alta un pensamiento directamente repulsivo.

— Pero la muerte no es algo de todos los días — repliqué, con las manos húmedas por un sudor nervioso — ocurre cuando ya eres muy viejo e incluso, cuando eres… — Ocurre cuando estás vivo — me interrumpió mi abuela — no se necesita otra cosa que estar vivo para morir. Y eso es lo que esta época tan inocente y tan crédula, oculta.

No me gustó ese pensamiento. ¿A quién podría gustarle? No solamente no me gustó, me apabulló tanto como puede hacerlo una idea nueva que no logras encajar en ningún lugar. Me apresuré a pensar en todo tipo de posibilidades fantásticas y consoladoras: que la muerte le ocurría a gente muy enferma, a la muy vieja, a la que no quería vivir. Eran pensamiento de enorme inocencia, que analizados a la distancia sorprenden por su llaneza. Pero es que para alguien tan joven, la muerte no es solamente la culminación de la vida sino la contradicción a todo lo que cree y supone real. ¿Qué es la muerte para alguien tan joven que el mundo puede sorprenderle? ¿Qué es la mortalidad y la vulnerabilidad física para quien asume que la salud y la fortaleza son naturales y además, irremediables? No es fácil digerir de pronto, que esa sensación física de plenitud y confusión de la juventud puede transformarse en algo más, que sin duda lo hará. Que con el transcurrir de los años, tu cuerpo responderá a un ciclo interminable del que nadie escapa ni tampoco es ajeno. De una visión sobre tu identidad y quien eres, que avanza hacia algo tan duro como insoportable. Porque la muerte es real en la medida que asumes es parte de lo que vives. Porque la muerte es real cuando descubres que está allí, a la periferia. Aunque no lo notes ni tampoco lo pienses con frecuencia. Que es parte de cada paso, cada idea, cada perspectiva. Que forma parte de las posibilidades que atraviesas y ponderas a diario.

Pero como dije, es difícil que una joven de catorce años asuma algo semejante, de manera que no lo comprendí. No quise hacerlo, de hecho. Así de malcriado e irracional como suena. Me negué a seguir conversando sobre el tema con mi abuela y le dejé claro que la muerte, como idea me importaba bien poco. Mucho menos, como realidad física. Ella me dedicó una larga mirada triste y un poco nostálgica.

— Sólo te recomiendo pensarlo de vez en cuando — insistió — no siempre, no por todos los motivos. Pero tener en cuenta que puedes morir, te permite apreciar mejor la vida.

Quizás mi abuela equivocó la formula y el método. O la oportunidad no era la propicia, pero me provocó justamente el efecto contrario a su consejo bien intencionado. El caso es que me rebelé como pude contra ese pensamiento y de pronto, me obsesioné no con la posibilidad de morir, sino con la idea de la muerte, ese paisaje amplio y brumoso que ha atormentado a la humanidad por centurias. Recuerdo que abrumada por esa conversación, decidí que necesitaba saber sobre la muerte para no tener que preocuparme por ella. Una especie de juego de espejos donde se reflejaba, a destiempos y casi por accidente, mi miedo. Esa sensación nítida y recién descubierta de vulnerabilidad que no comprendía muy bien.

Tal vez por ese motivo, me obsesioné con los vampiros. O mejor dicho, con la idea de la inmortalidad, que no es la misma cosa ni se percibe de la misma manera. Recuerdo que comencé a leer todo el material que logré encontrar sobre el tema, pero sin que me fascinara la figura del vampiro como tal — esa encarnación de la maldad absoluta y mística tan cercana a la leyenda — sino de su realidad física. ¿Había inmortales en la tierra? ¿Era posible tal cosa? Me dediqué con ese ahínco de los desesperados, a analizar los cuentos y leyendas folclóricos y encontré que durante largos siglos, la misma idea había obsesionado a filósofos y grandes pensadores por los mismos motivos que a mi. Para empezar, encontré que la noción sobre la inmortalidad relacionada con el vampiro, tenía mucha relación con cierta idea de belleza y sobre todo, supervivencia de la conciencia. Del quienes somos. Desde Egipto (con sus fastuosos rituales funerarios) hasta Roma (que con toda la practicidad del Imperio había asumido que la muerte no era otra cosa que una idea inabarcable) la eternidad — su posibilidad — se transformó no sólo en una aspiración de poder sino en una reflexión sobre la Grandeza. Porque la inmortalidad era el atributo de lo Divino, de lo extraordinario. Premio y consuelo de grandes hazañas, ideas trascendentales que las culturas antiguas analizaron desde lo simple, lo incompleto, lo dolorosamente humano.

Esa era una visión muy juvenil sobre la muerte y la inmortalidad, pensé más de una vez, desalentada y preocupada. No encontré en las antiguas historias sobre vampiros — con sus campesinos mugrientos tropezando en cementerios destartalados — ni en las Grandes y extraordinarias historias de la época victoriana sobre el bebedor de sangre, otra cosa que una sensación de fatalidad. La criatura que nace de la sangre, del dolor y que emerge de la muerte torpe y disminuida. La que avanza, con las manos extendidas, para atrapar a una víctima. ¿Quién quería ser inmortal de esa manera? ¿Quién quería sobrevivir a la muerte para olvidar la vida?

Con Frankenstein de Mary Shelley, me ocurrió algo parecido. Leí el libro, asombrada por esa visión tan fresca e inocente sobre el riesgo moral y de nuevo, me tropecé con un tipo de inmortalidad inquietante, a medias. El monstruo del doctor Victor Frankenstein había sobrevivido a la muerte, pero no a la destrucción, a la idea desconcertante de contravenir la naturaleza a través de un mero deseo de destrucción. Porque el monstruo — con su ignota sensibilidad y desesperado amor a la vida — era la antitésis del vampiro sediento de sangre que solo vivía para matar. El Monstruo de Frankenstein deseaba desesperadamente ser comprendido, mostrar su bondad y su profunda sensibilidad, pero el mundo irracional y hostil no se lo permitía. Una idea romántica donde las haya que parecía enfrentarse directamente contra la noción de la supervivencia de la muerte como la búsqueda de significado. Aún peor, el monstruo de Frankenstein — y para ser justos, también el Drácula de Stoker — estaban desesperadamente solos y aspiraban a la suprema comunión con alguien que pudiera comprender los pesares de la inmortalidad. Pero por supuesto, no llegaban a encontrarlo: Drácula debía conformarse con deambular a solas por la eternidad -en la feliz compañía de tres anodinas y voluptuosas vampiresas — y Frankenstein a exiliarse, huyendo del monstruo humano. Todo muy bello y dolorosamente desgarrador pero como otras tantas, otra fantasía muy humana sobre el dolor y la angustia existencialista. Pero por supuesto, sin ningún tipo de asidero en el mundo real.

Tal vez por ese motivo — y herida por el desengaño — , comencé a obsesionarme con visiones mucho más racionales — y durísimas — sobre la vida y la muerte, lo sagrado y lo divino. Intenté encontrar sentido en las reflexiones densas y complejísimas de Baruch Spinoza sobre Dios (que no sólo me sobrepasaron sino que me dejaron una rarísima sensación de confusión) sino que también, comencé a ponderar cuando entendemos de la muerte en realidad, que tanto asumimos es real esa noción del fin de la existencia. Por entonces tenía unos veintitantos años y de la desesperación infantil, había pasado a algo más amargo duro. Comprender que moriría, antes o después, pero ocurriría.

No es fácil asumir algo así. Sobre todo, cuando todo a tu alrededor, la cultura sólo te muestra la muerte como algo lejano y distante, que apenas forma parte de lo que consideras real. No obstante, ya no lo era tanto: Mi abuela había muerto hacía unos cuantos años ya y su desaparición física, más que cualquier otra cosa, había sacudido por completo esa noción sobre la fragilidad y la mortalidad que por tanto tiempo, había tratado de ignorar. Resultó desgarrador que justamente su muerte — siendo ella quien por primera vez me había mostrado la idea — la que de alguna forma se convirtiera en símbolo de lo que había después de la muerte. Recuerdo con nitidez la sensación de asombro y horror que me produjo el pensamiento que había muerto y sobre todo, lo que podía — o no- ocurrir después. Porque a pesar de cualquier creencia, convicción o esperanza, la realidad de la muerte física resulta tan contundente que no admite aseveración en contra. La muerte está, la muerte es, la muerte es irrevocable. Y ese pensamiento resulta tan doloroso y desgarrador como el hecho de aceptar que te sucederá antes o después.

Recuerdo que esa sensación me atormentó tanto como para causarme un real trastorno físico. Dejé de comer y sentí que la natural tristeza por la muerte de mi abuela, se transformaba en algo más. En una sensación perenne de encontrarme al borde del desastre. Había pasado del terror simple a la muerte a algo más complejo y complicado de aceptar: el hecho que la muerte era un pensamiento incontrolable. La muerte como una idea que planeaba sobre cualquier otra, que se abría espacio entre lo que tenemos y sobre todo, asumimos como la realidad. ¿Cómo se enfrenta cualquiera a esa completa desesperanza? ¿Cómo asumes esa posibilidad como real?

No se trataba además, de una idea que pudiera debatir con alguien más. Todos a mi alrededor estaban muy preocupados por como yo lo había hecho, disimular la existencia de la muerte. Recuerdo que en el Libro “Cementerio de animales”, Stephen King describe la actitud moderna sobre la muerte como “una gran morisqueta sin humor” y transcurrido algunos meses sobre la muerte de mi abuela, comencé a pensar era cierto. No sólo todos huimos de ella — como yo lo había hecho — sino que además, la interpretamos a conveniencia. Después de todo, la muerte es algo que le ocurre a alguien más, que la padece alguien más, que la enfrenta alguien más. Nunca uno mismo.

Probablemente por ese motivo, las reflexiones de Carl Jung sobre la muerte me consolaron como ninguna otra cosa lo había hecho hasta entonces. No sólo porque el psiquiatra parecía comprender el miedo que la muerte puede provocar, sino porque además, la miraba desde un punto de vista que me resultó por completo nuevo.

Para empezar, Jung hablaba sobre un tema al que poca gente le otorgaba sentido: la conciencia. Para el psiquiatra el “Yo” de la personalidad no era una mera idea basada en reacciones cerebrales, sino algo más complicado y relacionado con una identidad concreta que brindaba sentido al “ser”. De hecho, en varias entrevistas, el psiquiatra insistía en que asumir su propia consciencia sobre el hecho de existir, había sido un paso trascendental para comprender el mundo. Con una simplicidad que me desconcertó, en más de una entrevista, Jung aseguraba que la frase más importante de su vida era “yo soy, yo sé que soy”, lo que equivalía a aceptar que la razón humana era algo más que simples recombinaciones de la química cerebral. A partir de allí, su percepción sobre la muerte era por completo nueva.

Según el psiquiatra “Hay partes de la psique que no están limitadas al tiempo y al espacio”, lo que hace que cualquier idea sobre limites, extensión o supervivencia de la muerte, está condicionada a la manera como ese yo superlativo o creativo, se manifiesta. Además para Jung, lo realmente incomprensible de la vida no es la posibilidad de morir, sino el hecho que esa noción — aún no resulta — pueda interponerse o distorsionar lo que creemos sobre lo que la vida puede ser. En otras palabras, esa búsqueda sobre el hecho de concebir a la muerte como una idea, hace que también intentemos hacer lo mismo con el hecho de la existencia, lo cual para el psiquiatra es poco menos que absurdo. “La vida no es una definición por si misma” llegó a decir “sino, una comprensión de lo que puede llegar a ser y su significado”.

Esa idea me sacudió. No sólo porque parecía otorgar sentido a la vida como concepto — y forma de expresión — sino que además, me brindaba las ideas esenciales para soportar la idea caótica de la muerte. De hecho, llegué a la conclusión que había pasado una buena parte de mi vida luchando contra esa idea de la muerte a través del significado, sin saberlo. Gracias a mi necesidad de expresarme, de escribir, de leer, de fotografiar, de soñar, de siempre buscar respuestas a mis preguntas incesantes, a mi curiosidad elemental, había descubierto que la vida podía ser algo más que un conjunto de ideas aparejadas con dificultad sobre lo inevitable de la muerte y si algo mucho más duro y bello: una construcción de la memoria. ¿Era suficiente para soportar el miedo a la muerte? ¿Era suficiente consuelo para continuar?

Resultó que para mi, sí lo era. Cuando un hombre me apuntó a la cara con un arma y estuvo a punto de disparar, me abrumó la idea de la muerte pero me consoló poder expresar en ideas e imágenes ese dolor insoportable, esa posibilidad cierta de perder mi identidad al morir. Me refugié en la escritura, en la lectura, en la escritura, cada vez que la desesperación pareció a punto de abrumarme, de destruirme. Una y otra vez, fue el arte, la conciencia creativa, lo que permitió avanzar a pesar de todo. Lo que me permitió recuperar a medias la esperanzas. Construir una idea que pudiera ser más grande que mi misma, abarcar ese abismo de la muerte a través de algo tan profundo como doloroso: mi propia capacidad para asumir mi existencia. y otorgarle un significado real.

Hablé sobre eso con mi amigo G. unas semanas antes de su muerte. Lo hice, sosteniendo su mano, horrorizada por su fragilidad física y muy consciente de como la enfermedad que padecía estaba a punto de vencerle. No le hablé sobre Cielos ni tampoco esperanzas sagradas, sino sobre esa noción que nacemos y existimos por una razón y por motivo. Gabriel me escuchó, con el rostro convertido en una colección de ángulos, los labios rotos por la fiebre. Me escuchó a pesar de su miedo — que era evidente y profundo — y sobre todo, de su profunda incredulidad. De esa aceptación a ciegas de un final incomprensible.

— Entonces, según el viejo Jung, la muerte es un paso de conciencia — se mofó. Aún tenía fuerzas para el sentido del humor. Y me gustó comprobarlo — como si fuéramos una idea. — ¿No lo somos? — Somos criaturas vivas, simples. Y esa simplicidad también es la muerte. — ¿Cómo lo sabes? — ¿Por qué lo dudas? — Porque ni tu ni yo tenemos la certeza de nada. — De manera que sólo nos queda el significado.

Me dedicó una sonrisa cansada y dura. Pero cuando finalmente me despedí de él — la última de todas las despedidas, pensé con un escalofrío de horror — me dio un abrazo blando, amable. La desesperación continuaba allí, pero también, esa sensación absurda y un poco caótica de hacerse preguntas, de replantearse el absoluto. Lo besé en la frente, me apreté contra él y pensé en todas las cosas que tenían significado en su vida y en la mía. En el hecho que ambos estábamos vivos en aquel momento, a pesar de todo. Que a pesar del horror, ambos aún éramos hijos de la misma agua y del mismo sol.

— Nos vemos por allí — dijo entonces. Contuve las lágrimas. Pensé en el significado de las cosas. Me obligué a sonreír. — Ya sabes donde encontrarme.



A veces pienso en esa conversación mientras miro el cielo nocturno. Sobre todo ahora que llegué a la mitad de mi tercera década de vida y comienzo a tener una conciencia muy clara de mi cuerpo, de mi vulnerabilidad, de la muerte cercana. Y es entonces, cuando el asombro del cielo cuajado de estrellas me supera, me consuela, me abstrae, me regala la posibilidad de creer. A pesar de la conciencia. A pesar de la posibilidad cierta de morir.

¿Eso es suficiente? Me pregunto entonces, con la respiración agitada, los ojos llenos de lágrimas. Supongo que no lo es. Pero en realidad se trata de una idea que se sostiene en mi consciencia. De mi posibilidad de crear. Del significado que intento encontrar en cada elemento que vive en mi mente.

C’est la vie.

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