miércoles, 1 de julio de 2015

Fragmentos de historia y otras viejas lecciones que me llevó esfuerzo aprender.




Mi abuelo fue socialista cuando era muy joven. Lo decía con orgullo y también con cierta añoranza. Lo había sido cuando era todavía un muchacho, en sus islas Canarias nativas. Por entonces y en un pueblo a mitad de la nada, ser “socialista” era la rebelión. La manera más inmediata de enfrentarte a los padres, al cura del pueblo y al alcalde gordo y somnoliento. Así que mi abuelo decidió que lo sería, aunque no tenía mucha idea de qué podía significar eso.

Lo supo al llegar a Madrid, casi con dieciséis años. Ya andaba errabundo por el mundo y la ciudad, fue la primera parada de muchas hacia América. Allí, que conoció a otros muchachos tan “rebeldes” como él, que tenían mejor idea sobre lo que era ser socialista — comunista por entonces — y le explicaron lo mejor que pudieron, las ventajas de “enfrentarse a la burguesía y a la aristocracia”. Mi abuelo escuchó todo y pensó que sonaba justo, que sonaba bueno. Pero también, con esa lógica de hombre de campo, se preguntó si algo semejante como un mundo donde no había diferencias y la igualdad se asumía como ideal, era posible. No lo pensó de esa manera, claro está. Mi abuelo era un muchacho campesino, que había dejado la escuela para “recorrer mundo”. Pero sí, tuvo claro que lo que el Socialismo — así, en general — ofrecía, carecía de sentido, de sustancia y quizás hasta de realismo. Lo analizó desde la perspectiva del pragmático, del que debe trabajar a diario, del que se queda dormido de puro cansancio. Del que tiene las manos llenas de callos porque trabaja todos los días. Y decidió que aunque todo sonaba muy bonito era irrealizable. Esa palabra si la utilizó, me contó después, la había aprendido en un periódico y sabía que en esa frase — la idea de una utopía — calzaba mejor que en cualquier otra parte.

Para entonces era casi un hombre y las rebeliones, significaban otra cosa. No todo era tan sencillo como levantar el puño y proclamar la revolución, mientras necesitas comer para vivir y vivir para trabajar. Una vez, mi abuelo me contó que el gran desengaño del socialismo vino cuando quiso aprender un poco más sobre el tema. Le contó a los muchachos que frecuentaba en Madrid que quería aprender lo que era realmente el Comunismo, que era esencia esa nueva idea sobre el mundo que seguía sin entender con claridad. Pero los muchachos, dos estudiantes y otro campesino como él, le explicaron que para eso, había que hablar con los “grandes”, con los “profesores”, con los “que sabían más que cualquiera”. Mi abuelo se desilusionó. Se preguntó cómo una doctrina sobre los pobres no podía ser explicada desde la sencillez. Como era que nadie deseaba que el conocimiento fuera de todos y no de unos pocos. Uno de los amigos, el que también era campesino, comprendió su desengaño.

— Genatio, debe ser que el conocimiento no es para todos — me cuenta mi abuelo que le dijo, ambos caminando por las calles espléndidas de una Madrid inolvidable. Mi abuelo recordaría para toda la vida el primer pensamiento que le vino a la cabeza luego de escuchar esa frase. — ¿Y el trabajo no lo es? — le preguntó. Tal y como lo había pensado, con la llana franqueza de un hombre criado bajo el sol metálico de los mediodías, que había conocido el hambre y el frío en su vieja casa de la Isla. El amigo de mi abuelo se encogió de hombros y no supo que responder.

Los amigos solían hablarle de “irse a la lucha”. De tomar las armas y enfrentarse a los ricos. De saquear casas, de demostrar el poder del pueblo. A mi abuelo, llano y sencillo, le horrorizaba la idea. Le preocupaba la posibilidad de lo que se impone por la vía de la sangre. Pero para los amigos de mi abuelo no había otra forma.

— En Rusia tuvieron que salir de las lacras que le gobernaban a balazos y ahora, el gobierno del pueblo es para todos. Nadie se queda por fuera — se ufano uno de los estudiantes. Mi abuelo se asombro. — ¿Ahora todos son ricos? — No, ahora los ricos también son pobres — comentó el amigo y soltó una carcajada. Solo él, rió.

Finalmente, mi abuelo viajó hasta América. Fue un viaje largo, durísimo, donde estuvo a punto de morir dos veces cuando el barco en que iba, soportó a duras penas una tormenta bíblica. Pero llegó a la Guaira, con su maleta de cuero remendado, dos bultos de ropa y mucha esperanza. Europa y sus complejidades habían quedado atrás y el futuro era esta tierra nueva, bendita, radiante. Siempre recordaría esa primera mirada a Venezuela, con el mar caribe bañado en luz y el cielo tan azul que dolía. Muchos años después, ya un anciano, me contaría que ese primer día en Venezuela supo que se había enamorado de aquel país joven, donde las casas se levantaban con las manos, los capataces caminaban por la ciudad con pistolas en las caderas y todo parecía tan recién nacido como él.

— No se me ocurrió otra cosa que querer a este país — me dijo. Y lo hizo con su sonrisa de viejo, todo dientes disparejos y bigotes blancos. Con catorce años, me asombró esa pasión. Ese asombro. Esa inocencia.

Mi abuelo comenzó a trabajar apenas llegó a Venezuela. A lomo partido, en jornadas extenuantes e inhumanas que en ocasiones, llegó a temer. Se enfermó de fiebre amarilla, se recuperó. Creció, engordó. Se hizo un hombre macizo y alto, de ojos azules y mirada inocente. Trabajaba en lo que podía, siempre que podía. Fue herrero, atendió una quincalla, aprendió el oficio de boticario y para cuando conoció a mi abuela — una muchacha “bien” que se sorprendió que aquel español que no había perdido el acento la siguiera a todas partes, embelesado — ya comenzaba ahorrar para levantar su propio negocio, una ferretería pequeña que terminaría de construir justo cuando se casó con la muchacha bien y los hijos comenzaron a llegar. Para entonces, los tiempos de rebelión habían quedado tan atrás que apenas lo recordaba, como si el muchacho torpe que había caminado por las calles de Madrid fuera otra persona, un extraño que le costaba reconocer. Pero seguía siendo el mismo, después de todo. Curioso, inteligente, dedicado al esfuerzo y al trabajo. Agradecido de aquella nueva vida, de poder construir su futuro con sus propias manos.

En la casa de los abuelos, había un enorme fotografía del Teide. Una preciosa imagen sin autor que estuvo colgada en el comedor por casi treinta años. La primera vez que la vi, la señalé con el dedo y le pregunté a mi abuelo si era un fotografía del cielo, con ese azul tan brillante rodeando la meseta verde. Mi abuelo soltó una carcajada, me sentó en sus rodillas y sacudió la cabeza.

— No, pero casi — me dijo en esa oportunidad. Siempre me respondería lo mismo.

Me gustaba escucharlo contar las historias sobre la tierra perdida, la España a la que nunca iba a regresar. Conservó su acento, también las costumbres — que heredó a la familia — y también las ideas de juventud, que de vez en cuando desempolvaba para mirar, como quien mira un objeto curioso que no sabe de donde proviene en realidad. Le gustaba recordarse inocente, también muy entusiasmado, un muchacho que había vendido todo lo que tenía en una isla bañada por el mar para descubrir mundo. Y también, sus nuevas ideas.

— Uno cree que todo es sencillito, que todo es bello o fácil — me dijo en una oportunidad — pero mejor que sea así. De haber sabido lo duro que hay que trabajar para vivir, seguramente me habría quedado en la isla.

Y se reía cuando lo decía, una risa franca y amable de muchacho que conservó toda la vida. También se reía de sus viejas ideas políticas, de la efervescencia de la juventud, de ese entusiasmo que le había hecho creer en fantasias. O así les llamaba, con cierta nostalgia.

— En la ciudad, todos estaban convencidos que ser socialista era la manera como el mundo sería justo. Yo también lo creía — me contó una vez — me imaginaba caminando por las calles de Moscú, con un libro bajo el brazo. Aprendiendo como liberar al mundo de injusticias. Confiando en las revoluciones, en las luchas y toda esa barahúnda de la juventud. Uno se vuelve tonto de tanto creer. Uno se vuelve confiado. O mejor dicho, cuando uno es joven, es facilito creerse las promesas de otros, la de los libros. La de las luchas que no son de uno. ¿Como no hacerlo? — ¿Y que pasó que dejaste de creer? — Crecí — de nuevo la carcajada alborotada y ruidosa. Pero después se puso serio, con la barba blanca temblandole alrededor de las mejillas — uno empieza a hacerse preguntas, cosas que nadie responde. Uno se pregunta si es tan fácil luchar sólo por luchar. Si es tan sencillo construir un mundo nuevo, incluso a pesar de quienes no lo entienden de la misma manera que tu.

No entendí lo que me decía. O al menos, la mayor parte. Tenía dieciséis años y hasta entonces, la política era algo difuso, que ocurría en las pantallas de televisión, en los carteles de la calle con el rostro del candidato Presidencial de turno. Tampoco era por completo inocente: había vivido ya un enorme conflicto callejero y dos golpes de estado. Pero aún así, la política continuaba siendo parte de una idea que no podía abarcar o que al menos, no consideraba parte de mi vida. Mi abuelo, en cambio, comenzaba a preocuparse.

— Todos los cambios comienzan con furia — me explicó. Nos encontrábamos sentados frente al cuadro del Teide, tomando una taza de café con leche — con furia, con miedo, con rencor. En Europa ocurrió así: en la primera Guerra, después en la Segunda. El miedo y el rencor hace que se tomen decisiones equivocadas. El miedo y el rencor te hace buscar esperanza, incluso donde no la hay.

Por entonces, ya había escuchado algunas cosas sobre el socialismo. Lo que él me había contado, lo que me había contado un buen amigo cubano con el que me escribí por algún tiempo y lo que leía en los libros. Tenía una noción más o menos clara sobre lo que significaba como sistema político y me parecía asombrosa la idea que se pudiera aspirar a la igualdad. O al menos como yo la entendía — y deseaba - que fuera. ¿No era algo bueno aspirar que no hubiese diferencias? ¿Que todos pudiéramos disfrutar de la misma cosas de la misma manera? Mi abuelo me escuchó cuando se lo dije y pareció un poco triste o quizás melancólico, quizás al recordarse así mismo tantos años atrás.

— El socialismo te muestra un mundo posible pero nadie te dice como llegas hasta él — me respondió. Mi abuelo no había ido a Universidad alguna. Era carpintero y después dueño de una ferretería, pero tenía el don de la reflexión — nadie te explica que tiene que pasar para que todos disfrutemos y seamos hombres y mujeres en iguales condiciones. Y ese “yo no sé” pero allá vamos, es peligroso. O me lo parece a mi. — Pero tu me dijiste eras socialista — le recordé. Sonrío, con cierta tristeza. — Creí que era socialista cuando esperé fuera posible un cambio. Uno de verdad. Uno contundente. Uno que beneficiara a todos. Pero lo que llegó fue la guerra. Lo que llegó fue la muerte. Eso me hizo comprender que no sólo no era socialista sino que también, había sido muy estúpido para creer que lo era.

Mi abuelo nunca había luchado en la Segunda Guerra, varios de sus parientes más queridos habían muerto en ella. Los recordaba con frecuencia, como retazos de viejas historias que se esforzaba en recordar. Al tío Julio, que se había alistado en Italia para luchar contra los “americanos codiciosos”. Al primo Rouben que había sido asesinado durante una revuelta en una ciudad italiana. Tenía fotografías suyas, dos muchachos. Uno de uniforme, el otro con un sencillo traje blanco. Ambos muertos, perdidos para siempre.

— Uno a veces cree que se puede construir algo bueno, y se esfuerza por hacerlo — me dijo, sosteniendo las fotografías de aquellos dos desconocidos que había aprendido a conocer a través de él — lo hace a diario. Se lo cree de verdad. Entonces sabes que es real. Que es parte de tu vida. Yo dejé de creer en las promesas de políticos cuando comencé a construir mi vida. Cuando aprendí el valor de un ladrillo, a que suena el llanto de tu hijo. Seguí aspirando la igualdad ¿quién no verdad? pero no a la fuerza. No impuesta. No a costa de otros, de las cosas de otros. Uno aprende eso luego de años de trabajar día y noche. De asustarse cuando el hijo se te enferma. Cuando tienes que llevar comida a la casa. La igualdad es una idea bonita, pero no se impone. Se enseña. No lleva armas. Se predica. Y el socialismo, como yo lo conocí, no hizo nada de eso.

Pensé mucho en esas palabras en las semanas siguientes. Por entonces, Hugo Chavez ya despuntaba como probable próximo presidente de la República de Venezuela y prometía justicia social, reivindicación, toda una serie de propuestas que tenían un aire renovador, que brindaban esperanza. Pero también estaba la incertidumbre, el salto la vacío de confiar en un hombre que antes de los votos, había escogido la violencia. Me preocupaba la idea de que podía pasar después o en todo caso, lo que nos esperaba cuando “el gran cambio llegara”.

En la Universidad no se hablaba de otra cosa. Y todos parecían llenos de esa alegría y entusiasmo que despertaba la expectativa. Pero yo continuaba pensando en mi abuelo, que se había horrorizado por la posibilidad de las ideas impuestas a balas, por el primo Julio y Rouben, que habían muerto por defenderlas. Pero todo eso me parecía muy lejano, como si no pudiera tocar a esta Venezuela moderna, a mi tiempo, al momento que vivía. Me pregunté si todo era tan sencillo como eso. Como ignorar el pasado y creer que el presente podría ser distinto. Que el tiempo transcurre quizás en círculos para recordarnos lo inevitable. No sabía la respuesta y no podía imaginar, cual podría ser.

Mi abuelo parecía tan preocupado como yo pero para él, las cosas eran distintas. Durante los saqueos de Febrero de 1989 el viejo negocio familiar había ardido hasta los cimientos y una década después, seguía sin recuperarse. Mi abuelo trabajaba más que nunca, pero ya no era joven y finalmente asumió la idea que quizás, no podría reconstruir lo perdido. Fue una época dura para él en la que además, tropezó una y otra vez con su juventud. O así solía decírmelo, cuando veíamos juntos las elocuciones del candidato Chavez y después del presidente Chavez. Cuando el país comenzó a tambalearse sobre los cimientos de un proyecto político que nadie comprendía y que mucho menos parecía capaz de sostener al país entero.

Unos meses antes que mi abuelo muriera, Chavez se declaró socialista. Lo hizo, con toda la calma fatua de quien experimenta una idea, aunque para nadie era una sorpresa de sus inclinaciones políticas. Lo anuncio como una declaración festiva, en uno de sus interminables peroratas. Recuerdo que sonreía. Mi abuelo miró la pantalla, serio y pálido y me pensé que estaba asustado. No se lo pregunté.

— Recuerda que nada se impone, nada es la verdad. Que nadie te convenza que una idea vale una bala. Que nadie te haga creer que lo que se obliga, es de verdad valioso. Tu siempre recuerda que la libertad es cara, por eso es poca — me dijo mi abuelo poco después. Caminábamos de pasito por la Plaza a dos cuadras de mi casa. Ya se le olvidaban las cosas y los dolores de la enfermedad apenas lo dejaban caminar. Pero todavía tenía fuerzas para temer, quizás. Para mirar a su alrededor y recordar, la Venezuela que quiso, la que construyó. La que se asomaba a otra historia en la que no podría participar.

No supe que responder a eso. O quizás no quise hacerlo. Pero seguí recordándolo por años, luego de su muerte. Lo sigo recordando ahora, cuando Venezuela es un paisaje irreconocible, cuando a veces siento que el país donde vivo no es el mío, que soy una extraña en mi propia tierra. Entonces me digo, que mi abuelo nunca me permitiría ese pensamiento, que me recordaría que ninguna idea se impone, que nada se obliga. Y quizás me reñiría por dejarme imponer el pensamiento que en Venezuela, ya no soy Venezolana. Entonces sonrío, agradeciéndole a mi abuelo haberme educado para luchar. Pero con argumentos, con el poder de lo que pienso y escribo. Con esa convicción pequeña pero insistente de comprender el peso de una idea.

Quizás la mejor herencia que pudo darme nunca, quizás sin saberlo.

C’est la vie.

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