martes, 28 de julio de 2015

Bill Cosby y la culpabilidad aparente: Cuarenta razones para cuestionarse la moral machista.





Hace unos meses, escuché al comediante Jay Leno hacer una broma sobre la credibilidad de las mujeres que me produjo escalofríos. Leno, en medio del escándalo que desató las acusaciones contra el actor Bill Cosby — en las cuales un grupo mujeres aseguraron haber sido violadas por el actor y que de inmediato desataron un incómodo debate público sobre la credibilidad de las víctimas — comentó: “No sé por qué es tan difícil creer a las mujeres. En Arabia Saudí hacen falta dos mujeres para testificar contra un hombre. Aquí hacen falta 25”. Una broma que no lo es tanto, una crítica sutil hacia la cultura misógina y sobre todo, reaccionaria a la que se enfrentan las víctimas de un delito disimulado bajo la insistente máscara de la justificación social de la violencia.

Por supuesto, el comediante se refería al hecho que un grupo creciente de mujeres acusaran al actor de haber abusado sexualmente de ellas, sin conseguir otra reacción de la opinión pública norteamericana que la crítica y el ataque. Para el público estadounidense, el prestigio de Bill Cosby — considerado padre modelo del país por más de medio siglo — fue mucho más importante que los insistentes y muy semejantes testimonios de decenas de victimas femeninas. Después de todo, las acusaciones podían desvirtuarse de inmediato no sólo desde la perspectiva que Cosby — uno de los actores y comediantes con mayor y poder y reconocimiento del mundo del espectáculo — podía no sólo ser un blanco sencillo para la extorsión sino también, una figura lo suficientemente visible como para provocar un escándalo público retiduable. Y desde esa óptica, los cada vez más numerosos testimonios, parecían perder fuerza, disolverse en medio de un debate muy público sobre el hecho simple que El gran Bill Cosby, el inolvidable Heathcliff “Cliff” Huxtable no podía ser un violador, un depredador social que pudo engañar por casi cinco décadas a un público que lo encumbró como símbolos de los valores de un país esencialmente inocente. ¿Como asumir el hecho que el hombre que educó a una generación de norteamericanos era en realidad un delicuente sexual reincidente? ¿Como digerir además, que la justicia norteamericana es falible, voluble, manipulable y además sesgada o lo suficiente como para Bill Cosby pudiera cometer sus crimenes durante tanto tiempo? La perspectiva al parecer resultó insoportable para buena parte de los Norteamericanos. Hubo encendidas defensas sobre su honorabilidad, la actriz Woopy Goldberg se apresuró a brindarle su apoyo y de inmediato, su caso se discutió como una sospechosa puesta en escena de un grupo de mujeres de dudosa credibilidad. Cosby, con su sonrisa afectada de padre amado, se limitó a guardar silencio.

Mientras tanto, las víctimas, el casi un cuarto de centenar de mujeres que se atrevieron a hacer público un delito aborrecible, fueron señaladas por el ojo público. No solamente se les cuestionó como testigos de un posible y poco comprobable delito — como si una violación fuera sólo una agresión física y no la destrucción de la moral y la autoestima de la víctima — sino que además, se le crítico desde todas las perspectivas posibles. Se aireó su vida privada y sexual, se les hostigó por atreverse a cuestionar una figura idealizada de la cultura del país e incluso, se les menospreció como posibles testigos ante la ley. Una y otra vez, el pasado, el comportamiento y hasta la apariencia de las víctimas, fue motivo de ataque público. Como bien apuntó Leno, con su dedo en la herida mal curada de la moral ambigua, para el público norteamericano — y posteriormente, el mundial — la palabra de un puñado de mujeres no eran suficientes para enfrentarse con la de un hombre. Mucho menos alguien encumbrado e idealizado por décadas. De manera que se les castigó con un inmediata hoguera pública y ese castigo tan de nuestro siglo: La burla y el escarnio a esa privacidad expuesta, dolorosa.

No obstante, meses después, una sola palabra acabo con la carrera y el pedestal de prestigio que mantuvieron a Cosby a salvo del aluvión de denuncias en su contra. Lo más curioso es que no se trató de la palabra de ninguna de sus víctimas y mucho menos, debido a los hechos de los que se le acusan. Lo que destrozó a Bill Cosby fue pronunciar una sola palabra “Yes”. Lo que no lograron veintinco mujeres — finalmente el número de agredidas alcanzaría treinta y ocho — fue la admisión del propio Cosby de haber utilizado drogas y calmantes para violar. Lo hizo, además, en condiciones que no se prestan a inequívocos: en el año 2005, Andrea Constand denunció a Cosby por abusar sexualmente de ella mientras se encontraba drogada por una sustancia que no pudo identificar y que el actor le suministró durante una cena a la que la había invitado. El caso, que no llegó a Juicio gracias a un acuerdo económico extrajudicial, no llegó a rebasar el terreno de la confidencialidad legal hasta que la agencia Associated Press acudió a la justicia para exigir la publicación de las investigaciones — quizás las únicas reales realizadas contra Cosby — realizadas durante el proceso. La justicia norteamericana aceptó la petición y así, los documentos que hasta ahora se habían mantenido en riguroso secreto y anónimato y que protegían a Cosby pasaron a ser la última pieza en un tortuoso camino de acusaciones. Y es que Cosby, siendo Cosby y no la mítica referencia moral de un país obsesionado con el heroísmo, fue el único capaz de destruír su propia leyenda.

En los documentos obtenidos por AP, se incluye un interrogatorio a Cosby, donde admite que durante la década de los setenta obtuvo siete recetas del por entonces popular Sedante Quaalude. Y a continuación ocurre el siguiente diálogo, recogido por el periódico El País de España en una pormenorizada reseña sobre el caso:

- ¿Se los dio a otras personas?
- Sí
- ¿Se lo dio a otras personas sabiendo que era ilegal?
- (El abogado de Cosby interrumpe): Le he dicho que no responda. Dio los Quaaludes. Si era ilegal, lo dirán los tribunales.
- ¿A quién le dio los Quaaludes?
- (El abogado vuelve a interrumpir) Déjelo en desconocidas (Jane Does). No voy a ir más allá. Le digo que no responda más que desconocidas.
- ¿Cuando obtuvo los Quaaludes, tenía en mente dárselos a jóvenes con las que quería tener sexo?
- Sí.

Con este corto diálogo, el hombre conocido como el padre de America, el símbolo de una serie de valores culturales Norteamericanos, demostró no sólo las insistentes acusaciones en su contra sino algo mucho más controvertido y duro de asimilar: la capacidad de la cultura para desconocer la caída de sus propios héroes. O lo que resulta más peligroso aún, defenderlos en lo controvertido, insistir en protegerlos a pesar de cualquier evidencia. Y es que Bill Cosby, culpable y regodeandose en la salvedad de la justicia que aún le permitió seguir violando por casi una década más, demostró lo falible del amor público y sobre todo de una cultura que menosprecia la identidad femenina. Lo que no pudo hacer un grupo de mujeres, sólo pudo lograrlo Bill Cosby, con una única e inequívoca palabra.

Porque Bill Cosby, depredador sexual y acusado que nunca cumplirá condena por sus delitos, es un símbolo de lo que la cultura falsamente moralista puede crear. De los monstruos domésticos que sobreviven gracias a la ceguera, el anónimato y la insistente visión de la mujer en un rol secundario, tristemente limitado y aplastado por una mirada cultural masculina. Hablamos sobre el hecho que Bill Cosby no sólo fue protegido por acuerdos legales tortuosos y esencialmente criticables, sino por una visión cultural que asume que la palabra de la mujer no tiene tanto valor como la de un hombre, mucho menos en lo tocante a un crimen de naturaleza sexual. Cosby no sólo violó sino que continuó haciéndolo -a pesar de la acusación y los acuerdos, a pesar de la posibilidad de ser descubierto e incluso finalmente acusado — amparado bajo esa noción que insiste que en la Violación, la víctima sólo lo es en la medida que pueda demostrarlo. Porque no se trató de un crimen único, sino de una serie interminable de nombres y situaciones idénticas, de agresiones sexuales continuadas, con toda probabilidad conocidas y ocultas bajo el peso del miedo, la amenaza e incluso, la fama de su autor. Una y otra vez, Cosby no sólo demostró que no le preocupaba ser descubierto sino que sabía, sin género de duda, que podría continuar perpetrando un crimen silencioso al amparo de esa vastedad durísima del cuestionamiento a la violencia contra la mujer. De la mano que aplasta e invisibiliza no sólo a la mujer como identidad sino esa noción de la mujer como parte de la cultura.

Después del testimonio de Constand, casi diez mujeres más declararon haber sido drogas y violadas por Cosby. Lo hicieron de manera pública, algunas judicial pero siempre con el mismo resultado: la burla, el menosprecio, el ataque al testimonio. Una agresiva estrategia de medios que convirtió a un grupo de denunciantes en mentirosas y objeto de burla. Muy poca gente se cuestionó el hecho que la mayoría de las víctimas habían decidido hacer público su testimonio casi tres décadas después de sufrir la agresión. Fue hasta que, el mundo escuchó al comediante Hannibal Buress llamando violador a Bill Cosby. Una broma en una rutina humorística — nada más irónico y doloroso — que se volvió viral de inmediato y que permitió a más de cuarenta mujeres, contar su historia, enfrentarse al monstruo que Cosby representa. La cultura misógina para quien la mujer siempre tendrá que demostrar la violencia y donde el hombre siempre tendrá una justificación para cometerla.

La mayoría de los delitos de los que se acusa a Cosby han prescrito. La ley norteamericana - como la de otros tantos países -, supone que una violación es un delito que se atenua con el transcurrir del tiempo, que sus secuelas son mucho menos demostrales año tras año. Y además, lo que resulta más inquietante, que sólo puede ser demostrable — una vez prescrito — sólo si el victimario pide declarar voluntariamente. ¿Puede existir una idea más inquietante que el hecho de asumir que sólo habrá justicia si el agresor lo admite? ¿Que sólo Cosby, que durante años violó, manipuló la ley a su antojo, usó su fama para denigrar y destrozar, podrá ser vehículo de la justicia para sus víctimas? ¿O se trata algo parecido a la justicia poética, una especie de análisis de la justicia que pasa necesariamente por el hecho de confrontar la culpa del victimario? Y aún así ¿Cómo puede Bill Cosby asumir algo semejante si por años no sólo utilizó su identidad como Héroe del Mass Media para manipular y violar sino además para encubrir sus crímenes? Pero Dura lex sed lex (dura ley pero ley) y debe ser cumplida, a pesar del menosprecio a la víctima, de lo aplastante que resulta que Cosby aún pueda continuar refugiándose en una cultura que justifica la violencia antes de enfrentarse a ella. Como comprobó Judy Huth, drogada y violada por Cosby en el año 1974 y que presentó una denuncia en Los Ángeles hace unos pocos meses, ningún caso prescrito puede investigarse sin la colaboracón expresa de Cosby, que por su supuesto, continúa guardando silencio no sólo sobre el caso de Cosby sino también, sobre el resto de los acusaciones.

Y es que Cosby, no sólo fue el único que pudo demostrar lo que cuarenta mujeres aseguraron durante años sino que además, es el único que podría condenarse así mismo. El único que podría hacer funcionar los engranajes de la ley para lograr que sus propias víctimas obtengan justicia. No sólo resulta paradójico sino directamente inquietante el hecho que Cosby sea el instrumento de la justicia — o que podría serlo — sino que además, tenga la responsabilidad — ¿O la posibilidad? — de protegerse sólo callando. Como si la palabra del hombre y el agresor fuera capaz de sostener por si misma toda la idea sobre la justicia y la metáfora más inmediata sobre la cultura que propicia la violencia contra la mujer y sobre todo, la estigmatiza, Cosby sólo necesita quedarse callado — como de hecho, lo está haciendo — no sólo para continuar en libertad sino para demostrar que en su país — y en la mayoría de los países del mundo — la palabra o la omisión de un violador siempre será mucho más contundente que la de su victima. Después de todo, el estado de California lo deja claro: la mayoría de los delitos sexuales, deben ser denunciados antes de los diez años de los hechos, o antes que la víctima cumpla cuarenta años. Una vez rebasada esa frontera cronológica — como si el abuso sexual sólo fuera un mal del cuerpo — la justicia carece de sentido. Carece de valor e incluso de significado.

Por supuesto, una vez que Cosby se ocupó de destruir su propio mito, la opinión pública mundial le tomó el ejemplo y se permitió la crítica. Whoopi Goldberg, que hasta entonces había sido una de sus más encendidas defensoras, comenzó a cuestionarse en voz alta sobre el proceder del llamado Padre de Familia americano. Revistas y periódicos se permitieron la salvedad de volver la mirada ahora sí, hacia ese pequeño ejercito de mujeres que durante años se enfrentó a la duda y a la humillación mediática, haciéndose las preguntas pertinentes. Las mediáticas. Las necesarias. Y de pronto, ya no se trataba de un grupo de mentirosas y aprovechadoras sino de víctimas. Todo en virtud que Cosby — y sólo Cosby — reconoció con una única palabra su culpabilidad. Que Cosby y sólo Cosby agresor y violador, les devolvió la credibilidad perdida.



Ayer, La revista The New York Magazine retrató a treinta y cinco de las cuarenta y seis mujeres, que fueron víctimas de Cosby sentadas una junto a la otra, mirando hacia el hipotético público. Condenando directamente a esa opinión pública que por treinta años, protegió a su violador. Treinta y cinco mujeres y una silla vacía, que denuncia a todas las que durante décadas, fueron violadas por segunda vez con el silencio, humilladas y aplastadas por las repercusiones de ser mujer y víctima en medio de una cultura donde un hombre puede ser un depredador sexual y disfrutar de los beneficios una figura pública reconocida. Treinta y cinco historias que demuestran que aún, una mujer debe enfrentarse a esa percepción de la sociedad que asume la sexualidad femenina como pecaminosa y con toda probabilidad, sospechosa. Incluso condenable.

Para leer:

In 30 Seconds, This Teenager Summed Up Everything You Need to Know About Bill Cosby.

35 mujeres que acusan a Bill Cosby dan la cara en ‘New York Magazine’

1 comentarios:

ecazes dijo...

segundo párrafo, linea once "público retiduable" cambiar por "público redituable" (puedes borrar este comment)
Muy bueno tu artículo, gracias

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