jueves, 12 de junio de 2014

La pasión y la alegría: La pelota rueda por el mundo.







Hace cuatro años, celebré el triunfo de la selección española con una emoción que difícilmente puedo explicar. Lo hice a la manera del discreta del que no es fanático del deporte pero que le emociona por las mismas razones simples que lo disfruta de vez en cuando. En mi caso, la razón fue tan intima como inocente: mi abuelo, quién falleció sin haber visto a la oncena roja triunfar, lo habría hecho a gritos, con su infaltable gorra de pana entre las manos. Emocionado quizás hasta las lágrimas por el que llamaba con absoluta devoción, el deporte dorado.

Siempre me gustó ese término. Lo escuché por primera vez siendo muy niña, cuando mi abuelo intentó explicarme los rudimentos del fútbol. Era su nieta más joven y quizás la única a quién le sorprendía su pasión por el balonpié. Genaro era un fanático de corazón, de los que ya no quedan muchos. Tenía un conocimiento enciclopédico sobre el deporte Rey. Conocía de memoria cada partido histórico, los nombres de ese panteón de honor de los jugadores. Con paciencia, pasó buena parte de mi niñez tratando de enseñarme todo lo que sabía sobre el tema. Tengo una imagen suya, quizás la más antigua que puedo recordar de él, hablándome sobre sus partidos favoritos y yo escuchándole, asombrada por su emoción, ese entusiasmo casi infantil por el espectáculo que transcurría en la cancha. Porque en casa de mis abuelos, el Fútbol no era sólo un deporte: era parte de la historia familiar, una anécdota mil veces contadas con idéntico ardor. Sobre todo para Genaro, que vaso de vino en mano — siempre tinto, siempre comprado especialmente para la ocasión — disfrutaba del espectáculo con un alegría incomparable, como de niño. Tal vez por ese motivo, siempre le acompañé con gusto en esas interminables tardes de domingo, sentados juntos frente al televisor. El mundo doméstico parecía detenerse, la respiración contenida ante la visión de un jugador corriendo con la pelota entre los pies. Que sencillo parecía entonces, y que significativo. Porque más que el espectáculo televisivo entre jugadores, aprendí sobre ese entusiasmo del deporte, esa profunda e inocente felicidad del fanático de corazón.

“Es el deporte dorado” insistía mi abuelo “nada como el fútbol para unir en algarabía. Nada como un buen juego para recordarnos que siempre somos niños cualquiera sea tu edad”. Y lo decía con total convencimiento, con los puños en alto, sonriendo con una franqueza juvenil que siempre me conmovió. Crecí con la convicción que el Fútbol era un motivo para soñar, ese espectáculo de habilidad y emoción que cautiva por inmediato, por mostrar un tipo de fortaleza casi primitiva. Una lucha entre rivales irreales, esa batalla entre habilidad y tenacidad que parece cautivar la imaginación de este mundo descreído, de esta cultura cínica que no parece recordar con frecuencia esa inocencia de la rivalidad cómplice.

El mundo desde la perspectiva de la curva del balón.

Durante años, mi abuelo espero con la fe del buen creyente, y la esperanza de un ferviente admirador, que la selección Española, la tradicional “Furia Roja”, ganara la copa del Mundo. Lo hizo, a pesar de los traspiés del equipo, que la posibilidad parecía cada vez más remota. En más de una ocasión discutimos, cuando intenté explicarle que la “roja”, con todo y su abolengo de buen fútbol Europeo, tenía las estadísticas y posibilidades en contra. Ofendido y enfurecido, mi abuelo se negó a escuchar.

- La roja lo hará — me insistió con frecuencia — solo necesita un poco de fe, coño. Como todas las buenas cosas. Hay que confiar, para crear. Nada nace solo. Hay que tener esperanza.

No me atreví a contradecirle. Desde su lecho de enfermo, cada vez más pálido y consumido, abuelo continuaba teniendo esa insolencia irritante de la primera juventud. Lo cubrí con la cobija, apretando sus manos. Tan delgadas, callosas. Y recordé como siempre, las tardes de domingo, sentados solo nosotros, disfrutando del partido de fútbol. No importaba quien jugara, no tenía mucha importancia quien golpeara la pelota. Lo realmente importante era la emoción, ese asombro por la habilidad. El deporte que vive, que hace sufrir. La emoción en el espíritu invencible del buen creyente.

Entonces mi abuelo comenzó a olvidar. No sólo las tardes de domingo, sino incluso su propio nombre. El Alzheimer le redujo al silencio, a las manos extendidas y abiertas sobre las rodillas, el cuerpo encorvado. Sentada a su lado, continúe leyéndole sus noticias favoritas: el fútbol siempre fue un consuelo. Nunca supe si me escuchaba, allí encorvado y con la mirada fija hacia la incertidumbre. Pero yo seguí leyéndole los resultados de los partidos, recordandole el nombre de sus jugadores favoritos. De vez en cuando, sonreía. Quizás no a mi, sino a esas tardes de puños levantados, del grito de emoción para celebrar el gol. El pequeño espectáculo de luces sepultado en algún lugar de su memoria.

Mucho tiempo después, en su ausencia, le recordé inquebrantable. Nos recordé a ambos, el anciano y la niña, sentados frente a la pantalla del televisor, riendo y gritando. Le recordé mientras caminábamos por una Caracas muy lejana e inocente, escuchándole hablar de futbol “Ya verás, solo es cuestión de tiempo. La roja se lo trae a casa. Ya lo verás”. Más de una vez, sonreí entre lágrimas, mirando su vieja camiseta de fanático. La querida “Roja” como la promesa más vieja, la que nunca se cumplió.

El mundial del 2010 fue el primero que disfruté sin mi abuelo. Me senté a solas, con una atención casi obsesiva para seguir el trayecto accidentado de “la Roja”, que empezó con el traspiés de una derrota sorpresiva frente a Suiza. Inquieta, miré la fotografía de mi abuela y casi mentalmente imaginé nuestra conversación: “Te lo dije, la Roja avanza contra la corriente. ¿Has visto lo que hizo Puyol? Que si no es por Casillas”. Él sonreiría, con la gorra de pana entre las manos, sacudiendo la cabeza. “El deporte es fe, hija. Levanta el puño por La Roja”.

Ah, Genaro. Esa inocencia. ¿Quién soy yo para contradecirte? Lo imaginé, a mi lado, mientras miraba de pie los juegos, confundida entre las multitudes que se apretaban contra las pantallas de televisión. Grité, por él y por mi, cada gol, cada avance. Con los puños apretados y el corazón latiéndome muy rápido, me sentí niña de nuevo. Y de pronto, el fútbol me demostró que las posibilidades se cruzan solas, que se construyen a diario. Que la esperanza es una sonrisa, una pequeña emoción privada. Cuando “La Roja” levantó la copa, finalmente campeona, lloré. Lo hice llevando la camisa de la selección, con una extrañísima sensación de alegría compartida. Grité a todo pulmón por una celebración que sé en alguna parte, mi abuelo compartió conmigo.

Hoy sonrío, escuchando las discusiones, la pasión, de nuevo esa alegría que inevitable que parece despertar cualquier evento deportivo. Y aunque espero en alguna oportunidad llevar con enorme orgullo la franela Vino Tinto Venezolaba y gritar Gol hasta quedarme sin voz por mi País, hoy llevaré la camisa de la Roja, enviando un silencioso mensaje al infinito.

C’est la vie.

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