sábado, 28 de junio de 2014

De la bruja que sonreía en la oscuridad y otros cuentos minimos.





De niña, el sótano de la casa de mi abuela me producía muchísimo miedo. Un miedo inexplicable, además, porque no se trataba de un lugar especialmente lóbrego o escalofriante: solo era una pequeña habitación sin ventanas donde iban a parar la mayor parte de los objetos en desuso o rotos que nadie quería arrojar a la basura. Era una especie de páramo triste antes que aterrador, con las siluetas de muebles inservibles, cubiertos por sábanas rotas. En la oscuridad, tenían el aspecto de figuras solitarias. Penitentes de la soledad.

Pues bien, a mi me producían terror. Jamás bajaba al sotano por ningún motivo, aunque era un lugar lo bastante interesante para despertar mi curiosidad infantil. Pero había algo decididamente inquietante en ese silencio sin frontera, en la oscuridad opaca y polvorienta que se extendía incluso más allá de la puerta entreabierta, rozando los primeros peldaños de la escalera. Me quedaba allí, de pie, en puntillas, mirando hacía abajo con el corazón palpitante. ¿Que ocurría en medio de las sombras cuando nadie estaba allí? ¿Que ocultaban las sábanas sucias, inquietas, que parecían moverse cada vez que les echaba un vistazo? Mi imaginación salvaje construía cien escenas distintas, todas aterradoras, en ese breve momento en que permanecía a solas en el rellano de la escalera, mirando hacia abajo, con los hombros rígidos y las manos apretadas contra los costados. El miedo, que se deslizaba fuera de mi hasta crear otra cosa, una idea mucho más grande y abrumadora.

- Solo es un cuarto ¿De que hablas? - se burló mi prima M. cuando le comenté mis temores. Se inclinó un poco más hacia el espejo donde se miraba y continuó maquillándose. Una adolescente despreocupada y radiante. Me miré, al fondo del reflejo: pequeña y pálida, tenía un aspecto tenso, preocupado. Lo lamenté - no hay nada allí que no sea basura.

- ¿Cómo lo sabes?
- Porque es así.
- ¿No crees en fantasmas y esas cosas?

M. volvió la cabeza y me miró, con un brillo malicioso en sus grandes ojos negros muy delineados. En la semi penumbra, me parecieron enormes, casi peligrosos.

- Ah, eso es otra cosa. Sí, a eso si hay que temer: A la señora de blanco que baila en mitad de la noche en la esquina derecha del sótano.

Después sabría que M. siempre solía bromear con cosas semejantes. Descreída y un poco atolondrada, disfrutaba de inventarse pequeñas historias aterradoras que no asustaban a nadie o esa era la opinión general. Pues bien, a mi si logró aterrorizarme.

- ¿Cómo dices?  - pregunté en voz baja. Sentí que un hilo de miedo me subía por la espalda y me recorría la nuca. Mi prima soltó un suspiro dramático y casi cansado.
- No sé si contártelo... - me provocó. Por supuesto, me levanté , sacudiendo las manos impaciente.
- ¡Ahora me cuentas!
- ¡Esta bien! - aceptó de inmediato. Y de haber estado menos asustada, habría notado como contraía la comisura de los labios, conteniendo su risa loca y escandalosa - poca gente la ha visto, porque pocos son tan valientes para bajar a media noche al sótano, pero en medio de las sombras, habita una mujer. Una muy alta, con el cabello que le roza el suelo. Cada madrugada, abandona la esquina derecha de la habitación, donde vive y baila entre los muebles, con un largo lamento. Aquí arriba no la escuchamos, porque estamos lejos. Pero si estás en la escalera.

Me froté los brazos, recorrida por escalofríos. ¡Yo tenía razón! me dije entre dientes. ¡Lo sabía! el sótano escondía algún secreto peligroso que nadie había querido decirme. Me irritó que todos en la casa hubiesen intentando ocultarme aquello. ¿No me habían insistido una y otra vez que no había nada en el sótano? ¿No había dicho mi Tia E. que el sótano solo era una habitación triste! ¡Pero yo lo sabía! Recordé esa sensación de tensión que producían la penumbra dolorosa, los sonidos inesperados. El ligero crujir de las maderas a cada paso. ¡Claro que una criatura extraña debía habitar allí!

- Esto que te cuento, no se lo digas a nadie - dijo M. con tono confidencial - pero cada noche, ella baila, a solas. A veces quisiera bajar y preguntarle por qué lo hace...pero...

No terminó la frase. Se miró de nuevo al espejo, se peinó con los dedos la rebelde melena rizada. En ese momento me pareció muy adulta, muy bella, a sus diecisiete años recién cumplidos. Con casi diez, su edad me parecía inalcanzable, toda una vida. Me quedé esperando continuará contándome, pero no lo hizo.

- ¿Entonces? - pregunté impaciente. Me dedicó una sonrisa maliciosa.
- Tu sabrás.

La vi correr por el jardín y salir a la calle, toda brillo y zalamería,. Me quedé de pie en la puerta, con el corazón latiendome en las manos y pensando en la mujer de blanco misteriosa que habitaba en nuestro sótano. ¿Quién era? ¿Por qué aparecía allí? ¿Por qué nadie me había hablado sobre ella? Me pregunté si se trataba de uno de esos secretos familiares como los de los libros, algo misterioso e inquietante de lo que todos los miembros hablaban en voz baja y con temor. Miré a mi alrededor: la casa iluminada por la luz del sol, tenía un aspecto saludable y desordenado, como el de todas las casas felices. Y sin embargo, en el sótano...

Me pasé el día obsesionada con la idea. Me paseé de un lado para otro, cabizbaja y huraña, preguntándome cual era el secreto del sótano. Miré con renovado interés las fotografías de antiguos parientes que no conocía y que abuela había colgado en las paredes de la biblioteca, preguntándome si el espíritu de alguno de ellos había quedado atrapado entre los objetos olvidados del sótano. ¿Había vuelto, de la oscuridad de la muerte, para habitar entre las sábanas sucias y los muebles mudos de la habitación? ¡Que idea tan triste! pensé, sentada en el jardín antipático de mi abuela. Pensé en la muerte, en esa franja de la vida que aún no entendía, pero sobre todo, que ocurría después. A donde iban a parar nuestros pensamientos, alegrías y temores. Que ocurría con los libros que habíamos leído, o los risas que habíamos conservado. ¿Todo se perdía? ¿Todo se iba al olvido? Mi abuela - la sabia, la bruja - me había hablado sobre la reencarnación, sobre ese ciclo infinito que te conducía a la sabiduría. Pero yo no entendía mucho aquello. La muerte seguía pareciéndome un misterio, una linea entre lo que podía comprender y lo que no. ¿Y si la mujer del sótano tampoco lo había entendido nunca? ¿Si la mujer del sótano había muerto soñando despierta con jardines radiantes, cielos azules y el olor de la montaña y había vuelto para recordarlos? La imaginé, abrumada y confusa en la oscuridad, intentando encontrar el camino a la luz de la Tierra, al olor de la vida más arriba. Y la idea me produjo miedo, pero también dolor. Como una segunda muerte, pensé. Una muy triste y angustiosa.



La casa dormía cuando me acerqué a la escalera del sótano. El reloj de la sala no había sonado aún - ese click sonoro y retumbante de la media noche - de manera que aún tenía un poco de tiempo. De pie, en la oscuridad, escuchando el vaivén del viento contra las ventanas, el miedo me explotó en el pecho. Nunca había tenido tanto miedo de hecho, mirando las escaleras oscuras, desdibujándose hasta perderse en la nada. Y más allá, la puerta entreabierta. Porque yo sabía que lo estaba, a pesar que no podía verla. Escuchaba con claridad el breve rugido de la madera, al rozar una y otra vez el suelo. Y algo más, quizás un suspiro de todas las cosas dormidas, más allá.

Bajé un escalón. La sombras parecieron despertar. Tuve la clarísima sensación que los peldaños de la escalera se desperezaban para mirarme, extrañados por encontrarme allí, con mi lámpara de vidrio y mis pantuflas de gatitos. Bajé otro y el corazón me dio un salto casi doloroso. La puerta crujió y gimió. Me detuve, los dientes apretados para no gritar. ¿Esta allí la mujer misteriosa? ¿Despertando de su dolor y su angustia? ¿Los brazos extendidos para bailar en la oscuridad? Otro peldaño. La oscuridad me lamió los pies. Otro peldaño. Las manos húmedas de sudor, apretadas contra el pecho, sosteniendo la lámpara vacilante. Otro peldaño. La puerta estaba allí, entreabierta, tal y como la había imaginado. Probé con el interruptor. Ninguna luz se encendió. Me quedé de pie, mirando la habitación vacía, las sabanas danzando sobre los muebles. ¿Y la mujer? No grites, no grites. Se me escapó un sollozo de puro terror cuando entré finalmente en el sótano, las rodillas temblandome. El click sonoro del reloj del salón llenó el silencio. La medianoche. Ella saldría ahora, vendría a bailar. A intentar encontrar el camino a la luz, a ciegas, perdida en la muerte, aterrorizada...

- ¿Aglaia?

Cuando la luz se encendió, grité. Me llevé las manos a la cara y grité a todo pulmón, con todo el temor que había intentado contener brotando libre, en un alarido tan sincero como liberador. Cuando mi abuela me pasó el brazo por los hombros, continué gritando sin reconocerla. Me levantó del suelo, apretándome contra su hombro, acariciándome el cabello.

- ¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? - me preguntó con ternura. La única bombilla del techo brillaba con una luz dura y amarilla que me deslumbró entre las lágrimas. Y el sótano, había perdido todo el misterio. Era solo una habitación, llena de objetos olvidados. Sólo eso. ¿Donde estaba la mujer? Moví la cabeza de un lado a otro y no encontré las sombras huidizas, el paisaje de pesadilla que minutos antes había visto o había creído ver.

A mi abuela le llevó un buen rato calmarme. Me dijo que me había escuchado deambular de un lado a otro y le preocupó pudiera hacerme daño, de manera que me buscó. Sentadas juntas en la cocina, aún temblando, le conté lo que había sucedido. Le conté lo mucho que me aterrorizaba el sótano, lo que M. me había contado, lo convencida que estaba que había algún espíritu abandonado entre las sombras. Mi abuela sonrió - y le agradecí mucho que fuera una sonrisa tierna y nada burlona - y me escucho con paciencia.

- No hay ninguna mujer en el sótano - me dijo por último - ni antes ni después. Tu prima sólo bromeaba contigo.

La miré, con los ojos muy abiertos. Y de pronto, entendí por qué cuando mi abuela encendió la lámpara que si funcionaba del sótano - no la pequeña y vieja que yo había intentando hacer funcionar - la habitación solo pareció eso...una habitación vacía y polvorienta sin rostro.  Con sus muebles rotos, y sus pedazos de tela acurrucados aquí y allá. Me sentí muy idiota y también muy confusa. No entendía por qué había tenido miedo en primer lugar.

- Le tememos a lo desconocido, a lo que no podemos controlar - me dijo, sirviéndome un poco más de té en la taza que tenía entre las manos - no está mal tener miedo, en realidad. Es una reacción natural e instintiva. El miedo es la manera como tu cerebro te previene que puedes correr peligro y te ayuda a tomar buenas decisiones para evitarlo.

- Pero el sotano me da miedo - o me daba, pensé apresuradamente - y no hay nada allí. ¿Soy tonta acaso por haberlo sentido?

- No. Tenías miedo a lo que podías imaginar habitaba en el sótano - me respondió con una sonrisa - a lo que podías ver en tu mente. En realidad no habías visto el sótano bien, así que lo  construiste en tu mente, con cosas prestadas de cuentos y leyendas. Después vino tu prima y te brindó otra razón más para temer.

- Que estúpida fui...

- Y aún así, bajaste. Con miedo y todo.

La miré sobresaltada. Mi abuela tomó un sorbo de té.

- ¿Que dices? Bajé porque soy muy necia y le creí a M. lo de la mujer.
- Bajaste porque tuviste curiosidad y miedo. Pero aún así decidiste mirar que ocurría - me corrigió. Sonrío - tener miedo es natural. Pero la decisión consciente de vencerlo se llama valor.Y tu lo tuviste hoy. Decidiste obedecer a tu instinto de intentar comprender que ocurría antes que el temor. Eso es hermoso, es fuerte. Es poderoso. Y claro, es valiente.

Vaya, eso si que era una idea nueva, me dije sin aliento. ¡Jamás lo habría visto así! Pero mi abuela tenía razón. A pesar del miedo y el terror que me hacia sentir el sótano y sus misterios, había decidido bajar para echar un vistazo, para asegurarme que la supuesta mujer fantasma, supiera que alguien conocía su existencia, que alguien sabía de su dolor y soledad. Una rara sensación de orgullo me recorrió. Y de pronto, ya no me sentía avergonzada. En realidad, quería sonreír.

- Vamos - me dijo mi abuela - echa un vistazo al sótano antes de irte a dormir.

Lo hicimos juntas. Y el sótano sólo resultó ser un habitación. Una muy pequeña, triste y cansada habitación, por cierto. Me pregunté si por ese motivo, mi tatarabuela la había escogido para ocultar las cosas rotas, a las que le faltaban trozos. Las cosas que habían perdido su rostro. Que pensamiento triste ese, me dije, apretando la mano de mi abuela. Que olvido tan duro, ese de las cosas que dejan de tener utilidad.

Seguía pensando en eso cuando abuela me cubrió con las sábanas y me recomendó dormir. Me quedé apretando su mano, atolondrada y medio dormida. Ella esperó, paciente.

- ¿Todavía tienes miedo?
- No, pero pensaba en que el sótano es como ese lugar de la mente donde se guarda el miedo. Todo esta mal puesto y las cosas que allí se guardan, están rotas - le expliqué lo mejor que pude. Ella sonrió y sacudió la cabeza. El cabello castaño rojizo, tan abundante y rizado como el mio, le rozó los hombros en un bonito gesto.
- Es más o menos así - respondió - en Brujería, al miedo se le llama "el enemigo sin rostro". Y es una idea que tiene mucho que ver con el hecho que el miedo vive en nuestra mente, en las cosas que no conocemos bien y que creemos insuperables. El miedo existe y es natural claro, pero vencerlo es parte de tu capacidad para entender lo que te rodea, para descubrir nuevas ideas y consolar la incertidumbre. El valor es conocimiento. Y la valentia, una forma de esperanza.

No entendí mucho sus palabras pero me parecieron hermosas. En ese estado frágil y dulce que precede al sueño, tuvieron una musicalidad exquisita, como si se trataran de un viejo secreto. Tal vez lo era, pensé, con los párpados tan abiertos, que apenas podía mantenerlos abiertos. Tal vez, el miedo es un enemigo antiguo, que se esconde entre las sombras, como lo imaginé de pie en la escalera. Y el valor, una dama exquisita que baila en la oscuridad, que abre puertas y ventanas. Que ilumina con su canto las sombras. Sonreí casi dormida y apreté un poco las manos de mi abuela.

- A lo mejor la Señora de blanco si existe - murmuré. En mi imaginación, una bella dama de traje blanco bailaba en el sotano. Pero ya no era un lugar triste y ruinoso, sino una habitación radiante, lleno de luz, con las paredes llenas de fotografias de rostros hermosos y olvidados. Y libros, ¡Cuantos libros hay aquí! pensé, ya casi dormida. Que habitación, tan extraordinaria, esta de la memoria que se crea...

Esa noche, soñé con la Dama de Blanco. Y también lo haría muchas noches después, hasta que escoba en mano y junto mi recalcitrante prima M. - que después sabría habían castigado por aterrorizarme - decidí que el sotano merecía una sonrisa, un mejor recuerdo. De pie, junto a la puerta entreabierta, recordé mis sueños y pensé que siempre hay algo nuevo que soñar. Una nueva historia que contar.  Un nuevo sueño que mirar entre párpados cerrados y esperanza.

Pero esa es otra historia que contaré en su oportunidad.

C'est la vie.

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