domingo, 8 de junio de 2014

De la bruja que corría por los valles de la imaginación y otras historias secretas.





Soy de lágrima fácil, o así llamaría alguien medianamente cínico a esa naturalidad con la que acepto los deseos de llorar. Y es que para mi, llorar es una especie de liberación. Una forma muy privada de expresar ideas que me parecen especialmente poderosas o profundas. La lágrima que es un símbolo de admiración, de respeto, incluso simple asombro. He llorado entre las páginas de mis libros favoritos, o escuchando mis canciones preferidas. He llorado mirando un amanecer especialmente radiante e incluso en momentos de intima paz que merecen las lágrimas. Tal vez, una parte de mi espíritu considera las lágrimas como un obsequio, un homenaje o simplemente una metáfora de pura emoción. Nunca lo he sabido muy bien.

De niña, me avergonzaba llorar con tanta facilidad. Me sentía débil, vulnerable y muy expuesta, cuando los ojos se me llenaban de lágrimas por razones que a otros no parecían conmoverle ni mucho menos. No sabía como controlar el impulso - si es que hay una manera de hacerlo - y mucho menos, entender que podía provocarmelo. El hecho es que lloraba y sentía que todos mis sentimientos se me derramaban en el rostro, se me escurrian entre los dedos. Cualquiera podía mirarlos, detallarlos con ojos crítico. ¡Una verguenza!

A las monjas bigotonas del colegio donde me eduqué, les molestaba especialmente mi llanto. Más de una vez, recibí regaños y reprimendas por llorar, como si el hacerlo simbolizara un tipo de debilidad que su disciplina europea no admitia ni entendía. Era muy incómodo intentar reprimir mis emociones lo mejor que podía frente a ellas. Pero no lo hacia por obedecerlas: estaba convencida que ninguna de ellas merecía mirar mis emociones así de claro, comprender el homenaje de mis lágrimas a lo que podía producirme un sentimiento tan profundo como para llorar. En una ocasión, una de las novicias me encontró llorando con un libro apretado contra el pecho.  Leía Madame Bovary, de Flaubert y aunque con once años entendía muy poco que se trataba de un clásico, una manera sensible de comprender la naturaleza femenina, me produjo un terrible dolor la torpeza de Emma, su terrible confusión y finalmente su muerte patética. Cuando se lo expliqué a la jovencísima monja, con sus mejillas rojizas y sus ojos furiosos, no me entendió.

- ¡Pero no existe! -  me gritó. Se le veía muy joven, con su velo blanco radiante y su cuerpo nervudo envuelto en el habito apretado - ¿Como puedes llorar por una mujer que solo vivió en la mente de un escritor retorcido?

No supe como responder a algo tan terriblemente triste y opaco. ¿Como explicarle a esa adolescente furiosa y pragmática que las palabras creaban mundos? ¿Como hacerle entender que desde que el escritor había dibujado a su imaginación a Emma, ella había habitaba un reino de la imaginación real y profundamente significativo? Me aterrorizó un poco que alguien pudiera vivir tan lejos de los campos y montañas de la imaginación, de los soles y lunas del espíritu. ¿Como podía alguien renunciar a la belleza, a los sueños, a la esperanza y a la ilusión? ¿Como se podía vivir sin soñar?

- Emma existe porque yo leo sobre ella y vive en mi - le expliqué. ¡Ah, que poesía inútil! La novicia no solo no me entendió sino que le supo a ofensa mi explicación. Me tomó del brazo y me arrastró por el patio del colegio hasta oficina de la dirección. Me puso en las rodillas un cuaderno y un lapiz y me miró ceñuda.

- Ahora escribiras: debo vivir con los ojos abiertos - me exigió - cien veces. Veamos si así despiertas.

No lo hice, claro. En lugar de eso, redacté una pequeña historia de un gato curioso que se robaba los zapatos de los chicos de su calle para cambiarlos por pescado en un juego de cartas misterioso entre mascotas. Por supuesto, que eso me acarreó otro castigo y que me quedara sin recreo por casi dos semanas.

- ¡Es que no podía escribir lo que esa chica me dijo! - le expliqué a mi abuela cuando fue a buscarme al colegio esa tarde. Ella me escuchó severa, o eso me pareció. Aunque tenía las comisuras de los labios un poco tensas, como siempre que contenía las ganas de reír.
- Para la Maestra, no es tan fácil entender los libros como tu lo haces - me explicó - no te castigó porque la ofendieras, sino porque no te comprende. Para ella, llorar por un libro no es normal.
- ¡Pero está mal!
- No, simplemente no te comprende.
- ¿Y como hago para que me comprenda?

Mi abuela - la bruja, la sabia - sonrío. Ella tenía una manera de encajar las ideas y las cosas sumamente extraña, como si construyera todos los días algo nuevo a partir de lo que había aprendido. Cuando llegamos a la casa, me pidió la acompañara  a su biblioteca. La seguí, encantada.

La biblioteca de mi abuela era como creo deberían ser todas las bibliotecas del mundo. Habian montones de libros desordenados por aquí y por allá, montones de hojas y boligrafos desperdigados por todas partes, como esperando que uno escribiera si le sentía el subito deseo de hacerlo. Los anaqueles estaban llenos de extrañas esculturas, fotografias enmarcadas y todo tipo de objetos de aspecto levemente desconcertante, que a mi me fascinaban. Lo miré todo, mientras mi abuela revolvía su escritorio de madera, roto por los bordes, un poco mellado, pero grande y señorial. Me gustaba mucho ese escritorio: con sus esquinas ribeteadas en latón y sus patas chuecas. Era como un bonito animal mitológico que parecía dormitar bajo la luz de la tarde, con el lomo cargado de libros y palabras por escribir. A veces, por las noches, imaginaba al escritorio caminando de un lado a otro, perezosamente, masticando con su boca de gavetin las hojas sueltas. Era una imagen que siempre me hacía reir.

- Aquí está - dijo mi abuela. Tenía un libro en la mano. Me lo extendió. Rayuela, del Señor Cortazar. Oh, ese libro...pensé y sentí las inevitables lágrimas calentandome la mirada. Pero es que Rayuela era probablemente el libro más bello que había leído: una puerta abierta a cien frases inolvidables y cien escenas que quería recordar cada día de mi vida. Sostuve el libro entre las manos, con reverencia. La edición de mi abuela era muy viejita - como todos sus libros - llenas de manchas de polvo y de café. Muy usada y manoseada. Un libro que había viajado por muchas partes del mundo, escuchando y aprendiendo junto a mi abuela - mañana prestaselo a tu monja.

- ¿Qué? ¡No! - apreté el libro contra el pecho - ¡No! ¿Como...pero...? ¡No! ¿Y si le hace daño a la Maga? ¿Y si lastima a un Cronopio? No...pero ¡No!

¡Que oprobio! ¡Que miedo! No podía imaginarme a Rayuela, tan mágico y tan extraordinario, en las manos secas de esa chica de ojos sin lágrimas. ¿Qué haría con él? ¿Y si rompía una hoja por no saber que contenía ciudades y paisajes? ¿Y si perdía algún personaje? ¡No!

- Hazlo, confía en mi - repitió mi abuela - y después, espera que te lo devuelva.
- ¿Lo hará?
- No es fácil ser un cronopio. Uno es una flor, muchos son un jardin - dijo mi abuela. Y en aquel momento no supe que parafraseaba a Cortazar. Lo sabría mucho después, cuando lo frase se convertiría en la llave para abrir mil sueños, para llorar de alegría, para correr bajo el sol. Pero para eso faltarían algunos años más.

Fue una de las pocas veces que me resistí a obedecer a mi abuela. De hecho, llevé el libro en el morral durante todo el día sin atreverme a sacarlo y entregarselo a la novicia de ojos brillantes y duros. ¿Para qué? ¿Para que lo insultara? Seguramente eso haría. Sin duda le dedicaría esa mirada dura y elemental, esa...

- Toma este libro - al final obedecí, claro. ¿Cómo no hacerlo? Los ojos de mi abuela parecían seguirme a todas partes, con una sonrisa. Casi pude imaginarla a mi lado cuando le extendí el libro a la novicia. La chica lo tomó y me miró perpleja.

- ¿De qué es?

- Es de un escritor argentino que no llora - me pareció apropiado agregar. Aunque la verdad, si creía que el Señor Cortazar lloraba mucho. Seguramente lo hacía, lágrimas bonitas, radiantes, de diamantes. Lágrimas con sonrisas, con paises y sueños enredados en ellas. La chica parpadeó, asombrada sin duda.

- ¿Para qué me lo das?

- Porque a lo mejor te gusta. Si no, devuelvemelo - dije de inmediato - yo estaré por aquí.

Era una situación muy rara sin duda: la niña de uniforme desordenado entregandole un libro a la monja seria e impecable. Miró el libro con desconfianza - tal como yo imaginaba haría - pero en lugar de devolvermelo, lo sostuvo bajo el brazo, en un gesto protector.

- Te lo devuelvo enseguida - suspiró - Gracias.

- Estamos para leer.

¿Por qué dije aquello? pensé después. Que vergonzoso, que ridículo y que pretencioso había sonado. "Estamos para leer". Aja ¿Quién te crees que eres? Leer es  libre, para cualquiera. ¿Quién supones tu que...? Hablando de leer...Cuando me asomé por la escalera que conducía al patio, vi a la Monja leyendo, muy atenta, bajo la luz del sol. La tela blanca de su habito parecía brillar en la tarde. Tenía las manos abiertas, y pasaba los dedos por el libro. Florece, seguramente diría el Señor Cortazar. Sueña, diría mi abuela.

Mi abuela me escuchó atentamente cuando le expliqué que había dejado a la monja leyendo. Estabamos en su cocina, radiante y llena de olor a canela, cuando se lo conté.

- ¿Tu que opinas? ¿Será que le gusta Cortazar?  - preguntó. Extendió la masa de galletas sobre la bandeja, la espolvoreó con delicadeza. Luego, con la punta de un cuchillo, dibujo pequeñas media lunas. Lo miré todo, imaginando la París radiante de Rayuela, la voz de la Maga.

- ¿Quién puede no gustarle?

- Es una buena pregunta - rió en voz alta - pero recuerda siempre; la imaginación retoña como las plantas: con terreno fértil, con cariño. Poco a poco. Crece y se eleva hacia el sol, se hace cada vez más fuerte. Y de pronto...es un árbol infinito, extraordinario.

¡Que bonita imagen! También me dio deseos de llorar. ¡Pero que necia! me dije secándome las lágrimas. Mi abuela me hizo un guiño malicioso.

- Llorona - dijo. Y me lanzó un beso. Me reí, avergonzada.
- Que feo ¿verdad?
- No, es muy bonito llorar - respondió - es como reir o suspirar. Es puro sentimiento, pura belleza. Una gran sonrisa. Un sueño de mil voces enredado en muchas formas de pensamiento. Soñar es algo extraordinario. Y llorar también. A veces ambas cosas van juntas.

Caramba, que idea tan curiosa. Nunca lo había pensado de esa manera. Imaginé mis lágrimas creando un castillo, elevandose sobre un lago radiante, en una montaña preciosa y muy verde. ¿Sería por eso que tantas culturas imaginaban el nacimiento de todas las cosas en las lágrimas de una Diosa? Era un pensamiento portentoso, una imagen tan enorme que sentí abarcaba el mundo. Lágrimas como pequeños trozos de una historia a punto de comenzarse a contar.

En las semanas que siguieron, me tropecé con frecuencia con mi monja regañona. Sentada bajo los árboles del patio, en los bancos de los pasillos, en las escaleras. Y siempre estaba leyendo. Vaya que si le había gustado el señor Cortazar, pensé. Bueno ¿A quién no? Me pregunté que pensaba ella sobre los paisajes espléndidos del libro, sobre el dolor, el amor y el poder. Sobre el ciclope que nace de un beso. Nunca me acerqué a preguntarle. Parecía tan concentrada, con la cabeza inclinada y las manos sobre las hojas, como acariciando las palabras. ¿Que pensaría ella, que rezaba con tanta frecuencia, inclinada bajo el crucifijo de la capilla de esta nueva forma de fe? ¿Como soñaría ella con ese dolor y esa belleza de una historia misteriosa que se creaba en piezas por armar? debía ser interesante, incluso curioso. Pero seguía sin atreverme a preguntar.

Unos días antes de que acabaran las clases, me atreví. Lo hice porque la curiosidad me sofocaba y también, porque quería al Señor Cortazar de nuevo en casa. Extraña el libro, extrañaba en su olor, su peso en la casa. Extraña el jardin en flor que prometia, extrañaba sus primeras palabras. Cuando me acerqué, la novicia levantó el rostro y me miró sobresaltada.

Tenía los ojos húmedos.

No eran lágrimas, claro que no. Y ella me lo aclararía después. Pero sí, era emoción. Una tan fuerte y tan bella que le transfiguraba el rostro, lo dulcificaba. Las mejillas enrojecidas se suavizaron, el rictus severo de la boca era casi casi una sonrisa. Reconocí el olor de los cronopios en ella. La flor de la imaginación, a punto de retoñar.

- ¿Qué decias? - me preguntó, perpleja. ¿Donde estaba ella antes que la interrumpiera? En París, seguramente, me dije con una sonrisa.
- Que si te gustó el libro.

Sonrío. Nunca lo había visto hacerlo. O si. Pero eran sonrisas duras, una colección de dientes, los labios extendidos y secos. Sonreír por sonreír. Pero esto era luz. Pura luz de alegría. La emoción real. Me gustó verla así.

- Me encantó - y me lo extendió. Lo tomé agradecida. Abracé al Señor Cortazar como quien abraza a un amigo que se extrañó muchísimo. Una pieza en mi mente volvió a encajar - Gracias por prestarmelo.

No dijo nada. Pero me miró con los ojos húmedos y en silencio, me dijo lo demás. Me dijo que había pasado noches aferrada a las páginas del libro, que sus sueños se habían poblado de voces e imágenes gracias a él. Que el Señor Cortazar le había contado historias inauditas que ahora conservaría, que crearía, que acariciaria con las manos abiertas de la imaginación. Lo supe todo aunque no lo dijo. Y me sentí feliz por ella, que había descubierto ese páramo de la imaginación, ese lugar extraordinario donde el mundo parecía tomar significado.

Mi abuela devolvió el libro a su lugar, junto a otros poemas e historias. La miré asombrada.

- ¿Cómo sabias que ella necesitaba leer ese libro? - pregunté. Abuela suspiró. Su rostro amable se llenó de una emoción tan profunda como dulce, y de pronto pensé, de una manera muy nítida y sentida, que mi abuela también lloraba. Que quizás lo hacia como yo, de emoción y ternura. Y eso me desconcertó y me conmovió.
- Porque todos necesitamos que se nos diga de vez en cuando que está bien soñar.

Que precioso pensamiento. Lo tomé, lo atesoré y pensé que lo conservaría por mucho tiempo. Lo rodeé con las manos de mi imaginación y lo miré revolotear entre mis dedos. Me imaginé que el futuro, lo miraría y recordaría este momento, que muchos años después, la mujer que sería más tarde, recordaría que está bien llorar, porque es una forma de sonreír. Que está bien soñar, porque es una forma de vivir. Y sobre todo, que está bien levantar los brazos, para crear y construir lo que deseas, lo que aspiras, lo que necesitas en una forma de fe.

Sonrío. La niña que fui que tenía razón.

C'est la vie.

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