sábado, 14 de junio de 2014

Del tiempo de los sueños del color de la noche y otras historias de bosques perdidos.





Una vez, mi tia E. me contó una antigua leyenda Italiana que narra la historia de la bruja que llevaba destellos de estrellas en el cabello. Cada noche, la bruja despertaba cuando todos los demás dormían. En silencio, abandonaba la habitación que compartía con sus hermanos y corría al bosque, bajo la luna. Y aguardaba, en la oscuridad, rodeada de los sonidos del bosque tupido, descalza sobre la tierra con olor a sueños y recuerdos. Entonces el cielo sonreía, mirándola bienhechor y extendiendo sus dedos púrpuras, le obsequiaba el brillo de las estrellas. Cientos de pequeños destellos, que la rodeaban, deslizándose sobre sus manos y su cabello. Un pequeño prodigio que sólo ella podía ver.

- ¿Y que pasaba después? - pregunté ansiosa cuando la tía terminó de describirme la bella imagen. Tia E. me miró un poco sorprendida.

- Bueno...eso. Llevaba los destellos de estrellas en el cabello. Trenzados en su cabello, entre los dedos. Como pequeñas joyas secretas.

- Pero...¿Para qué servían? - insistí - ¿Para que obsequiarle algo tan valioso sino sirve para nada?

Tia parpadeó, un poco irritada. Pero yo continué mirándola muy seria. A mis descreídos diez años, no podía entender por qué una bruja podía obtener un obsequio semejante - celestial, asombroso - sin que tuviera alguna utilidad. Mi imaginación salvaje insistía en que debía tener algún objetivo, algo tan maravilloso como la historia en si misma. Pero tia insistió en que no, que la historia simplemente acababa allí.

- No todas las cosas del mundo son aparentes y evidentes - dijo - muchas de las más profundas lecciones son secretas, privadas e intimas.

¡Caramba, pero que aburrido eso! pensé un rato después, a solas en el jardin antipático de mi abuela. Porque ¿qué sentido tenía que tu cuerpo estuviera impregnado del brillo de las estrellas si nadie más lo podía ver? Mis héroes favoritos del Comic siempre se aseguraban que sus portentosos poderes fueran bien visibles, que nadie tuviera duda de sus maravillosas capacidades. Pero la bruja del cuento disfrutaba su pequeño prodigio en silencio. La imaginaba a solas, en mitad del bosque que tia había descrito con tanto detalle, los brazos levantados al cielo. El cabello radiante flotando a su alrededor. Seguro que ninguno de sus hermanos ni tampoco su madre, a quien imaginaba una anciana cascarrabias junto al fogón, podía imaginar que la chica pálida y pecosa - en mi mente muy parecida a mi - llevaba el más bello de los obsequios escondido entre las trenzas de su cabello.

- ¿No te parece loco? - le pregunté a mi amiga Flor. Deslenguada y ruidosa, Flor hacia preguntas constantemente y más de una vez, las monjas bigotonas del colegio donde ambas estudiábamos nos habían llamado "irritantes", un titulo que compartíamos muy ufanas. Sabía que entendería mi irritación por la historia incompleta. Cuando le expliqué la historia,  me miró asombrada.

- Y no se lo dice a nadie.

- No. Regresa a su casa y se va a dormir y ya  - le expliqué. Así de simple. Flor suspiró, sacudiendo la cabeza.

- ¿Y si es que nadie le creería? Igual que las estrellas solo se ven en la noche - opino - por eso debe ser que no se lo decía a nadie. ¿Para que decirlo si nadie lo iba a ver?

Eso tenía sentido. Pensé que tal vez, la chica del cuento era solitaria, tranquila y taciturna. Quizás tenía una hermana mayor, toda sonrisas y radiante, la favorita de la madre cascarrabias y el padre cazador. Y esta pequeña brujita, pálida y callada, la miraba con admiración desde lejos, un poco con timidez. Con los ojos de mi mente, la vi solitaria, mirando la montaña verde que rodeaba el bosque, haciendose preguntas, tan alejada de todos, tan callada.  Por ese motivo, se guardó el secreto de las estrellas. ¿Quién creería que entre todas las personas del mundo, ella podría recibir un obsequio semejante?

Lo lamenté por la bruja discreta. Sin que hubiese un motivo concreto, me obsesioné con el cuento incompleto. Tal vez se debía a la incomodidad que me producía no llevara a ninguna parte, como si la historia se tratara de una puerta cerrada que nunca podría abrir. Una ventana cubierta por tablones. Imaginé a la Bruja con cabellos de estrella, como una niña un poco mayor que yo, largirucha y con una sonrisa triste. ¿Era la menor entre todos los hermanos? Sin duda: estaba el leñador, que ya ayudaba a su padre, y el que soñaba con ser soldado. La hermana bonita, que ya despertaba admiración en el pueblo...y ella. La niña que  casi ninguno recordaba saludar. Que en la mesa familiar, donde todos reían y conversaban en voz alta. Pasaba desapercibida. La niña que se iba a dormir en silencio. Y entonces...

- ¿Que te pasa chica?

La señora Josefina jamás me simpatizó. Y creo que yo a ella tampoco. Era una anciana encorvada, maloliente y que siempre llevaba un cigarrillo entre los dedos. Vivía en una de las casas vecinas - aunque por mucho tiempo no supe cual - y solía dar paseos por la calle, siempre con una expresión de mal humor marcando su rostro arrugado. Me sobresaltaba un poco, su mirada clara de ojos grises, el cabello blanco y sucio cayendole por los hombros. Era como una aparición bulliciosa, apareciendo en medio de la calle cuando menos lo esperabas.

Como ahora. Me obligué a retroceder o hacer mal gesto.

- Nada, Seño José, solo me iba a mi casa. Jugaba en el parque - le expliqué. Con las manos apretadas de pura inquietud, miré hacia la calle. ¿Por qué no venía nadie justo ahora? ¿Alguien que pudiera quedarse hablando con la Seño José (como todos la llamabamos) y liberarme de esta extraña responsabilidad de hacerlo? Pero la calle estaba vacía, con ese aspecto un tanto cansino de las tardes de domingo. Asi que me obligué a sonreír.

- Llevame esto y acompañame a la casa - dijo. Me extendió su vieja cartera de mimbre, que llevaba a todas partes colgada del hombro. Tenía un aspecto tan ruinoso como su vestido, y un extraño olor a plastico. Me sobresalté ¿Cual casa? me pregunté - vente.

- Mi abuela me está esperando - dije apresuradamente - no creo que...

- Celia sabe que te cuidaré bien, vente chica.

Echó a andar. La miré alejarse, renqueante y enciendo un nuevo cigarrillo. Furiosa y sin saber que más hacer, la seguí.

Resultó que Seño José vivía a dos casas de la de mi abuela y era la madre del Doctor Rodriguez, un señor muy severo que de vez en cuando iba por la casa para ocuparse de la tensión arterial de mi abuela. A pesar de eso, nunca había estado en su casa y me asombró lo bonita que era: tenía un gran jardin verde y muy cuidado, un salón ordenadísimo y una bonita terraza, donde Seño José se sentó con un gesto cansado. Le entregué su bolso y esperé de pie, preguntándome cuando sería buen momento para volver corriendo a mi casa.

- ¿Que edad tienes?
- Diez.
- ¿Ya vas a la Escuela?
- Sí.
- ¿Te gusta?
- Si.
- ¿Cual es tu asignatura favorita?
- Literatura.

Seño José me hizo todas esas preguntas mirándome con una atención crítica que me sobresaltaba un poco. Su rostro arrugado tenía una expresión severa, como si mis respuestas le produjeran malestar. Me pregunté si debía ser menos escueta o al menos intentar explicarle algo más, pero la anciana continuaba dándome un poco de miedo. Tenía un aspecto ajado y seco que imponía respeto y algo incluso más incómodo que no sabía como definir. Después sabría que era simplemente amargura.

- Hace mucho tiempo, fui maestra de Escuela - me dijo de pronto. La escuché asombrada - y me gustaba mucho. Empecé siendo una jovencita: tendría veinte años cuando di mi primera clase. Lo disfruté cada día hasta que me jubilé. Aún recuerdo esa época con muchisimo amor.

No me lo esperaba, por supuesto. De todas las cosas que Seño José podría haber dicho, la que menos podría haber supuesto era esa. No podía imaginarla, como ella misma se describía: una joven feliz en un salón de clases. Parpadeé, mirandola ahora, ajada y furiosa, y me pregunté que había ocurrido para que perdiera esa frescura feliz que me describía con ojos tristes.

- No me lo crees ¿verdad? - dijo. Encendió un nuevo cigarrillo. El olor me hizo estornudar y ella manoteó, intentando disipar el humo que se arremolinaba a su alrededor - que fui joven y maestra.

- Bueno... - murmuré - no se ve usted muy feliz ahora.

¡Que grosera! pensé y me mordí los labios nerviosamente. Seño José rió en voz alta.

- Eres una niña loca - comentó - vente mañana y te mostraré algunas fotografias de como era en ese tiempo.

- ¿Por qué no me las muestra hoy?

- Porque te las quiero mostrar mañana. Ahora vete.

Así, sin más. Me encogí de hombros y salí a la carrera. ¿Que se pensaría esa señora loca? ¿Que yo volvería nada más para husmear en sus fotografías? ¿Que volvería otra vez a oler su feo olor a tabaco rancio solo por comprobar si era verdad lo que hacia?

Pues tenía razón, desde luego.

La tarde siguiente, me mostró las fotografias de una mujer alta y bella que había sido ella misma. Me asombro su sonrisa, el cabello bien peinado, el rostro fresco. No me atreví a preguntarle como había llegado a ser tan vieja y seca, pero ella pareció notar mi extrañeza. Espontáneamente, me contó sobre la muerte de su esposo, como había tenido que cuidar al doctor Rodriguez y a sus hermanos sola y finalmente, esta vejez intranquila y cansada, confinada a sus achaques y a su tristeza.

- ¿No está feliz aquí en casa de su hijo?

Seño José me miró y tuve la impresión que de pronto, su expresión se hacia más blanda, casi cálida. Me conmovió entender entonces que no sólo no se encontraba feliz, sino probablemente se sentía muy sola, en una casa muy grande, llena de niños que entraban y salian a la carrera y una pareja que la soportaba a duras penas. No sé como intuí esas cosas o solamente que las asimilé escuchando el bullicio de los nietos que entraban y salian en tropel. O de la esposa de Doctor Rodriguez, riendo en voz alta mientras conversaba por teléfono en una habitación cercana. Suspiré, mirando a la joven de la fotografía. La Seño José que nunca había conocido y que de alguna manera, había desaparecido para siempre.

- No hay manera de ser feliz en la soledad - comentó.


La frase me sobresaltó y me angustió. La recordé cuando me despedí de ella, inclinandome para besar su mejilla marchita y calida. La recordé mientras jugaba con mis primas en el jardin antipatico de mi abuela. La recordé esa noche, en mi insomnio de niña, abrazando un libro entre los brazos. La recordé cuando volví al día siguiente a su casa, sorprendiendola, pidiendole ver más fotografías. La recordé mientras ambas reíamos juntas, de sus historias como maestra. No la olvidé cuando volví a casa, todas las noches, un poco abrumada por su soledad anciana, triste y un poco cabizbaja.

- Oye es como la niña del cuento ese - comentó Flor cuando le conté a donde iba a todas las tardes - la niña estrella. ¿No me dijiste que te la imaginabas invisible? ¿En medio de mucha gente?

Me sobresaltó el comentario. No lo había pensado y de hecho, me recorrió un escalofrío de reconocimiento.  ¿Era así? Flor se encogió de hombros, masticando golosa las galletas de chocolate que la abuela nos había servido.

- Pues como yo lo veo, ella es como la muchacha esa que me describiste. Tan sola. En medio de una casa con mucha gente.

La idea me asombró. La pensé muy detenidamente, mientras Flor seguía hablando sin parar. Y de pronto, tuve un pensamiento muy curioso: yo iba cada tarde a visitarla. Le llevaba libros, galletas, poemas escritos que había leído en algún lugar. De hecho, Seño José y yo eramos algo así como amigas, a pesar de que ella era una anciana cascarrabias y yo una niña muy curiosa. Pero aún así, compartíamos un vinculo, una sonrisa. ¡Y nadie lo sabia! Ni sus nietos, ni tampoco ni mucho menos su ocupado hijo o su yerna parlanchina. Incluso, yo misma no se lo había contado a nadie. Sólo a Flor, que seguramente lo había olvidado muy rápido y que sin duda, le importaba poco.

Y sin embargo, a mi me importaba mucho.

Lo comprendí, esa tarde, cuando Seño José me leía en voz alta uno de sus poemas favoritos y yo sonreí. Me sentí parte de su mundo, como si ella y yo compartieramos un secreto del que nadie más estaba al tanto. Una pequeño momento de dulzura que nos unía de una manera muy dulce y privada. Cuando terminó de leer, saboreando uno de sus versos favoritos de Lorca, me incliné y le di un beso en la mejilla.

- Debió ser una gran maestra - le dije. Y tuve in pensamiento muy singular: "Soy su regalo de las estrellas".
- Eres una gran oyente - respondió ella, sonriendo. Pensé entonces en el cuento, de la chica que sonreía a la Luna por sus regalos, que los atesoraba cariñosamente, que sabia el valor de los pequeños grandes obsequios. Como yo lo sabía ahora.

Mi tia E. me miró extrañada cuando la abracé por la cintura. Sonrío, un poco sorprendida por tanta efusividad.

- ¿Y ahora que ocurre? - preguntó.
- Eres mi regalo de estrellas - le respondí. Ella sonrió con una ternura que me conmovió.
- Todos tenemos un pequeño secreto, bonito y dulce que guardar. Las estrellas lo saben.

Y ahora, yo lo sabia también.


La sonrisa de las estrellas: El amor como un fragmento de Infinito.

En la Tradición de Brujería que practica mi familia, las buenas acciones son consideradas regalos de la voluntad y del conocimiento. Se considera que cada buena acción, crea muchas más y que a su vez, pueden formar parte de una gran idea de bondad que nos incluya a todos. Esa capacidad de hacer el bien y compartir esa visión de lo bueno y lo valioso, se suele celebrar con rituales alegóricos, como el siguiente:

Necesitarás:

Tres velas blancas.
Un vaso con agua (nunca fría)
Tarro con Tierra.
Papel.
Un bolígrafo.

Disposición:

Enciende las velas y colocalas formando un triángulo en medio del cual te sentarás. Coloca frente a ti el tarro con Tierra y bendicelo de la siguiente manera:

"De la Tierra
A la luz
Lleva mi mensaje a las estrellas
Así sea".

Ahora toma la hoja de papel y escribe en ella buenos deseos. Pueden ser de cualquier indole y estar dedicados a cualquiera. Imagina incluso las escenas que deseas obsequiar a seres queridos: triunfos académicos, momentos de gran felicidad personal. Una vez que lo hayas hecho, dobla el papel e invoca:

"Sueño de estrellas
Una palabra que son cien voces
Lleva al Universo
Mi deseo y mi amor
Asi sea".

Ahora, entierra la hoja en la tierra. Hazlo sin utilizar otra herramienta además de tus dedos desnudos. Disfruta de la sensación de la tierra fresca y sobre todo, de esa afinidad y complicidad con una parte de tu mente muy primitiva y originaria. Cuando hayas terminado, invoca de la siguiente manera:

"Eres mi nombre
Eres mi voz
Que las estrellas escuchen mi deseo
Así sea".

Permite que las velas se consuman antes de terminar el ritual. La próxima Luna llena, coloca frente a tu ventana el tarro, como una forma de enviar tu mensaje de amor y solidaridad directo a las estrellas.


Entre sueños, imagino a la bruja de cabello de estrellas. Corre con el bosque, con los brazos extendidos en la oscuridad. Entonces se detiene, frente a la primer rayo de luna. El cabello oscuro cayendole sobre los hombros, la respiración agitada por la emoción. Cuando levanta el rostro hacia la luz, casi puedo reconocer su rostro, pecoso y pálido, sus grandes ojos negros. Un escalofrío de alegría me recorre.

A ella, que soy.

C'est la vie.

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