martes, 6 de marzo de 2018

Un patriarca tan amado: En los cielos imaginarios de un mundo radiante.




El día en que murió Gabriel García Márquez, nna mariposa amarilla voló muy cerca de mi rostro: un parpadeo de pura belleza. En mi ciudad, esa Caracas hostil, triste y tan rota por cien batallas perdidas, las mariposas son una rareza, un fragmento de purísima y delicada belleza centelleando en medio de las heridas. De manera que miré la mariposa revolotear, ingrávida y radiante a mi alrededor, con una sensación de asombro. Luego se elevó, hacia un cielo azul tan brillante y desapareció en su brillo. Una escena pequeña, frágil en el devenir de todas las cosas. En medio del sonido del tráfico, de los gritos de los transeúntes enfurecidos que caminaban a mi alrededor, del agobio natural de una ciudad inclemente, tuve la sensación que aquel destello de belleza había sido un pequeño prodigio. Un símbolo de lo extraordinario en medio de lo cotidiano, que me dejó sonriendo sin saber con exactitud por qué. Un sueño perdido, un fragmento de una historia que no me pertenece pero que paladeo casi con amor.

Entonces pensé en Gabriel García Márquez. Pensé en la primera vez que el Coronel Aureliano Buendía había tocado el hielo, en la venda negra de Amaranta que cubría su amargura como un velo delicadisimo, en Úrsula y sus muñequitos de azúcar, en el monumental José Arcadio Buendía. En un señor muy viejo con unas alas muy grandes, en el ahogado más bello del mundo, en los ojos del perro azul, en la huella de la sangre en la nieve, en doce cuentos peregrinos — perdidos y encontrados — , en el amor y otros demonios, en Fermina Daza sonriendo en una tarde perdida. Pensé en cada libro del autor, que había llenado mi infancia de luz, del olor de los manglares, del olor vegetal y sensual de un Macondo imaginario al que a menudo iba a vivir cuando la realidad parecía muy dura para soportarse a primera vista. Pensé en que gracias a García Márquez, las mariposas amarillas eran un símbolo en mi vida. Que a pesar del dolor, del caos, de todos los pequeños desórdenes y desastres a los que me enfrentaba a diario, había algo de belleza incluso en las pequeñas cosas. Un milagro del marasma, pensé con una sonrisa. De todas las cosas rotas, disparejas y extraordinarias a la que García Márquez había conferido importancia.

De vez en cuando un libro entra a formar parte de esa colección de sueños e imágenes que guarda tu mente. No solo porque lo recordarás, con el sabor de las páginas y el olor de las historias que te obsequió, sino porque además coloreó de una manera totalmente nueva una habitación desconocida de tu imaginación. Pero ¿Qué ocurre si eso te ocurre no con un libro, sino con las obras completas de un escritor? Aprender a soñar con sus palabras, reír con los mundos que crea. Podría decir que eso ocurrió, desde niña y para siempre, con cada libro y cuento de Gabriel García Márquez. Un crisol de historias que otorgaron sentido y nombre a las propias, que construyó el rostro de los personajes invisibles en mi mente. Y es que García Márquez dibujó con palabras un mundo que reconocí como mío, con tanta profundidad y amor que nunca pude abandonarlo de nuevo una vez que entré en él.

Recuerdo la primera vez que leí a García Márquez. No fue, por cierto: Cien años de Soledad, sino un cuento pequeño, exquisito, que me obsequió un viejo librero titulado “Un señor muy viejo con unas alas enormes”. Por entonces, tenía diez y estaba obsesionada con la fantasía como solo puede estarlo un niño. Leía en la búsqueda de las historias que nadie podía ver, esas pequeñitas que parecían enredarse en las horas fragmentadas de las tardes de palabras, de los sueños de palabras. Y lo que leí en aquel cuento sencillo, de un ángel tan viejo que vino el mundo a morir quizás, fue esa región sin norte de lo que se imagina, las cientos de historia que se pierden entre los dedos, que encuentras de vez en cuando solo para volver a perder. Recuerdo que lloré, por aquel ángel vestido de harapos, barbudo y cansado. Y me gustó llorar por él: me gustó oler el aroma de la tierra mojada por la lluvia, escuchar la música de la Feria que llegó al pueblo sin nombre, llevando a la mujer convertida en araña por desobedecer a su mamá. Sentí un tipo de asombro más allá de lo infantil, porque me pregunté como se podía escribir así, como se podía soñar de esa manera. Cuando terminé el cuento, miré la fotografía del escritor en la solapa trasera del libro: Un anciano venerable de ojos cansados y cabello blanco. Ojos de muchas tristezas y días y noches. Y supe que habría un pacto entre ambos, como suele ocurrir entre todo lector y su héroe de pluma y hoja. Supe que creería todo lo que García Marquez quisiera contarme y que lo escucharía con la atención de los que sonríen por ingenuidad y los que añoran la fantasía cuando la realidad pierde color. Lo supe con tanta claridad que aún, siento la misma certeza, esa misma sensación cuando leo cualquiera de sus historias, cuando encuentro el camino — una y otra vez — a ese lugar privilegiado en mi mente donde habita las palabras y el amor.

Con García Márquez aprendí que soñar es una sonrisa, el olor de una casa desconocida, los susurros del miedo y placer de otro, esa enorme capacidad de crear. Una manera de mirar el mundo con el olor de otros, con la sonrisa aprendida, con las anécdotas de una visión que se fragmenta así misma para formar parte de algo más grande y profundo. Porque García Marquez brindó identidad a esa latinoamerica remota, la hizo sueño, la hizo cuento y palabra. Y soñó, claro: soñó con pueblos de espejismo de hielo, con Matronas gigantescas y despiadadas, navegando en el sopor de tardes muertas. Miró con los ojos de la imaginación huellas de sangre pérdida, de amantes sin nombre. Y hubo sueños, tantos: Con ojos de perro azul, con señores muy viejos de Alas muy grandes. Soñó en silencio con Generales románticos con golondrinos en las axilas, con las Amarantas que cosieron su propia mortaja, con las Úrsulas que levantaron imperios de sueños con animalitos de caramelo. Y es que quizás ese sea el mérito eterno de García Márquez: mirar la identidad caribeña, esa tan extraña y torva, a través de lo que reconocemos, los que une a otros, lo que perdimos, los que miramos entre rendija. La belleza simple de una historia que llamamos nuestra. Una forma de comprender el valor de la imaginación — lo que se crea, lo que nutre lo irremediable — y más allá quizás, una simple desazón. Esa que te deja la pérdida, lo que aún se espera, la ternura del dolor.

Un amor tan grande bajo el sol de una latinoamérica de ensueño:
Recuerdo que la primera vez que visité una librería me asombró el silencio. O lo que yo comprendí como silencio en todo caso: era un local común y corriente, lleno de público y por cuya puerta abierta se podía escuchar con claridad el bullicio de la calle. Pero a pesar de eso, me siguió pareciendo que en el interior de la librería era un lugar alejado de la realidad, de los gritos del obrero de la esquina, del corneteo frenético de los automóviles en la calle más allá, de las risas del grupo de señoras que conversaban. En este lugar, había un clima irreal, donde todo era posible. Los anaqueles enormes, repletos de historias que esperaban para ser leídas, los largos pasillos silenciosos, esa sensación de portento que parecía provenir de algo más profundo que la realidad vulgar. Sin duda, había algo de sagrado en todo esa belleza, pensé aunque no con esas palabras. Con ocho años, lo que en realidad me asombró fue la promesa, lo que sugería la imagen de todos esos libros esperando ser leídos: La esperanza de encontrar en ellos un sueño el cual atesorar.

Tuve el mismo pensamiento cuando leí por primera vez “Cien años de Soledad”. La compré justo allí, en esa primera librería que amé, a la que volví una y otra vez. Era un misterio, un secreto, ese libro cerrado donde un pueblo de nombre enigmático me esperaba para contarme sus historias. Sostuve el libro contra el pecho, pensando en que me esperaría entre sus páginas. De nuevo, el silencio: el de la expectativa, de esperar conteniendo el aliento por lo que la historia tendría para obsequiarme. Las manos abiertas de pura inocencia. Lo que sabía del libro era bastante poco: era la historia de una familia en un pueblo perdido en la serranía de Colombia. No sabía aún nada de sus símbolos políticos, del alabado realismo mágico que convirtió el libro en una metáfora de esta latinoamérica adolescente y crédula. Pero en esa primera imagen, en la del niño que luego sería el Coronel Aureliano Buendía, encontré la misma promesa de la librería silenciosa, de los libros cerrados esperando a ser leídos, misteriosos y casi inquietantes. La de un viaje extraordinario a un nuevo mundo de la imaginación, a un lugar bendito y a la vez sacrílego: donde los gitanos caminaban por entre los matorrales y las mujeres temían parir a un niño con cola de cerdo. Y es que Cien años de Soledad, me enseñó que la literatura es algo más que la imagen que se sueña. Es el sueño en si mismo, es el deseo de cada pequeña circunstancia que construye nuevos reinos del espíritu.

En Macondo encontré respuestas a preguntas que ni siquiera sabía me hacia. Me asombró su frescura, su humor profano, la delicadeza simple recién nacida de la tierra, cuando nada tenía nombre. Amé sin reservas el espíritu indomable de sus personajes, la historia de la familia perdida en medio de la Serranía a la que el tren amarillo llevó el progreso. Y también la de este continente donde nací, alegórico y fugaz que se adivina entre líneas. Y es que cada calle de Macondo, cada una de sus vicisitudes y tristezas no era otra cosa que el poder de construir un nuevo rostro de una historia muy conocida. De contar otra vez, lo que habíamos olvidado. Esos fragmentos de historia que de pronto parecieron tan cercanos, tan simples, tan queridos. Recorrí Macondo cien veces, abriendo y cerrando puertas en mi mente, encontrando cada vez un nuevo significado, soñando con el amor y el odio, con la simple vulgaridad de la tierra prometida que no existe y el temor de lo que se cree perdido. Y en medio de todo, la esperanza. Las mariposas amarillas, volando a mi alrededor, en mi mente, en cada rincón de mi memoria. En todas las veces que Macondo se construyó desde la primera piedra hasta su última hora en medio del ventarrón bíblico que llevó la última de todas las respuestas al joven Aureliano Babilonia, viudo y padre del niño de la cola de cerdo. Cien veces Macondo, no solo como promesa, sino como metáfora, como crítica, como todas las pequeñas historias construidas como un telón de fondo irregular y cada vez más significativo.

Pero más allá del pueblo de fantasía, de lo que brindó a la imaginería latinoamericana, ese revival el mérito de Gabriel García Márquez reside en su escritura, aunque parezca una razón simple para su trascendencia. Y no obstante, ese esa revisión del mérito y del peso de la palabra, su respeto por lo que implica, lo que hizo de Gabriel García Márquez un profeta en su tierra y en otras muchas. Rescató a la palabra latinoamericana de su sencillez severa y le brindó la ternura de la fabulación, la magia que sin embargo conserva un fragmento de realidad, en una mezcla que pudo suponerse imposible pero que el escritor supo combinar sabiamente. El poder de brindar sustancia a la imaginación en la buena literatura, de escenificar, con una delicadeza casi doloroso ese rostro desconocido de cada elemento encontrado para dotar de vida. Una revisión de género pero más allá, la capacidad de Márquez para asumir como primigenio, recién nacido en las palabras y lo que descubre en ellas. Un peregrino en su propia tierra de gracia.
Hubo una vez que Garcia Marquez comentó que habría querido ser pianista de bar. Lo dijo con esa sencillez suya, esa ancestral conocimiento de lo evidente que a muchos desconcierta. Cuando el periodista le preguntó el motivo de una idea tan singular, el escritor de pueblos eternos, el padre de tantos personajes inolvidables lo miró con atención.

- Para ayudar a que los enamorados se quisieran más — dijo. Y sonrió. Lo hizo, quizás consciente que por otros caminos y a través de la pluma, en esa insistencia suya de invocar el espíritu de las historias que brotan de la carne y la emoción, también llevó el amor a otros confines: a los lectores descreídos, a los cómplices de la imaginación como yo que le veneran. Porque en el misterio de las historias que encuentra entre infinitas variaciones del poder de crear, García Márquez descubrió sin duda el secreto de la trascendencia. Un mito pequeño y cotidiano, esa necesidad de descubrir en lo cotidiano un poco de belleza.

Sonrío, mientras la mariposa continúa su camino, como si sólo hubiese existido en mi imaginación. Aguardo, con el corazón latiendo muy rápido. La mariposa sacude las alas, brilla — aquí y ahora — y en mi imaginación, donde estoy convencida, atesoraré la escena para siempre. La emoción en las manos abiertas, en todas las palabras que de pronto dibujan una escena de la página de un libro, entremezclándose en la realidad. La mariposa volando, entre ese silencio de las empresa de crear un mundo nuevo en medio de una historia, de dotar de belleza incluso a lo intrascendente. Y sonrío, una despedida, un agradecimiento, a esa imagen que se eleva, que es parte de mi mente y ahora también del mundo.

Finalmente, de nuevo solo hay de nuevo los sonidos del mundo. Pero continúo sonriendo, bendecida, agradecida de este pequeño instante milagroso. El lugar donde las Mariposas amarillas simbolizan la belleza, y más allá, quizás la simple deseo de creer y crear.

0 comentarios:

Publicar un comentario