martes, 27 de marzo de 2018

El poder del sexo, la sonrisa vertical y otras formas del deseo: algunas consideraciones sobre la sexualidad femenina.






Fui enviada por el poder
Estoy aquí para aquellos que piensan en mi,
y he sido encontrada por los que me buscan.
Miradme, vosotros que pensáis en mi,
y los que escucháis, escuchadme.
Vosotros que esperáis por mí,
tomadme adentro de vuestras almas
y no me desterréis de vuestras miradas,
pues soy la primera y la última.
Soy la venerada y la menospreciada.
Soy la prostituta y la Madre Sagrada.
Yo soy el silencio incomprensible,
Y la idea cuyo recuerdo es frecuente.
Yo soy la voz cuyo sonido es múltiple,
y la palabra que se duplica.
Yo soy el sonido de mi propio nombre…

Encontré este poema en un libro sin solapa que alguien guardaba en una caja vieja de la Biblioteca Nacional y lo escribí en la primera hoja del cuaderno nuevo, unas horas después de haber tenido mi primera experiencia sexual. Seguía sintiéndome hermosa, poderosa, feliz — mi novio de por entonces era el gran primer amor de mi vida y estaba convencida que nos esperaba una larga vida juntos, lo que por supuesto, no ocurrió — y creí que el poema resumía la sensación de portento que me había provocado la experiencia sexual. Un gesto simbólico sin duda, aunque ahora, a la distancia, estoy convencida se trataba un poco de mi necesidad de contradecir esa visión cultural del sexo que parecía deslucir lo que acababa de vivir. Porque como mujer, la cultura de mi país me insistió bien temprano que se debe ser puta o santa, pero que es impensable ser ambas cosas a la vez. Y ambas ideas parecían descubrir mujeres bien distintas: La mujer como objeto sexual o carente de sexualidad. La mujer que pierde el control sobre su cuerpo y la que no lo posee de ninguna forma. Ese pensamiento siempre me intrigó — me angustió también — y cuando empecé a recorrer esos confusos años de comprender mi propia actitud hacia el sexo, de tener mis propias experiencias, la idea siguió obsesionandome. ¿Por qué la cultura occidental maldecía el sexo? ¿No era quizás la mayor muestra de hipocresía esa desconfianza hacia lo orgánico, el placer y el poder de lo erótico en un mundo que explotaba el sexo como mensaje? Me cuestioné la idea muchas veces, en muchas maneras distintas y jamás encontré una respuesta satisfactoria. Quizás no existe en realidad algo como una respuesta, sino más bien, una noción sobre lo que la sociedad y la cultura interpreta del sexo y más allá, su manera de condenar la libertad que supone disfrutarlo.

El poema original del que forma parte el fragmento que encabeza este artículo, se titula “La voz secreta, mente perfecta” y es parte de la Biblioteca Nag Hammad, una colección d escrituras gnósticas del siglo III de la Era Cristiana descubierto en Egipto de 1945. Nadie sabe quién lo escribió o de donde viene y se considera un poema religioso, a pesar de que es imposible clasificarlo en ninguna creencia específica. Una vez leí que se trataba de una elegía a lo femenino, a la dualidad de lo que es el Sagrado del sexo. Una idea preciosa, claro está, pero que actualmente sorprende y desconcierta por el hecho de contradecir esa visión lineal de la mujer. Desde niñas, la sociedad insiste en que la mujer debe cumplir un rol, desempeñar un estereotipo que intenta en definir que puede o que no puede hacer una mujer para expresar su sexualidad. De manera que, considerar a la divinidad Prostituta y Santa — a la vez y en una única expresión de la realidad — es un concepto paradójico en un mundo donde ambas visiones están contrapuestas.

Me hace sonreír la idea. De jovencita me obsesionaba: Cuando comencé a pensar en mi misma como una mujer sexualmente activa, comencé a notar esa necesidad social de ocultar — e ignorar — la opinión erótica de la mujer. Después de todo, para nuestra cultura, la sexualidad de la mujer es pecaminosa, cuando no, algo engorroso. Incómodo. Recuerdo que en más de una ocasión, me sorprendió — y me enfureció — la manera como los muchachos de mi edad dividían a las mujeres en dos grandes grupos: las putas y las Santas. Las putas eran las que acceden al sexo, las que lo disfrutaban, las que mostraban las tetas y las piernas, las que se reían en voz alta, las que bailaban sacudiendo la melena. Las Santas, eran las discretas, las que sonreían con modestia, las virginales, las pálidas heroínas de las cultura occidental en busca de estereotipos. ¿Que ocurría con las que nos encajaban en ninguna de las dos ideas? ¿Que pasaba con las que disfrutaban el sexo, pero llevaban pantalones y camiseta? ¿Y las que amaban bailar y gritar pero todavía seguían siendo vírgenes? ¿Que ocurría con las que disfrutaban el placer del sexo sin miedo ni culpa? ¿Había que tenerlo? En ocasiones, me preguntaba si todo tenía relación con la necesidad de no demostrar que el sexo era placentero, era natural, era primitivo y quizás por todo eso, hermoso. Había algo clandestino, misterioso, en la sexualidad occidental. Como si se tratara de un crimen, un desatino, que se comete a la sombra, que no tiene rostro, que mejor que nadie mencione en voz alta. ¿Por qué? ¿Por qué no admitir que nos gusta el sexo? ¿Que la mujer tiene los mismos deseos, las mismas urgencias al sur de la geografía corporal que un hombre? ¿Por qué la santa y la puta no pueden habitar en el mismo cuerpo? Quizás, solo se deba a una visión de fe.

De manera que, cuando leí el poema, me pregunté como habría sido en la época donde la mujer no necesitaba definirse de ninguna manera para gozar del sexo y el erotismo, para tener el derecho inalienable y original de meter en su cama a quien le prefiriera. Recordé la Diosa Lunar de la brujería: la celebración lo esencial femenino, de ese sagrado salvaje y poderoso que insistía que la mujer era libre de toda atadura moral. La veneración a Ishtar, Isis, Artemis y Diana, todas ellas visiones distintas pero completamente válidas del papel de la mujer en el tiempo, en su propia expresión personal. Pensé mucho en la mujer libre, la que no dependía de la opinión del hombre — como contraste o complemento — para comprenderse así misma. Y me pregunté también, si esa idea, casi utópica, había sido real alguna vez. Quizás no. De hecho, dudo mucho que la mujer alguna vez haya sido absolutamente independiente de la opinión de la familia, la tribu, la sociedad. No obstante, el poema existe. El poema habla de un tipo de divinidad que asombra y desconcierta por su poder para construir ideas sobre lo que es el erotismo, la mujer poderosa, ajena a cualquier restricción cultural.

- El significado del poema es múltiple — comentó mi abuela cuando se lo leí en voz alta — probablemente lo comprendas como un manifiesto de libertad y poder, pero en su época pudo ser solo una declaración de valores. La sexualidad para los antiguos no poseía un ingrediente moral. Era en realidad una idea mística, una forma de ejercer poder.
- ¿No es lo mismo?

- Podría serlo, pero en este caso lo dudo — respondió — la sexualidad era un valor religioso. El sexo era sagrado, creador y el erotismo, una forma de ritual. Así que para las sociedades más primitivas, el sexo te vinculaba con lo puramente esencial. Y además el sexo era un vehículo de vida.

Pensé en las sacerdotisas de diversos cultos de Isis y Vesta, cuyo principal requisito era la virginidad. También recordé las prostitutas Sagradas de Ishtar, que permitían al iniciado en los ritos mistéricos, trascender a través del sexo y el placer. Una idea curiosa, si se tiene en cuenta que la mujer y el sexo fueron satanizados unos siglos después por las mismas razones por las que antes se las consideró sagrada.

- Asombra que en una época el sexo fuera considerado de esa manera y ahora sea uno de los grandes tabú — opiné — es como si el miedo sustituyó el asombro.

- En realidad, siempre produjo asombro y miedo a partes iguales — dijo mi abuela — el sexo supone una intimidad monstruosa, una expresión del yo tan directa y cruda que siempre produjo temor. Recuerda además que por varios siglos, la concepción fue un acto misterioso, inquietante. El papel del hombre en la procreación era confuso o incluso poco importante. A la vista de la tribu, la mujer creaba vida por sus propios medios, era capaz de parir y alimentar a su bebé a solas. Una expresión de voluntad divina que atemorizó al hombre por mucho tiempo.

Me desconcertó el pensamiento. Imaginé a una mujer, rolliza y fuerte, pariendo a solas en una cueva de roca, apenas iluminada por el fuego a sus pies. La escuché gritar de dolor, debatirse entre el horror y la necesidad de traer su hijo al mundo. Y luego, la vi sosteniendo al bebé, triunfante, aún temblando de debilidad. Imaginé a la tribu recibiéndola, admirados y sobrecogidos por el misterio de la vida, por esa capacidad desconcertante del vientre femenino de crear en medio del dolor. No era de extrañar entonces, que el sexo fuera considerado sagrado — un vehículo de la voluntad divina — y más allá, una manera de elaborar ideas complejas sobre la divinidad.

Libre como lo erótico: todas las formas de belleza.
Hablar de sexo siempre será complicado. No es porque el concepto lo sea — puede serlo, claro — sino más bien, por lo incómoda que resulta la idea a mucha gente. Y me refiero a una incomodidad real: esa de mirar a otra parte, carraspear la garganta, cambiar de tema. El sexo es bueno — nos gusta, nos obsesiona — pero pareciera serlo solo si se mantiene en secreto, al margen de lo visible. Que hipocresía, pienso con frecuencia, en un mundo que vende el sexo, lo comercializa a todo nivel, que lo asume como producto, ese seudo respeto reverencial asombra. O al menos a mi me asombra, cuando no me hace reír por absurdo, por fuera de contexto, por adolescente. ¿Será que somos aún una cultura muy joven? ¿Adolescentes que se murmuran los secretos morbosos al oído, riendo y preguntándose qué vendrá después? Es probable: la cultura sigue sin asumir lo inevitable de lo erótico, lo profundamente necesario. Lo inquietante de esa libertad de los sentidos, de esa fiesta del cuerpo, a trompicones que todos disfrutamos de alguna u otra manera.

De jovencita, el sexo me obsesionaba, quizás por aquello de lo prohibido, aunque ahora que lo pienso, era más un asunto de curiosidad nata. Estudiaba en un colegio de monjas francesas que intentaban por todos los medios mantener el sexo al otro lado de la puerta del roble del edificio. Pero por supuesto, el mundo más allá era inmenso…y lleno de respuestas a todas las preguntas que tenía. Porque con las hormonas en plena implosión — dolorosas, radiantes, eufóricas — todo se resumía a que ocurría en ese espacio silencioso de la piel que arde, de las preguntas que no se responden en voz alta. Recuerdo que por entonces, no tenía a nadie con quien hablar del tema: hija única y rodeada de adultos, me acostumbré a buscar mi propias respuestas, a disfrutar de esa búsqueda, de incluso apreciarla en soledad. Y el sexo era algo que aprendí bien pronto era de una de esas cosas que era mejor no decirlas en voz alta, de las que se murmuran, aunque no sabía por qué.

De manera que hice las cosas a mi manera: leí literatura erótica cuando comprarla provocaba cejas levantadas de libreros alarmados, veía películas pornográficas con una extraña sensación de cruzar terreno desconocido y un poco de repugnancia — todo hay que decirlo — y de vez en cuando exploraba mi cuerpo, para aprender de él más que para procurarme placer. Porque en realidad, lo que más me asombraba del tema era que la mujer, según todo lo que leía, todo lo que veía, todo lo que se mostraba sobre la sexualidad, era una extranjera en territorio erótico. La mujer no debía saber nada sobre el sexo o al menos eso era lo que la sociedad asume como normal. A la mujer no le interesaba el sexo, no era algo de lo que hablara con libertad, no era algo que pudiera disfrutar a puertas abiertas, a gritos y a gemidos. Con dieciséis años, aquello me resultaba incomprensible, cuando no francamente ofensivo. ¿Por qué que las mujeres eran extranjeras en su propio cuerpo? Por supuesto, tenía un noción bastante clara de donde provenía la idea: en una cultura machista como la Venezolana lo femenino tenía que ajustarse a un esquema claro, definido y limitado. Que no comprendiera el motivo, que me angustiaba pensar en la razón que obligaba a la mujer a mirar lo sexual con desconfianza, no hacía menos real el límite. Más allá de la línea del silencio, de lo provocativo, de lo sugerido, estaba la puta, la fácil. O mejor dicho, la opinión social sobre la mujer que decidía tomar poder sobre su vagina, su placer y sobre el primitivo derecho de decidir a quien llevaba a la cama.

- ¿Ya lo hiciste por primera vez? — mi amiga J. me solía preguntar eso con frecuencia. Aunque me llevaba un par de años, era considerablemente más inocente que yo sobre el tema y parecía asombrarle el hecho que yo sintiera aquella curiosidad casi insaciable sobre lo erótico. La pregunta siempre me hacía sonreír porque la respuesta invariablemente era no. Pero ella no me creía. Nunca me lo dijo a la cara, claro, pero sabía que J. estaba convencida que mi necesidad de entender el sexo tenía mucho que ver con el hecho de las consecuencias, con lo que pudiera estar haciendo con algún desconocido sin rostro. Siempre me hacía sonreír ese pensamiento. Tenía que existir un motivo para hacerme preguntas, para intentar comprender lo sexual, para preocuparme sobre lo necesitaba, el placer como una línea imaginaria que me separaba del adulto ¿No podía existir el sexo por el sexo?

Al parecer, no.

Más adelante, cuando ya tenía una pareja y el misterio del sexo comenzó a ser mi propio secreto, digamos, esa visión — el sexo como límite entre lo propio y lo ajeno — se hizo más evidente y desconcertante. Porque el sexo fue para mi una revelación, una muestra de libertad suprema que me sobrepasó, que dejó a un lado toda idea sobre la intimidad como forzosa, necesaria o temible. Y entendí menos esa insistencia cultural de mantener al sexo en una brecha sin nombre, de relegar el concepto al espacio de las cosas ocultas, las que se temen, las que son peligrosas. Aunque claro, el sexo si podía ser peligroso: había una pérdida de control, una ruptura con la idea personal para dar paso a algo más profundo y doloroso que podría golpearte, dejarte sin máscaras, tan vulnerable como ninguna otra cosa podía hacerlo. Pero más aún, el sexo era primitivo. ¿Cómo entender eso en una sociedad que procura idealizar cada cosa, hacerla digerible, simple, superficial? ¿Cómo puede encajar esa brutal intimidad del sexo, esa puerta abierta hacia lo esencial de ti mismo con esa necesidad social de banalizar cada cosa e idea para hacerla digerible? Caminaba entre los kioskos de revistas, mirando a las mujeres de las portadas, los pechos bien visibles, los cuerpos curvilíneos en posiciones insinuantes ¿Eso es sexual? Recordaba los gemidos, los labios mordidos, el momento de desconexión, el blanco éxtasis, elemental. La sensación de perder el sentido para recobrarlo en un cercanía tan absoluta que abruma, que te deja sin voz. ¿Y que entiende la cultura occidental por eso? Un mero entrecruzamiento de brazos y piernas. El rostro de una mujer en primer plano, haciendo muecas. Un hombre la penetra, la cámara toma un largo plano de su pecho musculoso y tenso. ¿Eso es la intimidad brutal de un gemido, del olor exquisito de la saliva? de morir y renacer.

- Miras las películas pornográficas como si se trataran de escenas en un zoológico — me comentó mi novio de esa época. Me hizo el comentario en un café donde almorzabamos, en voz baja. Y se le notaba incómodo cuando lo hizo: la cabeza inclinada, los hombros tensos. Mastiqué lentamente el pedazo de pan que comía y lo miré. Era un hombre muy desinhibido…cuando la puerta de la habitación se cerraba. Le gustaba gritar y gemir, mostrar su cuerpo. No tenía esa vergüenza patriarcal al cuerpo. Pero a la luz del sol, fuera de la seguridad de las ventanas cerradas, parecía ser otra cosa. El rostro oculto de un hombre desconocido, el micromachismo que era parte de la cultura invisible, la que nadie cuenta ni nota.

- La pornografía sólo simplifica lo complejo — dije. Dije la palabra “pornografía”, en voz bien alta y clara. Mi novio se quedó paralizado con el sonido de la palabra, como si no la reconociera. Un comensal de una mesa cercana me miró sobresaltado. Me pregunté el motivo, me hizo reir en silencio la posible respuesta.
- Baja la voz.
- ¿Por qué?
- No es necesario que todo el mundo se entere de algo así.

No respondí. Había un cierto tono de urgencia en su voz, la sensación clara que el tema le causaba una incomodidad que no podía expresar bien y quizás él no entendía. Y eso me molesto. No sabía bien el motivo, pero me fastidio esa discreción forzada, esa sensación que transgrede algún límite imaginario entre lo privado y lo secreto. El secreto doméstico.

- Te gusta el sexo ¿no? — le pregunté. De nuevo en voz muy alta y clara. Se encogió de hombros, la frase pareció aplastarlo un poco, hacerlo sentir tan inquieto que tuve la clara impresión que se levantaría y me dejaría allí comiendo sola, a merced de las miradas de los sorprendidos testigos involuntarios de la conversación. Pero veamos, ¿Los hombres no tienen el derecho de reír y bromear con el sexo muy libremente? ¿Rompo alguna ley tácita de silencio hablando en voz alta lo que no debería? Me gustó ese pensamiento. Lo analicé desde todos los puntos de vista y continué pensando en eso incluso cuando la conversación terminó en una discusión malsonante y muy tensa de la que no nos recuperamos muy bien. De hecho, a veces tengo la impresión que esa primera grieta en nuestra relación — recién nacida y muy joven — fue el abismo que se abrió entre ambos después. Porque del sexo no se habla. Y yo quería hablarlo. Yo quería las luces encendidas. Yo deseaba reír y gritar. Concluí entonces que él no estaba preparado para eso o eso me supuse cuando dos o tres meses más tarde, la relación terminó. Para alivio de ambos.

Del vibrador, el grito, lo terapéutico, el sexo, la puta y otros temores.
Una vez leí que durante la dura y rígida época victoriana, las mujeres sufrían de frecuentes períodos de histeria que los médicos no sabían clasificar. Se lo atribuían a un tipo de locura breve y tenaz que la ciencia médica no sabía cómo consolar. De manera que los médicos, que al parecer no estaban tan confusos sobre el origen del enigmático mal como podría suponerse, comenzaron a recomendar el uso de vibradores para calmar los ardores inferiores, como se le llamaba al deseo sexual en una época de eufemismos ridículos.

Con el transcurrir de las décadas, la idea sobre el sexo en secreto, la mujer sometida al anonimato de la cama no cambió. De hecho, para los conservadores años ’50 la mujer que disfrutaba del placer sexual era poco menos que una puta. La mujer no tenía derecho al placer porque el sexo era una manera de honrar la sagrada institución del Matrimonio ( lo que sea que eso fuera ). Más allá, estaba la religión, que desde hacía milenios consideraba la sexualidad femenina un misterio. Desde la mítica Lilith que fue demonizada por pretender escapar de la dominación sexual de Adán hasta las brujas, que bailaban y fornicaban con el Diablo, el sexo en la mujer era una especie de visión misteriosa, que se escondía entre los pliegues de lo real y lo imaginario de la carne, el gemido y el placer. ¿Por cuánto tiempo se creyó que la mujer no tenía alma? ¿Y cuánto de esa carencia de animus no se debía a la interpretación del deseo sexual femenino como pecaminoso, tentador, maligno? Y la sociedad continuó preocupándose de la mujer que gozaba, de la que deseaba, de la que sabía el poder de su vagina, más allá de la mera concepción. La Diosa tradicional fue mutilada de su aspecto de Mujer y anciana y solo quedó la Virgen, lánguida, santificada, convertida en una expresión de bondad extraordinaria y poco realista. La mujer sexual continuó escondiéndose, temiendo y siendo considerada un error en la visión sexual cultural.

El sexo es quizás la expresión de libertad más amplia, más poderosa de la que se pueda disfrutar. Esa necesidad de romper toda barrera, de mirarte con una franqueza infantil y comprenderte como parte no solo de una visión cultural sino dueño de tu cuerpo, de tu deseo y de una insatisfacción perenne. La individualidad del placer, del éxtasis que no entiende metáforas o medias tintas. El placer por el placer.

Hace años tuve varios encontronazos con esa figura del censor invisible, la línea divisoria entre lo que se considera que una mujer puede hacer o no, con su sexualidad, su cuerpo y su imagen erótica. Comencé lo que sería mi proyecto mayor durante el año y que consistía en tomar 12 autorretratos desnudos. Una idea que en un principio asumí sería sencilla pero que terminó siendo lo más difícil que probablemente he hecho en fotografía hasta ahora: porque no se trataba solo de concebirme como objeto fotográfico — que ya es bastante complicado — sino además, lidiar con mi imagen corporal, las opiniones que tengo sobre mi cuerpo y más allá, esa conclusión sobre mi idea de sensualidad con la que tuve que debatir para llevar a cabo imágenes que pudieran expresarla. Pues bien, de inmediato me tropecé con una lógica de ninguneo moral que insistía en que un desnudo siempre es reprobable: recibí correos insultantes, comentarios subidos de tonos en las imágenes e incluso uno que otro bien intencionado consejo que intentaba hacerme comprender que una mujer no puede — ni debe — exponer su cuerpo a la mirada ajena. Mucho menos disfrutar de su propia sensualidad — cualquiera sea su concepto del término — y menos aún, su visión sobre su propia idea de lo femenino. Por días enteros, me debatí entre las dudas de continuar o dejar el proyecto para cuando pudiera entender la crítica más allá del ataque, pero al final, decidí que continuaría. No solo a pesar de las críticas sino debido a ellas. Y el resultado es un conjunto de imágenes de las que me siento muy orgullosa y sobre todo, profundamente responsable. Porque hablamos de eso ¿verdad? la imagen impúdica tiene mucho que ver con la imagen de la mujer frágil, la víctima tentadora, la que se mira al espejo de la opinión social y no sabe muy bien como concebirse. ¿Eres puta? ¿Eres santa?

¿Quieres ser cualquiera de las dos cosas? ¿Y si no quiero ser ninguna? ¿Y si quiero construir mi propia opinión sobre el sexo, el valor del erotismo y la sensualidad?

Tal vez todo se trata de una concepción del mundo que rebasa esa frontera entre lo evidente, lo sugerente y lo puramente interpretativo. O quizás, algo bastante llano: la mujer debe enfrentarse a sí misma, a lo impúdico que parece bordear la manera como nos concebimos, ese otro yo secreto, voluptuoso y delicioso. Una idea que nace y se construye así misma. Una manera de analizarte ( te ) como parte de tu propia concepción de la verdad.

Me miro desnuda al espejo. Desnuda de prejuicios, de ese temor perenne al dolor, a lo mínimo, a la vulnerabilidad. Y me siento bella, poderosa, imperfecta, deseosa. Porque el poder que reside en el sexo no empieza en la piel ni termina en una cama: comienza justo en ese lugar esencial, casi doloroso donde reside la identidad, nuestra manera de mirar al mundo. Y justamente eso es lo que me hace sonreír, con ternura y con placer, más allá de toda idea y razón.
C’est la vie.

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