lunes, 26 de marzo de 2018

Crónicas de la nerd entusiasta: todas las razones por las que deberías ver “Isle of Dogs” de Wes Anderson.





Como reflejo de la vida real (o al menos, una refracción discursiva sobre la identidad colectiva) el cine suele convertirse en caja de resonancia de las obsesiones y pequeñas aspiraciones de los directores, artífices en su mayoría de pequeñas estructuras simbólicas de enorme valor conceptual. Tal vez por ese motivo, Wes Anderson tiene una concepción de lo cinematográfico basada en pequeñas visiones del mundo convertidas en metáforas de algo más profundo, duradero y especialmente simbólico. Para Anderson, el cine representa una gran extensión fértil en la que crea una dimensión por completo nueva de lo estético como lenguaje y a la vez, analiza una idea más intrincada sobre la comprensión de la identidad, el individuo y lo que nos une a la cultura. El resultado son diminutas cajas de juguetes visuales, repletas de meta referencias y sobre todo, una búsqueda consciente de un significado complejo sobre el cine como reflejo del yo colectivo: En The Grand Budapest Hotel (2014) convirtió a su elenco humano en marionetas que iban de un lado para otro en un mundo en miniatura rebosante de belleza y color. Con una atención para el detalle casi obsesiva, Anderson logró elaborar una reflexión cómica, paródica y sentida sobre los grandes dolores humanos pero también, de la perseverancia de cierta noción sobre lo bello que sobrevive al dolor. Todo envuelto en una preciosa colección de gags humorísticos, estupendas actuaciones y una visión idílica de una de las ciudades más elegantes de Europa. Es evidente que para el director, la tensión entre lo hermoso, lo poderoso y lo espléndido se analiza desde cierta sutileza argumental que se agradece y siempre conmueve.

En “Isle of Dogs” (2018), Anderson repite la proeza pero además, lo hace desde un estrafalario punto de vista que convierte los dimes y diretes de los empleados del Hotel Budapest en una búsqueda de sentido existencialista reconvertida en algo más elemental, más parecida a una travesía del héroe que a una búsqueda persistente de alegoría y renacimiento espiritual. Mucho más soficada y ambiciosa que su anterior experimento en Stop — Motion (la adaptación del cuento de Roald Dahl “Fantastic Mr Fox” estrenada en el 2009), “The Isle of dogs” es una distopía que no pretende serlo, pero que a la vez, se esfuerza por mostrar el futuro cercano desde la comprensión del bien moral y la justicia dentro de una percepción de lo primitivo casi espiritual. Basada quizás de forma tangencial en el clásico español “Fuenteovejuna” (sobre todo, desde la necesidad de reconvertir el orden social debido a situaciones de casi imprevisible dureza), la historia transita los delicados bemoles de lo justo, la autopreservación y una extrañísima percepción sobre el dolor y la expiación espiritual. Con un guión medido e inteligente firmado por el propio Anderson y Kunichi Nomura, la película analiza las relaciones de poder desde el ángulo de un humor negro y por momentos retorcido que refleja la inquietud sobre la incertidumbre al futuro. Desde la percepción de la ciudad ficticia de Megasaki hasta la meditada visión sobre la enfermedad y la exclusión a través de un mal misterioso llamado “Fiebre del hocico”, la película pondera con acritud una versión de la realidad en la que el dolor y el desarraigo son parte del argumento pero sin caer en tremendismos o dolores dramáticos. En “Isle of dogs”, la búsqueda de la identidad se asume desde la periferia y hay una comprensión casi idílica del aislamiento como última puerta hacia la solidaridad y la búsqueda de la individualidad, un prodigio argumental que Anderson logra con mano firme y una gran concepción sobre lo humorístico y lo sensible que sorprende por su perfecto equilibrio.

En medio de un clima policiaco y definitivamente dictatorial, aislados en una cuarentena circunstancial, un grupo de exiliados por la temida “Fiebre del Hocico” debe apañárselas para luchar contra la extrañísima situación que les confina a una isla solitaria y abandonada, en los confines del mundo conocido. Sí, todos se tratan de perros capaces de hablar y de razonamiento superior, que son arrojados en esta especie de cárcel sin barrotes en medio de una situación draconiana que Anderson describe desde cierta dolorosa concepción de la tragedia. En medio de la circunstancia, la vida parece desesperada, dura y apenas soportable para los exiliados en la Isla de aislamiento, mitad páramo industrial desolado y parque de atracciones abandonado, con partes mecanizadas que funcionan en contadas ocasiones pero que brindan a la isla una rara sensación de futuro tecnológico arrasado. En medio de todo, los grupo de expatriados luchan no sólo por la supervivencia sino por la identidad. Una batalla silenciosa que el guión aborda desde la delicadeza y que Anderson logra captar con enorme inteligencia visual.

Con su aire delicadisimo, melancólico, decadente y conceptualmente brillante “Isle of Dogs” está impregnada además de la cultura pop japonesa, lo que la convierte en una especie de alegoría sobre la cultura asiática pero más allá de eso, una gran referencia de metamensaje no sólo con respecto de referencias niponas sino un cuidado estudio sobre la cultura del país. Hay una real inmersión en las tradiciones, comportamientos y visiones sobre el país que analiza lo japonés desde el conocimiento y no la estereotipación. Además, Anderson disfruta de convertir a la película en un monumental homenaje a obras del cine clásico asiático: desde Katsushika Hokusai hasta las épicas de Akira Kurosawa, es evidente que Anderson avanza a través del guión y el paisaje tecnificado y futurista de su película desde un logro creativo artesanal de enorme contundencia. Además, es evidente que para Anderson, la cultura japonesa está intrínsecamente relacionada con cierto ritmo de exquisita sutileza. Incluso lo lingüístico — la película está enteramente hablada en inglés pero hay largos diálogos en japonés que deja sin traducir como para crear la noción sobre un mundo aparte dentro de lo general — crea una sensación sutil sobre la permanencia de cierta memoria escénica.

Algo que sorprende de la película es que a pesar de apelar a la ternura en más de una oportunidad, no se trata de una película dulce, conmovedora y mucho menos, una reinvención al culto japonés al kawaii, lo cual resulta de agradecer en medio de una sensación perenne de peligro, riesgo y cierta violencia. El diseño está creado y concebido para brindar al mundo de los perros de una dolorosa firmeza, a la vez que una noción sobre la pérdida que se traduce en pelajes disparejos y sucios, orejas rotas y heridas visibles. Los perros de Anderson no están concebidos para conmover, aunque lo hacen y atraviesan la durísima historia que protagonizan desde una belleza áspera que llega a resultar casi sorprendente en su cualidad para desconcertar. La puesta en escena está llena de bordes aspectos, de escenarios duros y destartalados y sobre todo, reconvertidos en algo más ambivalente, persistente en la belleza y sobre todo, construído a través de una dura versión de la realidad. Filmada en los 3 Mills Studios de Londres y la Babelsberg de Berlín, la película no se limita al momento de mostrar la violencia y se reconstruye como un gran aliteración de gags visuales que relacionan el mundo canino con la emoción de una manera inteligente, bien construida y analizada desde lo formidable y lo profundamente sentido. El diseño de los personajes asombra y de hecho, uno de los elementos más asombrosos de la película, es la forma como los perros emergen como individuos perfectamente reconocibles, algo que el casting de voces hace incluso más profundo. Anderson de nuevo, juega con la concepción de lo estético como una referencia cruzada que utiliza además, con cierto aire displicente y en ocasiones, casi bondadoso. Incluso la música — esa deliciosa revisión de Alexandre Desplat sobre lo icónico y lo venial — brinda a la película una nueva dimensión de lo formidable y polifónico. Desde tambores taiko, compases de Jazz lentos y reverberaciones metálicas hasta líneas altas de notas de Prokofiev, la música en “Isle of dogs” es otro personaje y sobre todo, uno a tener en cuenta.

No obstante, a pesar de todo lo anterior “Isle of dogs” no es una película emocional, porque no sólo no está pensada para hacerlo sino que además, está construida como una versión de la realidad que roza cierta violencia intrínseca. Como el cuento de hadas macabro que podría ser — pero no lo es — “Isle of Dogs” juega con el desencanto, las peculiaridades del desarraigo y al temor convertido en una fuente de filosofía casi absurda. Con su duro aire de distopía involuntaria y su versión de la realidad reconvertida en algo más pendenciero y casi cruel, la película toca varios registros a la vez sin decidirse por ninguno. Y es esa mezcla — inteligente, bien planteada, llena de matices — quizás su mayor triunfo.

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