miércoles, 28 de marzo de 2018

Pequeños dolores invisibles: Como sobrevivir a un trastorno de pánico y otras grandes aventuras personales.




A veces, cuando le cuento a alguien que conozco — o a quién acabo de conocer, cosa aún más incómoda — que sufro de un trastorno de pánico, mi primer impulso es disculparme. Así, a ciegas: pedir disculpas porque lo que le contaré a continuación carece de sentido, porque se trata de un trastorno que ni yo misma entiendo del todo bien. Intentar restarle importancia a lo que le explicaré a continuación y quizás, brindarle cierto sentido de pura normalidad cotidiana. Oye que no es tan grave, comienzo a pensar. Sólo se trata de sensaciones. Esa urgencia inexplicable, la garganta cerrada por un miedo invisible, la sensación persistente que me encuentro tan cerca de un peligro inimaginable que apenas puedo concebir. Explicar semejante cosa jamás es sencillo. Nunca parece haber una forma correcta de hacerlo. De modo que te disculpas, carraspeas la garganta, tratas de quitarle un poco de gravedad. “No es tan fuerte” comienzas. “A veces siento que exagero” añades. “No es que sea realmente importante” insistes, como si describir una dolencia psiquiátrica mayor fuera cosa de todos los días. Algo que puedes disimular, ocultar. Por lo cual deberías avergonzarte.

Me ocurrió por mucho tiempo, hasta que tropecé con la terapeuta correcta. Hasta entonces, todos los psiquiatras que había visitado, insistía en que “era algo de voluntad” y que lo más probable es que antes de hacer un diagnóstico, tuvieran que descartar que se trataba de algo más farragoso, una mezcla entre mi habitual nerviosismo o algo más parecido a una incapacidad mental para lidiar con el estrés. En otras palabras, el problemas era yo, mi actitud, mi debilidad, mi fragilidad. Quién sabe cual defecto misterioso, doloroso y abrumador con el que tenía que lidiar. Salté de un consultorio a otro, empeorando de poco, todos los días un poco más infeliz, cansada, agotada de manejar un padecimiento invisible imposible de definir. Hasta que finalmente, me senté frente a M., mi actual terapeuta, que me miró con atención y me preguntó por qué me encontraba allí, sentada en la vieja silla de cuero desgastada de su escritorio.

— Estoy cansada — dije sin más — no sé como vivir mi vida. No sé como…enfrentarme al miedo. Sé que debería, sé que exagero, sé que todo esto es un drama de mi mente. Pero tengo la sensación que…
Me callé. Para entonces, cualquiera de los otros psiquiatras ya me habría interrumpido. O habría añadido que era verdad, que estaba intentando llevar a otra dimensión borrosa y poco comprensible, un mal pasajero, aún sin nombre ni definición. Pero M. sólo me escuchó y lo hizo de verdad, no esperando para responder apenas me callara ni tampoco, para reprender mi debilidad, mi terrores sin sentido, mi descuido al entender qué ocurría con mi mente. La psiquiatra simplemente aceptó que algo ocurría, que estaba allí por alguna razón y que sin duda, una lo suficientemente compleja como para que necesitara analizarse con cuidado. Una idea por completo nueva para mí.
— Continúa…¿Tienes la sensación de qué? — dijo ella al cabo de unos minutos de silencio. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
 — Tengo miedo. Tengo miedo de estar muy enferma, que lo que le ocurre a mi mente sea tan grave, tan complejo, tan duro que no pueda recuperarme del todo — no sabía que tan aterrorizada estaba por esos pensamientos hasta que los puse en palabras — tengo miedo que mi mente…
 — ¿Que tu mente qué?
 — No deje de ser mi enemiga.
Allí estaba. Eso era justamente lo que me abrumaba y de hecho, me aplastaba como un peso insoportable durante buena parte de mi vida. Las crisis de pánico — invalidantes, violentas, devastadoras — eran un secreto vergonzoso que llevaba a cuestas y lo disimulaba lo mejor que podía. Desde muy jovencita, sabía que había algo en mi comportamiento que no era “normal” (lo que sea que eso pueda significar) y que me ocasionaba cada vez más problemas. Me recordaba de niña, petrificada de miedo y sin respiración, cada vez que debía presentar un examen en el aula de clases o un poco mayor, la sensación nítida que estaba a punto de morir que me provocaba aquellos insoportables accesos de miedo sin explicación, como ráfagas violentas de algún sentimiento inexplicable que me dejaba sumida en una profunda desesperanza. Ya adulta, el pánico se convirtió en parte de mi vida, mucho más viviendo en un país como el mío, en el que la incertidumbre es parte de la vida cotidiana y el miedo, un elemento con el cual debes lidiar a diario. Así que, con veinte años cumplidos, debía batallar con un elemento dentro de mi mente al que no tenía nombre y que no podía comprender como una idea real. El miedo era el miedo y me acompañaba a todas partes.
— Disculpe por decirle todo esto — proseguí — quizás…
 — ¿Qué te disculpe por qué? — dijo M. con los ojos entrecerrados y sin variar su expresión atenta.
Me quedé un poco aturdida. ¿No era obvio el motivo? La verdad, no lo era tanto. Y de hecho, me llevó algunos minutos de confusión entender que me disculpaba por sentirme como me sentía, por la sensación perenne e insoportable de sobrellevar el miedo a diario. Por mi incapacidad para socializar, por mi tendencia a la soledad, aterrada y abrumada por el trastorno que seguía sin entender muy bien. Apreté las manos sobre las rodillas. Me sentí abrumada, adolorida, devastada.
— No lo sé.
 — No pidas disculpas jamás por como te sientes — dijo entonces M. con una de sus sonrisas torcidas — esa es la primera regla para vivir. Nadie debe disculparte ni tu necesitas que lo hagas. Esa es la gran lección que te permitirá mirarte y comprenderte con más amabilidad.
No supe que responder. Y de hecho, me llevó mucho tiempo asimilar la primera de las muchas lecciones que vendrían después. De todas las que tendría que asimilar, analizar y comprender para devolver a mi vida cierto sentido y consistencia. Muchos años después sin embargo, seguiría pensando que ese no disculparme, fue la puerta abierta a cierto tipo de libertad que no conocía. Que no comprendía del todo y que necesitaba más de lo que nunca creí en realidad.

Ha sido un largo trayecto lidiar con mi trastorno de pánico. Y lo que he aprendido puede resumirse en unas pocas reglas básicas que han hecho mi vida más llevadera, amable y definitivamente, soportable. Nunca será sencillo lidiar con un padecimiento psiquiátrico pero hay métodos que te permiten que no sólo hacer de manera mucho más saludable sino también, siendo mucho menos agresivo con tu propia mente y autoestima. Un trayecto largo, complicado pero satisfactorio que te permite no sólo brindar un nuevo sentido a tu vida — a la manera como la que comprendes — sino además, encontrar ese necesario equilibrio que todo paciente psiquiátrico necesita encontrar antes o después.

¿Y cuales son esas pequeñas reglas y lecciones que he aprendido a lo largo del tiempo? Las siguientes:

No es tu culpa sufrir un trastorno de pánico: así que deja de disculparte:
El trastorno de pánico provoca una serie de síntomas muy específicos que pueden provocar un comportamiento errático, a menudo inexplicable y en ocasiones, directamente incómodo. Por tanto, resulta sencillo creer los síntomas que padeces son una distorsión de nuestro carácter. Una forma de malcriadez e incluso de debilidad física o intelectual. Pero no lo son. Se trata de un padecimiento mental muy definido que puede no sólo afecta nuestra forma de percibir el mundo que nos rodea sino nuestra identidad. Por tanto, no te disculpes, no te “arrepientas” de tu comportamiento, mucho menos te culpabilices. Un padecimiento psiquiátrico como el trastorno de pánico puede afectar todos los elementos de tu vida y responsabilizarte de esa certeza, te permitirá no sólo evitar comprender el trastorno de pánico como un “comportamiento molesto” sino además, uno que debe ser “ocultado” o “Vergonzoso”.

No se trata que te “calmes”
Cada vez que sufría una crisis de pánico, de inmediato sentía la necesidad de “calmarme”, como si la desproporcionada reacción de mi cuerpo y mi mente hacia el estrés, fuera simplemente un error de percepción. Me costó años de analizar el trastorno de pánico como lo es — un tipo de enfermedad psiquiátrica — que no se trata de “intentar tranquilizarte” sino de comprender lo mejor que puedas el ciclo de reacciones y síntomas que pueden provocarte una reacción semejante. El trastorno de pánico no es una pérdida de control eventual sobre la manera como manejas la presión, el miedo y el estrés, sino directamente la incapacidad de manejarlo. A diferencia de quien no lo sufre, no ejerces control pleno sobre como tu cerebro procesa el temor, la angustia y la incertidumbre. Siendo así, no se trata que debas “calmarte” sino que necesitas buscar ayuda apropiada para comprender y sobre todo superar, los en ocasiones, aplastantes síntomas de un trastorno tan ambiguo.

No todo ataque de pánico o ansiedad es la reacción a una situación concreta:
Sufrir un trastorno de pánico o de ansiedad, implica que en alguna medida, perdiste el control de tus reacciones a ciertos estímulos y eso también incluye, la forma como tu cuerpo y tu mente perciben el miedo, la incertidumbre y la preocupación. Por tanto, puede ser que sufras un ataque de pánico sin que haya un motivo concluyente o evidente. Te lo podría provocar una serie de pensamientos en cadena que te provocan un inmediato estés, asociaciones libres, incluso nada en absoluto. Así que es importante, que si padeces un trastorno de pánico, comprendas que no se trata de lo que haces o no, sino el hecho que hay todo un sistema reacciones físicas que el trastorno distorsiona a niveles incontrolables. Ocurrirá en los momentos más inoportunos. No habrá quizás un motivo que te las provoque. Tendrás que lidiar con la idea que el pánico y la ansiedad no siempre tienen una justificación.

La única manera de lidiar con esa sensación tan abstracta como confusa, es comprendiendo como lidiar con esa respuesta física, sin culpabilizarse o creer que ejerces un control directo sobre lo que puede o no provocarlo. Aprende a como reaccionar durante un ataque de pánico. Asume que se trata del síntoma de un padecimiento y que por tanto, no un comportamiento que debas controlar.

Necesitas ayuda psiquiátrica: No hay alternativa.
Antes de ser diagnosticada, pasé algunos años sufriendo frecuentes y debilitantes ataques de pánico, pero además una serie de síntomas relacionados directamente con sus consecuencias. Por entonces, continuaba resistiéndome a visitar un consultorio médico y solía achacar mi constante mala salud a todo tipo de razones más o menos abstractas: desde el estrés habitual que me provocaba mi trabajo de la época, hasta mis hábitos alimenticios. Me auto mediqué, intenté tomar consejos generales para “tranquilizarme” , pero no me sentí mejor. Continué sufriendo desde paralizantes dolores de cabeza, hasta problemas digestivos provocados por la constante tensión y estrés que puede provocar el trastorno. Aterrorizada por el conjunto de síntomas, llegué a creer que me encontraba realmente enferma y eso aumento mis reacciones hacia la incertidumbre y la angustia. Llegué a a sufrir de dolores estomacales y migrañas durante semanas e incluso, problemas dérmicos cuyo origen ningún médico especializado pudo descubrir.

Finalmente, luego de comenzar a recibir tratamiento y sobre todo, de ser conscientes de las implicaciones del trastorno de pánico, comencé a comprender que la mayoría de los síntomas misteriosos que solían afectarme con frecuencia tenían un origen el común: los violentos síntomas del trastorno de pánico. Asumirlo, me permitió manejar la idea que debía someterme a tratamiento psiquiátrico — tanto terapéutico como farmacológico — y comenzar a evaluar mis opciones inmediatas al respecto. Además, me hizo muy consciente del hecho que podría mejorar los síntomas tangenciales que tanto me molestaban, una vez que comenzara a recibir tratamiento médico especializado para su causa común.

Nadie necesita protegerte: Lo digo en serio.
Cuando le hablé a mis amigos y parientes sobre mi trastorno de pánico, la primera reacción de alguno de ellos fue evitarme “preocupaciones”. Comenzaron a intentar protegerme de “estímulos” que pudieran aumentar “mi estrés” — y por tanto, el riesgo de sufrir un ataque de pánico o ansiedad — y además, a percibir mi trastorno como una idea a la que debían acostumbrarte. Al principio, les agradecí la amabilidad, pero poco a poco, comenzó a resultar incómodo todas las precauciones que varios de mis amigos tomaban para “no provocarme” una recaída. Cuando le hablé a mi psiquiatra de la reacción, se preocupó.
— Necesitas que te comprendan, no que acentúen tus rutinas y afirmen tus miedos — me explicó — . Insiste que el trastorno que sufres se trata de tu reacción al miedo y al estrés, no al hecho que realmente algo te lo esté provocando.

De manera que le pedí a mis parientes y amigos que dejaran de crear una especie de red de protección a mi alrededor y que asumieran que mi comportamiento, no se debía a un estimulo en particular sino a mi manera de procesar ciertas ideas. Fue un proceso complicado: algunos se sintieron ofendidos, otros directamente preocupados. Pero finalmente, descubrí que el hecho de tener que manejar mi propia percepción sobre lo que me rodea — sin obligar a las personas que forman de mi vida a adaptarse — fue quizás una de las decisiones más saludables que pude tomar. No sólo me permitió avanzar en mi forma de comprender mi trastorno de pánico sino además, elaborar ideas más o menos complejas sobre como asumirlo como parte de mi vida.

Lidiar con un trastorno de pánico no es sencillo pero es posible.
Luego de años de tratamiento, medicación y sobre todo, esfuerzo mental y físico, he descubierto que sí, es posible sobrevivir a un trastorno de pánico y ansiedad como el que sufro. Puedo trabajar, disfrutar de mi capacidad creativa, de una relación de pareja estable y hermosa. En suma, la vida de una mujer de mi edad. Pero no ha sido sencillo: me llevó un disciplinado esfuerzo construir un camino coherente no sólo hacia mi recuperación sino al hecho concreto de comprender ideas básicas sobre mi misma y la forma como me afecta el trastorno que sufro. Y ese descubrimiento — ese larguísimo trayecto que me permitió no sólo madurar sino profundizar en mi identidad y comportamiento — me permitió comprender que todo trastorno psiquiátrico es una compleja visión sobre la realidad, pero también sobre como la analizas. Toma responsabilidad sobre tu salud mental y física pero sobre todo, comprende que puedes construir una vida satisfactoria a pesar del dolor físico y moral que un trastorno semejante puede provocarte. Sé muy consciente del valor de tus decisiones y por supuesto, del hecho que el padecimiento que sufres forma parte de tu experiencia íntima y esa noción tan amplia como elemental que llamamos identidad.

Continúo sufriendo de ataques de pánico y ansiedad. Y es probable, continúe sufriendo durante toda mi vida. No obstante, a pesar de eso, soy mucho más fuerte de lo que supuse y sobre todo, cómo descubro en ocasiones con una sonrisa casi aliviada, capaz de superar mis propios espacios oscuros para disfrutar de los luminosos. Una trayecto complicado pero profundamente personal hacia mi identidad. Una manera de crear mi propia visión del mundo. Un pequeño triunfo personal.

0 comentarios:

Publicar un comentario