martes, 13 de marzo de 2018

Las Crónicas de la loca neurótica: La vendedora maligna, el teléfono monstruoso y otras situaciones sociales estresantes.




Hace unos días comentaba con uno de mis amigos, que no tengo más remedio que tomarme mi historial psiquiátrico con humor, lo que equivale a decir que suelo reirme — y de manera bastante cruel — de mis achaques y terrores. Está bien, no siempre con burlón humor — no debería, al menos — pero sí con el suficiente como para admitir que sufrir de un trastorno de pánico no debería por qué definir mi vida a una escena de escenas ansiosas. Sí, sé perfectamente como se escucha — se lee — pero también, que de una u otra manera ha sido mi forma de sobrevivir durante todos estos años a ese espacio blanco e incómodo de perder el control de mi mente de vez en cuando. Porque cualquier paciente que debe atravesar y luchar contra el pánico lo sabe: En algún momento, perderás el dominio sobre lo que piensas, sientes e incluso, cómo comprendes el mundo. Una breve y dolorosa desconexión que te golpea y te deja aterrorizado, preguntándote como puede sobrevivirse a algo semejante. Como se puede sobrellevar algo tan duro y crudo.

Yo lo hago con humor. O en realidad, lo intento. No siempre resulta del todo bien el experimento. Pero cuando lo hace, es una manera de comprenderme por completo nueva, poderosa y hasta satisfactoria que le brinda sentido no sólo a ese mapa especulativo de mi mente — ¿quién soy? ¿A donde voy? Sino esa percepción que el trastorno de pánico puede llegar a sofocar mi iniciativa, voluntad, incluso hacer pedazos mi forma de vivir.

Pero por ahora, volvamos a lo burlón. Todos mis amigos lo saben: soy un desastre social debido al trastorno de pánico. Y lo aceptan, cosa que agradezco. Hablo que soy de esas personas que olvidan cumpleaños y fiestas de guardar (Gracias a Dios por Facebook que me ha facilitado la vida en el tema), que sienten una insoportable vergüenza al hablar por teléfono (soy fotofobia sin diagnóstico), que tartamudea cuando habla en voz alta y se tropieza con las cosas por puro despiste. También soy esa persona que inventa elaborada excusas para cancelar planes en último momento, que siente un insuperable alivio cuando realmente tiene una razón para no asistir a algún lugar o evento, la misma que tiene problemas para pensar con claridad en situaciones de estrés. Y que difícil es ser tan atolondrada cuando tu profesión depende de tu habilidad social y tu capacidad para relacionarte con tus semejantes. Es una especie de juego de puntería: quizá un día no ocurre, pero sabes que eventualmente, ese pequeño gran desperfecto que sufres en tu capacidad para socializar terminará saboteando tu vida diaria. Para reír, para llorar, llegado a cierto punto, intentas tomártelo todo con filosofía. ¿Lo logro? ¿No lo logro? Depende del día, claro.

Con el tiempo, he aprendido a lidiar con mis problemas de socialización y ansiedad puedo decir, que he logrado avanzar un buen trecho hacia esa capacidad deseable de poder relacionarme con mis semejantes sin provocar un incendio o herir a alguien. No obstante, sigo padeciendo esta enorme torpeza, esta locura sin nombre, que a veces no sé como clasificar. Y de vez en cuando, la cosa se hace aún más complicada: definitivamente hay situaciones que nunca podré superar completamente, y son esas situaciones, las que quise recopilar hoy, en esta pequeña entrada.
Porque sin duda, la risa siempre será la mejor manera de crear.

Situación estresante Uno: la vendedora insistente.
El trastorno de pánico genera fobia social por el simple hecho que resulta incómodo y casi doloroso explicar a los demás, porque te resulta tan complicado manejar situaciones absolutamente corrientes. La mayoría de los pacientes diagnosticados como un trastorno como el mío, terminan aislándose debido a la incapacidad — o al miedo, en ocasiones son cosas muy parecidas — que realmente tienen dificultades para manejar la tensión emocional de maneras saludables. Eso provoca que sea muy complicado explicar el motivo por el cual entablar conversación con un grupo de extraños requiera para cualquiera de nosotros el mismo esfuerzo que escalar el Everest (sin la nieve, lo admito) o que el simple hecho, de tropezar con circunstancias normales como ir a una tienda y conversar con un vendedor supongan un verdadero padecimiento emocional. En mi caso, mi problema social tiene grados de gravedad: se hace leve y apenas notorio en compañía de amigos y conocidos de confianza y se agudiza, a niveles preocupantes, con desconocidos. Probablemente por esa escala de peligro, es que uno de los momentos más incómodos que pueden ocurrirme es enfrentarme a una vendedora muy decidida a venderme con insistencia cualquier cosa.

La cosa parece repetirse con frecuencia: entro a una tienda, comienzo a mirar la ropa con el ojo torpe del que sabe poco o nada sobre marcas, tendencias, modas o cualquier otra menudencia. Toco el vestido / camiseta / pantalón con dedos torpes, lo miro sin saber muy bien que busco y miro la talla — la única cosa realmente importante en todo esto -. Y mientras transcurre el ritual solitario, de pronto y venida de la dimensión de la fobia social, una vendedora se materializa a mi lado, mirándome con interés.

- ¿La ayudo en algo?
Sonrío, retrocedo. Cuelgo la camisa / vestido / pantalón en su lugar. La mujer me mira fijamente. Mujer, ¿No sabes lo incomodo que es eso?
- No, en nada. Gracias.
- ¿Seguro?
- Sí, seguro — intento escabullirme. La vendedora, con una habilidad sorprendente, se mueve para de nuevo, quedar a unos pasos frente a mi.
- Tenemos en varias tallas y colores.
- Ya veo, pero ya me iba.
- ¿Y si se lo prueba?
- No, gracias.
- Este le quedaría mejor.
Atónita, no sé que decir cuando me encuentro con tres o cuatro piezas de ropa que no solo sé no me quedarían mejor, si no que jamás usaría ni bajo pena de muerte. Intento sortear la incomodidad con la diplomacia del tartamudo.
- Volveré después para probarmelos.
- Lo puede hacer ahora.
- No gracias.
- Este color es perfecto para usted.

Esa guerra verbal no la voy a ganar jamás. Y sí, pocas veces la he ganado. La mayoría de las veces, termino con una camiseta de color rosa chillón que solo me pondría para celebrar un alto grado etílico o peor aún, una falda tan corta que poco después la uso para cubrir del polvo mi computadora. La vendedora voraz ataca de nuevo.

Situación estresante número dos: Llamada telefónica de número desconocido.
Hace poco leí que la mayoría de los mal llamados “Millennials” han desarrollado “una absurda fobia telefónica” — ese es el término exacto que utilizó el artículo que leí — debido a “causas poco claras y la mayoría de las veces ridículas”. El artículo además, se extendía en detallar y explicar porque la incapacidad para responder una llamada telefónica podría clasificarse como una “notoria falta de madurez” entre las generaciones educadas durante las últimas décadas del milenio y las primeras del nuevo siglo. Que además, demostraba que los nuevos medios sólo “idiotizan a la población” y convierten sin duda, a buena parte de los adultos jóvenes del mundo en “zombis tecnológicos”. Leí aquella densa parrafada con una extraña mezcla de furia, angustia y tristeza, porque durante toda mi vida me he enfrentado a lo que suelo llamar una “batalla a ciegas” contra el teléfono y la conversación telefónica. ¿El motivo? no podría señalar uno específico pero es bastante evidente que se trata de algo más que una reacción “sin sentido” debido a la influencia de las redes sociales y el mundo virtual en mi vida. Una percepción sobre la comunicación que raya lo preocupante y se expresa como una rara forma de comprender las relaciones personales en nuestra época.

Me ocurre con frecuencia ( tal vez a usted también, mi querido lector o al menos eso espero): El teléfono suena y de pronto, sufro una especie de parálisis de puro pánico. Miro el aparato — mientras por supuesto, la campanilla sigue sonando — sin atreverme a levantar el auricular hasta que en una especie de arrebato demencial, lo levanto. Se me seca la garganta cuando intento contestar. Escucho a mi interlocutor, que lógicamente no tiene idea de mi pequeño dilema y cuando finalmente le respondo, lo hago con una humillante vocecita temblorosa, como si contestar el teléfono fuera el gesto más aterrador del mundo. Y para mí, lo es. Tal vez parezca gracioso — realmente a mi me lo parece. Una vez que cuelgo claro — pero mi fobia telefónica me ha traído más de un traspiés, momento incomodo y sobre todo, una serie de situaciones más o menos sin sentido que me lleva esfuerzos controlar.

No fui de esas adolescentes que se colgaban horas a conversar por teléfono. Tampoco uso el teléfono para dar noticias, ni buenas ni malas. De hecho todos los que me conocen alguna vez han sido testigos de esta particularidad crisis de ansiedad vía cable directo. Largos silencios, respuestas incomodas y entrecortadas, risas sin sentido, respuestas cortas y espasmódicas a monosílabos sin mayor explicación. Durante años pensé que todo era medianamente normal, pero una vez que la cosa comenzó a ser realmente preocupante, me dediqué un poco de información al respecto. Y me encontré que no estaba sola. Como todo en este mundo moderno, esta especie de alergia telefónica está debidamente clasificada por la ciencia y se denomina “Telephonophobia” y se define — ¿podría ser de otra forma? — como un temor injustificado e irracional a contestar llamadas telefónicas Investigando un poco la información al respecto — que resulta tan hilarante que me pregunto si es cierta — el origen del padecimiento es una brusca experiencia desagradable mientras se sostiene una bocina telefónica o al recibir una llamada. Como no podía ser de otra forma, en EEUU hay toda una red de ayuda para el singular trastorno y de hecho, el padecimiento incluso se encuentra en el directorio de la mundialmente conocida red de ayuda para trastornos de ansiedad Social ( mira por aquí si te interesa ver la información o sientes simple curiosidad ) lo cual, sin duda, le brinda alguna respetabilidad — veracidad, vamos — al tema.

De manera que la situación suele ser más o menos así: Suena el teléfono. Para una fonofóbica, el sonido es el comienzo de la locura. Levanto la vista, miro la pantalla. ¡Horror! no reconozco el número. Me acerco, lo tomo entre las manos. Sigue repicando. Lo miro con los ojos muy abiertos, la boca seca del susto. Lo dejo de nuevo sobre el escritorio. Continuo mirándolo, tratando aceleradamente de recordar si es el número de alguien que por algún terrible accidente cósmico no identifiqué en el directorio electrónico. El repique continúa mientras me aprieto las manos, camino de un lado a otro. ¿Contesto o no? ¿Y si es un psicópata con un hacha que está aguardando del otro lado de la linea para avisarme que me quedan siete días de vida? ¿Y si es un mirón malsano que hará algún sonido escalofriante salido de mis peores pesadillas? El teléfono sigue sonando. Lo tomo de nuevo. ¿Respondo? Pero vamos Agla, ¿Que puede pasar? ¿Quién puede ser? Lo más que puede ocurrir es que no reconozcas la voz…y que una mano peluda emerja desde las profundidades digitales del teléfono para estrangularte! Deja de pensar locuras mujer de una vez y atiende el teléfono. Vamos, tu puedes. Ni siquiera debes apretar una tecla. Solo rozar la pantalla con el dedo! No seas cobarde. ¿Es este el comportamiento de una adulta racional? Vamos!
Envalentonada por la discusión de mi voz regañona, levanto el teléfono y acepto la llamada. Silencio. Hace un buen rato que la llamada se cortó.

La fobia social 1, Aglaia 0.

Situación estresante número tres: Las cosas que se caen y otras menudencias gravitacionales.
Afortunadamente, me ocurre poco, pero cuando ha pasado es tan desconcertante y temible, que lo incluyo con honores en esta lista. Entro a una tienda con mi enorme bolso llena de cámaras y libros, y comienzo a recorrer anaqueles, mirando que comprar. De pronto me volteo y como en cámara lenta, observo como un objeto queda enganchado / tropieza / roza la orilla más próxima del bolso. Me vuelvo— cuando debí quedarme inmóvil, lo sé — y miro todo en una especie de slow Motion Hollywoodense desconcertante: la cartera tropieza y arrastra el objeto — el más costoso, seguro — y lo veo volar, por el aire, describiendo un circulo perfecto. Lo observo fascinada y paralizada, sé que debería hacer algo, pero no lo hago. Me quedo mirando como el carísimo artículo, continua su viaje hacia la libertad, brillando y siendo más hermoso que nunca y después…cae al suelo. Con un chirrido o un sonido igual de aparatoso. Entonces, aparecido de la nada, llega un disgustado vendedor — el único vendedor que no me persiguió o me acoso, claro — y con muy mala cara, pasará los próximos veinte minutos recogiendo trocito por trocito del valioso artículo y explicando cuán único, invaluable y hermoso era. Y yo pasaré esos mismos veinte minutos disculpándome entre balbuceos y tartamudeos y saldré más tarde por la puerta, llevando un artículo muy bello, de dudosa utilidad, para compensar.

La historia de mi vida, en un acto.

Definitivamente no es fácil, ser un paciente con trastorno de pánico — y por añadidura una considerable torpeza social - en un mundo donde parece ser un requisito la sonrisa amplia, el verbo fácil y la facilidad para la tertulia fácil. Hace poco, pensaba sobre lo extraño que resulta tener tantos problemas para socializar. No tanto lo singular que pueda parecer, sino lo completo inoportuno. Porque básicamente es la fobia menos conveniente para alguien que vive de llevar a cabo relaciones públicas y de largas conversaciones. A menudo, me hace reir el pensamiento. La sensación que soy una pieza suelta en algún mecanismo más grande y complejo. Y quizás esa sensación de reír — porque no tengo otro remedio o mejor, como una forma de esperanza — sea lo que hasta ahora me ha permitido sobrevivir con cierta dignidad en medio del caos. O eso me gusta creer, pienso mientras escucho el teléfono sonar y me niego a contestarlo, tartamudeo en mitad de una conversación, estoy a punto de caer y arrasar con el inventario de una tienda cualquiera. Porque si la risa no nos salva. ¿Qué podrá hacerlo? No lo sé. O al menos, aún no lo he descubierto.
C’’est la vie.

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