miércoles, 14 de marzo de 2018

Panegírico desde las estrellas: Una breve historia sobre Stephen Hawking.



Durante una de sus conferencias anuales en Oxford, un conferencista le preguntó a Stephen Hawking cual era su mejor consejo para vivir. El científico estalló en risas — o esa curiosa sucesión de sonidos mecánicos procesados por un sintetizador adosado a su silla de ruedas — y luego respondió “Que mi mente sea más libre que mi cuerpo”. Quizás, eso era lo más sorprendente en la estampa casi frágil de un hombre que pareció tallar su vida a pulso firme de puro deseo de vivir y elucubrar sobre el Universo conocido. De la misma manera que el oráculo de Delfos griego, el extenso y definitivo daño físico que sufría parecía haberle dotado por dones intelectuales casi sobrenaturales. Una visión extraordinaria sobre la fe, la constancia pero sobre todo, la necesidad de crear convertida en un impulso científico de asombrosa trascendencia histórica.


Una de las anécdotas más conocidas sobre el científico asegura que su secreto para soportar su complicada situación era reír, un pensamiento simple que no parecía coincidir con sus complicados razonamientos científicos. A Stephen Hawking le encantaba sobresaltar a quienes le rodeaban con su emblemática voz metálica, fruto de un procesador de sonido añadido a su ultrafuturista silla de ruedas. Según sus enfermeras y parientes, Hawking disfrutaba del asombro desconfiado que provocaba aquella voz que poco tenía de humano pero que era la única conexión de la que disponía para comunicarse con el mundo exterior. “Somos nuestras promesas” aseguró en una ocasión, en una de sus cortas y enigmáticas frases, lo que dejaba muy claro que para Hawking, la tecnología era un medio para entender la maravilla. Pero también era una travesura. Más de una vez, Hawking aseguró que le gustaba hacer a la gente reír y que esa risa — nerviosa al principio, divertida al final — le recordaba a todos que los misterios del Universo eran accesibles para todos. A pesar de todos los avances tecnológicos que hicieron su vida mucho más llevadera y sobre todo, más cercana a cierta plenitud incompleta, Hawking siempre supo que sobrevivir a su propia historia era toda una proeza de voluntad. Tal vez por eso, entre los numerosos programas informáticos que le ayudaban a hablar y agilizar el proceso de escribir, había un botón especial para hacer chistes con un sólo click. “Reír es un acto de puro desenfado” dijo en uno de sus libros. Y mantuvo esa máxima — esa extraña y burlona visión del mundo — a lo largo de su vida.

Por supuesto, Hawking había descubierto el misterio — o la fortaleza — para resistir a una vida compleja y dura desde muy joven. Diagnosticado con esclerosis lateral amiotrófica (ELA) a los veintidós años, toda su vida fue un prodigio de voluntad, buen humor y sobre todo, una necesidad extraordinaria de comunicación. La enfermedad le paralizó por completo antes de llegar a los treinta y para cuando pisó la quinta década de su vida, sólo podía mover algunos músculos, incluyendo el de la mejilla derecha que le permitía pulsar el complejo mecanismo de sensores eléctricos que le permitían hablar. Para Hawking, la ciencia era un asunto de supervivencia y solía insistir que había sobrevivido a la devastadora enfermedad que casi le redujo al silencio “obsesionado por el poder de las estrellas.”. “No creo en nada más que descubrir por qué el Universo es lo que es y de la manera en que lo es” escribió en “Una breve historia del Tiempo”, su libro más conocido y en el que llevó la física teórica al gran pública. Para Hawking, nacido 8 de enero de 1942 (exactamente 300 años después de la muerte de Galileo Galilei) en Oxford, Inglaterra, la ciencia era el único lenguaje “divino” que podía comprender y durante toda su vida, elaboró teoremas completos sobre el poder de la mente humana sobre el vacío y la incertidumbre. Físico, cosmólogo, profesor de matemáticas, Hawking dedicó su vida a demostrar que la férrea necesidad de comprender y aprender sobre el Universo, le mantuvo lúcido en una circunstancia que habría reducido a un espíritu menos perseverante — entusiasta, lleno e una frenética necesidad de vivir — que el suyo.

Para Hawking, pensar y batallar contra la nada — ese espacio informe y doloroso al límite de su conciencia y conocimiento — era cosa de todos los días, una única mirada hacia el futuro. Convencido del poder de la imaginación — “mis teorías son fruto de la curiosidad, más que de fórmulas científicas” aseguró — luchó contra sus limitaciones físicas para lograr algo más trascendente de lo que parecía escrito en su historia personal a partir del doloroso diagnóstico que parecía conducirle a una muerte prematura “Jamás pensé que moriría sin dedicar buena parte de mi vida a luchar” dijo en una entrevista, en la que se le preguntó sobre lo que solía llamarse “increíble fortaleza”.

Al principio, fue la esperanza:
La imagen de Hawking, con el rostro retorcido en un rictus tenso, la cabeza ligeramente ladeada y manos deformadas sobre las rodillas para manipular los controles de su ultramoderna silla de ruedas, captó la imaginación mundial muy pronto y le convirtió en un involuntario símbolo del triunfo de la voluntad sobre los pesares y dolores físicos,  captó la imaginación del público como un verdadero símbolo del triunfo de la mente sobre la materia y las limitaciones físicas. Pero más allá de eso, Hawking era un hombre que batallaba contra sus padecimientos a diario, en una carrera contra el tiempo contra un trastorno degenerativo que le podía reducir a silencio en el momento menos pensado. Un riesgo insistente con el que el científico vivió cada día de su vida: la posibilidad que los pocos músculos que aún podía controlar quedaran definitivamente paralizados (y por tanto, condenar a Hawking a un completo y cruel aislamiento físico) penduló sobre su vida hasta el final. Pero quizás fue el miedo — o la ausencia del miedo, en todo caso — lo que hizo que el científico insistiera en cada oportunidad posible en persistir a voluntad pura sobre la decadencia biológica. Con un enorme entusiasmo por la vida, gran humor y una furiosa persistencia por sobrevivir, Hawking batalló contra el silencio mental y físico como pudo y en todas las maneras que pudo. Una brillante capacidad para crear y construir ideas que quizás es su mayor legado para el futuro.

Su historia personal es quizás tan asombrosa como sus logros científicos: diagnosticado por una enfermedad incurable en plena juventud, en lugar de caer en depresión, logró remontar la cuenta y enfocar toda su indudable voluntad creativa — aunque él mismo diría que sólo se trató de “plena y juvenil curiosidad” — hacia las preguntas fundamentales sobre la existencia del Universo. Desafió no sólo el diagnóstico, sino también la leve comprensión sobre el desarraigo que pareció imperar en su vida. “Estuve solo en mi cuerpo, pero libre en mi mente” escribió, en un momento de inusual sensibilidad e introspección, al recordar su vida. “A pesar de que he tenido la desgracia de sufrir una enfermedad de la neurona motora, he sido muy afortunado en prácticamente todo lo demás. Tuve la suerte de trabajar en física teórica, uno de los pocos campos en los que la discapacidad no era un obstáculo serio, y de que me tocase el gordo con la popularidad de mis libros. Mi consejo para otras personas con discapacidades sería que se concentrasen en cosas que su minusvalía no les impida hacer bien, y que no se lamenten por aquellas con las que interfiere” dijo en una entrevista al periódico El País de España hace menos de un año. Para Hawking, la vida era mucho más que sus notorios padecimientos. “He aprendido a no mirar demasiado adelante, a concentrarme en el presente. Aún hay muchas más cosas que quiero hacer” añadiría después “Todo está en la mente. Tengo que admitir que, cuando no sigo el hilo de una conversación, suelo sumirme en reflexiones sobre física y agujeros negros. De hecho, en cierto modo mi discapacidad ha sido una ayuda. Me ha liberado de dar clases o participar en aburridos comités, y me ha dado más tiempo para pensar e investigar”.

Mirar hacia las estrellas, en lugar del suelo.
En una ocasión, el escritor Timothy Ferris describió a Stephen Hawking y lo hizo de la manera más curiosa posible: las suelas de los zapatos del científico siempre estaban inmaculadas porque jamás habían tocado el suelo. Es una imagen dura y hermosa a la vez: un hombre que ha hecho más que cualquier otro por comprender el poder de la ciencia, parece flotar en medio de sus propios dolores y debilidades. Pero también hay otra mirada sobre la misma metáfora: Hawking jamás rozó el suelo, empeñado en mirar — trascender — hacia las estrellas.

En el 2016, la BBC resumió los logros del científico en una mirada asombrada “hacia lo desconocido, en clave de ciencia” una definición que parecía subvertir esa extrañísima pasión de Hawking por el Universo como variable no resuelta. A la manera de los grandes hombres del renacimiento, Hawking analizó el conocimiento científico desde la síntesis. Según la publicación, no sólo logró crear una dimensión extraordinaria de todo tipo de conocimientos que juntos podían explicar la realidad como una amalgama de ideas entrecruzadas, sino además, elaborar una teoría unificada que pudiera sostener el poder de la mente humana como el hilo conductor de un tipo de conciencia profundamente importante “Varios campos diferentes pero igualmente fundamentales de la teoría física: gravitación, cosmología, teoría cuántica, termodinámica y teoría de la información”. Pero la inquietud de Hawking iba más allá de sólo explicar el Universo y sus implicaciones y en 1970, colaboró con el físico teórico Roger Penrose en una comprensión completa de la teoría de la relatividad general que después llevó a otro nivel. Para Hawking, el Universo era la unión de todas sus partes, un anuncio de todo tipo de nociones sobre la capacidad del Cosmos para desafiar el conocimiento humano. “Creemos comprender lo irracional del Cosmos, pero en realidad sólo analizamos sus singularidades” declaró.

Durante los últimos años, Hawking fue a menudo una voz controvertida e incómoda, con sus declaraciones y detalles sobre terribles predicciones especulativas sobre el consumo de energía, los robots, los extraterrestres, las bombas nucleares y el cambio climático. No obstante, en una de sus últimas apariciones públicas en Cambridge, siguió insistiendo en la posibilidad que la risa y el espíritu humano siguiera siendo mucho más importante que cualquier limitación física “Mira siempre a las estrellas y no a tus pies” insistió ante una audiencia que sacudió la sala con aplausos de asombro y agradecimiento. Una despedida simbólica, potente y firme de un hombre que creyó sin dobleces en el poder de la voluntad como una forma de elevarse al infinito.

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