jueves, 12 de octubre de 2017

La ternura de un mundo imaginario: El viaje de Chihiro de Hayao Miyazaki y la alegoría moderna.







La animación japonesa se considera además de una forma de expresión artística formal, todo un lenguaje por si mismo. Con su profundidad conceptual, complejidad estética y profundo simbolismo, es quizás una de las manifestaciones visuales más singulares del continente asiático. Eso, a pesar que se le acusado en diversas ocasiones de obedecer corrientes y modas pasajeras, de una preocupante complacencia e incluso, de beneficiar la belleza estética de la animación sobre la historia que cuenta. Aún así, la animación japonesa posee una profunda capacidad evocadora y más allá, una visión narrativa única, lo que hace un vehículo extraordinario para lo esencial de cualquier creación artística: contar una historia.

Quizás, la figura más representativa de toda una larga tradición de creadores y expresiones formales de la belleza y la narración asiática, es sin duda Hayao Miyazaki. No sólo se trata de uno de los mejores directores en lo que al género se refiere, sino además, también un extraordinario guionista y un director hábil que ha sabido brindar a toda su obra una huella reconocible, una sensibilidad exquisita y lo que es aún más importante, una interpretación sobre el arte, la estética y el lenguaje profundamente personal. Tal vez debido a esa capacidad suya para crear visiones extraordinarias de temas conmovedores y trascendentales, Miyazaki transformó la animación en algo más allá de su estética. Creó un lenguaje, una estructura coherente de referentes y metáforas, una visión totalmente nueva de un género saturado de dimensiones y reinvenciones.

Se suele insistir que Miyazaki encontró la manera de brindar algo más que belleza a una prodigiosa industria basada en lo llamativo y lo estéticamente olvidable. El director analiza no sólo temas de considerable complejidad sino que lo hace a través de una serie de elementos casi simples, que crean en conjunto un discurso visual sustancioso y sensible, que rebasa lo que podría esperarse de un producto pretendidamente infantil. Y es que Miyazaki rebasa los limites de lo que la visión predominante del género supone para crear algo más, para construir alegorías sensibles, esmeradas, inolvidables. Un creador que encontró que el producto visual puede tener tanta peso argumental como el de cualquier creación cinematográfica tradicional y que la estética, más que un recurso, es una herramienta para enaltecer la historia que se cuenta.
Y es que Miyazaki hace sobre todo Cine, narra historias utilizando el vehículo de la animación y no al contrario, como suele suceder en la mayoría de los productos de animación japonesa. Alejado de efectos de sonido y visuales, prefiere la sencillez, esa sutileza donde el dibujo parece impregnado no sólo de la ternura de la historia que narra, sino de la esencial visión del director sobre el poder de la nostalgia, lo simbólico y lo sutil. Quizás debido eso, es que “El Viaje de Chihiro” suele considerarse no sólo su obra más elaborada sino también, la más personal. Una aseveración cuestionable en la obra de un hombre como Miyazaki, que parece dotar de su particular punto de vista a cada una de sus criaturas cinematográficas. Aún así, “El viaje de Chihiro” se cuenta como una pequeña joya de la alegoría profunda, un equilibrio extraordinario entre la plasticidad del planteamiento estético y la solidez del argumento que lo sostiene. En otras palabras, una impecable construcción argumental.

Desde un punto de vista aparentemente simple, Miyazaki crea una fábula exquisita sobre la búsqueda interior, el rito iniciático y la pérdida de la inocencia, tópicos habituales en su filmografia y también en el género, pero agregándole una vuelta de tuerca totalmente novedosa: el director toma inteligente decisiones de estructura y de forma, para lograr que la historia transcurra como un análisis fundamental sobre la identidad, los cambios y la transformación espiritual. Todo logrado a través de un ritmo pausado, en ocasiones impactantes y en otras, directamente doloroso. Y es que para Miyazaki no existe un limite entre lo emocional, lo humorístico, lo bello y lo doloroso: en su obra todos los elementos convergen para alimentar y recrear la obra a base de golpes de efectos sutiles bien planteados. Eso, sin perder jamás el pulso narrativo: la película avanza con sencillez, con una fluidez plástica y sin embargo, las escenas memorables se suceden unas a otras, en una incesante búsqueda de un significado mucho más profundo que la simple belleza.
Porque “El viaje de Chihiro” es un homenaje a toda una serie de ideas en apariencia simples pero que Miyazaki logra hilvanar para crear un extraordinario paisaje emocional. Poco a poco, la aventura se transforma en mirada a lo irreal, a las emociones, a los que brinda sentido a lo esencial del espíritu humano. El simbolismo se pasea por todo tipo de representaciones y deliberaciones, logrando crear un mundo mágico a la medida de la pequeña Chihiro, como si de un fragmento de su imaginación se tratase. Es entonces cuando el espectador entra también a formar parte de la historia, en un curioso y magnifico juego de planteamientos y roles que Miyazaki maneja con una admirable delicadeza. De pronto, el espectador también recorre el mundo extraño a donde la pequeña protagonista ha ido a parar: conoce las reglas del Universo extraordinario en que se encuentra el personaje y lo hace a través de su inocencia, de los ojos asombrados y por momentos aterrorizados, que dibujan la inocencia desde un conocimiento casi natural de la magia y lo sobrenatural.

Poco a poco, Chihiro avanza a través de esa extraña visión de la realidad desdoblada, donde ha pedido el nombre, a sus padres — el origen de toda identidad — e incluso la noción de lo que es real y lo que no. Pero más allá, Chihiro madura, lentamente, con esfuerzo bajo la mano implacable de una bruja portentosa (¿quizá un homenaje a la mítica Baba-Yaga?) que parece simbolizar el límite entre el mundo humano y lo que habita más allá. El simbolismo crece, aumenta su poder, elabora el mundo de lo fantástico a través de esa necesidad de Chihiro de escapar de si misma — o de quien se ha convertido — en busca de quien fue, o al menos, quien recuerda haber sido. Una paradoja que sostiene el giro final de la película y la dota de una deliciosa ironía: mientras Chihiro se esfuerza más por huir del mundo en que se encuentra atrapada, más se acerca a esa personalidad secreta, misteriosa que descubre en si misma mientras se encuentra en él. Y se hace mucho más consciente de su propia rostro en el espejo, del reflejo poderoso que la magia — o el mundo mágico — hace brotar a medida que recorre los limites de su propia visión sobre lo que le rodea.
La animación en si misma es una joya: una obra maestra de fondos y paisajes, hasta la minuciosa delicadeza de los personajes. No obstante, no se trata sólo de su estética y del uso extraordinario que el estudio hace de pequeños elementos para crear ambientes asombrosos, sino de esa profundidad argumental que acompaña y sostiene la estructura visual: desde el tren con los raíles sumergidos y los fantasmales pasajeros hasta el dragón oriental perseguido y devorado en vuelo por pajaritas de papel origami, la película entera es una alegoría a la ternura, el Universo infantil y la delicadeza del espíritu humano. Una asombrosa combinación de estética y algo más profundo y difícil de lograr: Una aspiración a la belleza profunda.

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