miércoles, 4 de octubre de 2017

Monstruos, locura y existencialismo: todas las buenas razones por las que deberías ver la obra de David Cronenberg.





El cine suele ser un reflejo fidedigno de cierto dolor existencialista de la época que refleja. O ese parece ser la noción más profunda sobre el tema. De ser así, el cine no sólo crea sueños — idealiza la realidad — sino que también, le otorga rostro a las criaturas más temibles de la imaginación colectiva. Tal vez por ese motivo, se dice que la mayor virtud del director David Cronenberg es crear monstruos. Pero no monstruos al uso: estrafalarios, temibles, torpes, incluso un poco infantiles. Los monstruos de Cronenberg son casi siempre criaturas poderosas, agresivas, misteriosas pero sobre todo y probablemente ese sea su elemento más inquietante, comprensibles. Y es que para Cronenberg, la cualidad de lo monstruoso no habita fuera del hombre o de su mente, sino que es de hecho parte de la naturaleza humana, de la irreflexiva y atávica capacidad de la mente humana para reconstruirse, para asumir el poder de la violencia y crear algo más. Ninguna de las criaturas de Cronenberg — desde sus inquietantes visiones morfológicas hasta sus meditadas reflexiones sobre la debilidad y la crueldad — están muy lejos de una frontera específica, posible y reconocible. Porque cada monstruo de Cronenberg comienza siendo humano, es antes que todo, una visión racional de algo más retorcido y doloroso. No hay nada ajeno al dolor, mucho menos al temor en su planteamiento y es quizás esa reinvención del mito, entre líneas y basado en un metamensaje brumoso, lo que hace su propuesta tan novedosa como inquietante.

Y es que Cronenberg admite sin dudarlo su propia rareza, la cualidad enfermiza, violenta y retorcida de sus universos, de sus elaborados planteamientos sobre mundos personales. Cronenberg no duda en disfrutar de esa habilidad suya para mostrar todo tipo de patologías, dolores y terrores desde un punto de vista duro pero también perfectamente comprensible. No hay nada ajeno a lo que nos asusta, hiere, nos excita en el cine de Cronenberg. Cada rasgo de sus personajes — y más allá, cada ángulo de sus historias — parece coincidir en una interpretación perturbadora de la realidad, recrear algo mucho más amplio que el terror y lo repugnante en estado puro. De allí su éxito para crear atmósferas insoportables, densos relatos inquietantes sobre el sufrimiento, la amargura y lo puramente instintivo. Una y otra vez retratos fidedignos de lo que hace al hombre inquietante, de lo que hace al espíritu humano voraz. Nada que la piel, el deseo y la razón humana no pueda explicar y quizás, allí resida lo más terrorífico: el monstruo real que te mira desde un rostro perfectamente reconocible e incluso deseable.

Muy probablemente por esa razón, se considere a la película “Videodrome” su obra más personal, esa que redefine no sólo su estilo (en decadencia luego de Scanners, llamada su película más comercial) y que además, le brinda al director la oportunidad de explorar todas sus obsesiones y visiones. Porque Videodrome es ante todo, una burla, una crítica, pero también un manifiesto de ideas irracionales que el director borda para conseguir un resultado de sorprendente calidad. Cronenberg se arriesga con todo en una propuesta elaborada y retorcida, donde reúne todas las ideas que ha meditado hasta entonces en su carrera y las relanza en una especie de epopeya sangrienta que carece de toda prudencia. Una provocación directa a esa visión del público sobre lo que debe ser el cine, sobre lo que debe contarse y de manera mucho más profunda, de lo que se asume como la violencia dentro del lenguaje cinematográfico. El director, convencido de la necesidad de romper ese elemento visual y argumental que define al cine violento, al fantástico y al simplemente impactante, creó algo más duro y sobre todo más esencial: Un manifiesto del poder de la imagen que asombra, que desconcierta. Y lo hizo con un pulso impecable, un buen hacer que convirtió a la película en objeto de culto.

Según cuenta el mismo Cronenberg, la idea central de la película le obsesionaba desde niño: solía quedarse hasta muy tarde en la noche sentado frente al televisor, buscando señales piratas que no recibían correctamente, lo que creaba una cacofonía confusa de imágenes y lugares. No sabía de donde provenía ese flujo de información desordenado, pero de alguna forma comprensible — desde el caos, desde cierta línea de lo esencialmente desconcertante — y cuenta que por años, le obsesionó el origen de esa televisión como alternativa a la realidad. Esa periferia de la imagen y del significado que parecían brotar al borde mismo de lo que consideramos normal y coherente. Por ese motivo, el personaje principal de Videodrome sobrevive bajo la premisa de ofrecer en su pequeña cadena de televisión contenido que el espectador no encontrará en ninguna otra parte. Restos y fragmentos de una realidad desconocida, misteriosa y al margen de esa incesante ráfaga de imágenes optimistas del mundo moderno. Una búsqueda que lentamente desmonta esa percepción de la realidad única, de la visión amalgamada al deber ser. Y es que en su búsqueda de material diferente, el personaje encuentra una señal pobre e inestable — que desaparece y aparece como lentas palpitaciones de información — que lo único que emite son torturas, en apariencia reales. La violencia parece insinuarse, pero nunca en clara — la imagen viene y va — pero cuando finalmente se enfoca, muestra ese otro mundo, el que se esconde bajo el limpio y artificial mundo televisivo: en un tosco escenario claustrofóbico, dos encapuchados atan y golpean a una mujer. Aparentemente en vivo. Una mezcolanza de ultraviolencia y manifiesto ideológico que no termina de mostrarse nunca, que apenas se sugiere pero que sin duda, es lo suficientemente real como para aterrar al posible espectador.

Cronenberg juega entonces con lo símbolos: con la naturaleza morbosa del espectador, que mira lo que ocurre en la pantalla entre el horror y la curiosidad. Porque mientras el personaje de Cronenberg contempla fascinado la violencia, la deshumanización y la crueldad, el cuestionamiento es evidente, la crítica se muestra aunque la opinión no sea directa. Como director, Cronenberg no pontifica, mucho menos sermonea. Tampoco le interesa expresar una opinión. Sólo mira, la cámara intrusa, ese debate interior y difuso del personaje que es testigo de la muerte y el horror, y lo disfruta, lo paladea, desde ese aislamiento supremo del hombre contemporáneo, de la pantalla del televisor. A través de su personaje, logra que ese observador silencioso se enfrente a la idea de su propia percepción de la realidad, de lo que le abruma, lo que soporta, lo que anhela ver e incluso de lo que podría ver en la búsqueda incesante de respuestas al estimulo, lo prohibido, lo que se esconde más allá de lo que percibe como normalidad. El personaje de Cronenberg se convierte entonces en una metáfora de la adicción: no distingue la vigilia y el sueño, no diferencia lo que ocurre de lo que imagina y muy pronto, se obsesiona con las imágenes. Una necesidad insatisfecha de algo que ni él mismo puede decir de qué se trata, pero que le abruma, le desconcierta, le golpea, le aplasta.
En más de una ocasión, Cronenberg ha insistido que su film es por completo alegórico, una inusitada reflexión sobre la violencia y el sexo en nuestra sociedad, sobre todo nuestra percepción sobre lo que es en realidad la crueldad y la sexualidad en un mundo sobresaturado de información. Y sin embargo, la durísima propuesta parece abarcar algo más: esa indiferencia del espectador que mira hacia el mundo que se le muestra. ¿Le importa a quien mira la violencia como símbolo? ¿Como elemento evocador? ¿O lo reconstruye como parte de quien es, de la sociedad en la que vive, de su propia conclusión sobre el mundo? Una y otra vez, Cronenberg muestra a la pantalla como una visión más allá del limitado ámbito de la realidad del hombre, invita a comprender esa confusión de la identidad y la cultura que la consume desde el punto de vista de un distanciamiento moral apreciable. Un ojo que mira, una ventana expuesta hacia el espíritu racional de quien consume las imágenes. ¿Hasta que límite somos victimas de nuestra propia avidez? ¿Hasta que punto somos nuevos estratos de esa violencia sobre la violencia?

A pesar de lo anterior, la trama de “Videodrome” es muy simple: El héroe a regañadientes contra un villano abstracto y poco comprensible. Pero aún así, Cronenberg la maneja de manera tan inteligente y profunda, que le permite explorar temas por completos nuevos y mucho más profundos que la aparente sencillez del argumento central. Ofrece al público una poderosa visión sobre la marginación y sobre todo, hace lo que mejor sabe hacer: Sorprender y desconcertar. Porque más allá de lo que el director le interese mostrar, lo realmente valioso de su propuesta parece encontrarse entre lo que se sugiere, lo que apenas asoma: ese turbador, enfermo y sucio cuento de horror moderno que Cronenberg crea como una disimulada elegía moral.

Cuando la última escena desaparece, el espectador se revuelve inquieto sobre el asiento. Y es que quizás Cronenberg ha logrado su mejor truco: recordarnos que nadie es inocente, y que dentro de cada uno de nosotros — de esa sencillez artificial del aislamiento contemporáneo — nada es tan evidente como su apariencia ni tan superficial como se muestra. El monstruo latente, siempre a medio camino entre la realidad y la identidad.

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