lunes, 30 de octubre de 2017

La nostalgia, el terror y la infancia idílica: Todas las razones por las cuales deberías ver la segunda temporada de “Stranger Things”.





El mundo infantil es un misterio. O al menos, así ha sido analizado a través de la literatura y posteriormente de la televisión. Desde los temores sin forma y extravagantes de la mente infantil, hasta su capacidad ilimitada para la esperanza, la niñez ha sido caldo de cultivo en una forma de comprender el mundo que parece ser una fuente inagotable para historias de todo tipo. Shirley Temple lo descubrió en los dorados años treinta, cuando se convirtió e un icono mundial de la ternura. Sus películas en éxitos inmediatos y elaboraron toda una percepción novedosa sobre el cine protagonizado por un rostro infantil. Se trató quizás, de la primera vez que un niño se convirtió no sólo en parte del mundo cinematográfico sino además, en una nueva forma de entender al cine. Parte de esa noción sobre la inocencia — que evolucionó de década en década y se hizo cada vez más elaborada — es la que a partir de la década setenta y ochenta, creó un subgénero que analizó el punto de vista de la infancia desde una versión novedosa. En 1982, Steven Spielberg creó una percepción sobre la infancia y su visión sobre lo desconocido, la incertidumbre y lo temible con “ET: El extraterrestre”. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino también, una idea mucho más elaborada: Esa audacia de la aventura, un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo. Un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras: Spielberg analiza las nociones sobre los argumentos que sostienen sus ideas, lo que conmueve, lo que emociona. Lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento. Que lo hace inolvidable y puro.

No se trata de una fórmula nueva: mucho antes de él, Harper Lee dotó a su Scout en “Matar a un Ruiseñor” de la misma mirada desconcertada e inocente, que convirtió a la historia en una delicadísima y dulce reflexión sobre la naturaleza del prejuicio. También lo hizo Roald Dahl, pero desde una óptica muchísimo más maliciosa y traviesa. Por supuesto, las novelas del autor británico estaban dirigidas a un público juvenil, a diferencia de la audiencia adulta de Lee, pero aún así, ambos autores coincidieron en lo mismo: en cómo construir un discurso que pudiera despertar empatía, identificación y sobre todo, mantenerse íntegro a pesar del tiempo y el posible contexto de lector.

Lo mismo ocurrió con Roald Dahl, que escribía para niños y lo hacía desde la óptica de los niños. Irreverente e irritante, el propio escritor solía insistir en que sus libros no estaban dirigidos a adultos sino a los niños tercos y traviesos que vivían aún en algún lugar de su mente. Llegó a decir que la llave de su éxito era “conspirar con los niños contra los adultos”. En una entrevista que fue publicada por el periódico Independent en el año 1990, Dahl admitía que sus libros no estaban dirigidos bajo ningún aspecto y bajo ningún motivo a los adultos. Y que de hecho, el mundo adulto debía tratar de comprender — en la medida en que se lo permitiera su arrogancia — ese otro universo magnifico y desconcertante que había abandonado hacía tanto tiempo. En una de sus habituales frases desconcertantes, insistió que “Puede ser una fórmula simplista, pero funciona. Los padres y los maestros son el enemigo”. Una idea que parece resumir el cariz de su obra y también esa partícularisima capacidad de Dahl para sorprender e incluso desconcertar a través de sus formidables historias.

Dos años más tarde que Spielberg, Stephen King reinventaría la fórmula en el clásico del Terror “It”, en la que una pandilla de niños debe enfrentarse a una criatura sin nombre que usa sus peores temores como un avatar temible del miedo como figura esencial. Con su aparente pátina de inquietante historia de un verano infantil — esa época de gracia en la que todo puede ocurrir — King lleva el terror a dimensión original que transforma la obra en un astuto juego de espejos. Nada es lo que parece en una narración enciclopédica sobre los orígenes de los temores y las argucias de la maldad en estado puro para destruir la ignorancia. A través de su banda de marginados y los estereotipos que encarna (el tartamudo, el niño gordo, el asmático, la niña maltratada) el escritor logra crear una hipótesis sobre lo que sostiene a todas las historias de terror y las hace inolvidables. Personaliza esa noción sobre el misterio de los terrores infantiles y después, le da sorpresivo giro al asumir la existencia de un ente maligno y primigenio que encarna todos los misterios del miedo sin nombre. Es entonces, cuando la novela alcanza su carácter de obra definitiva sobre los espectros invisibles, los que se esconden bajo la cama, los que aguardan en las esquinas tenebrosas. King convierte lo que nos provoca miedo en un reflejo ambiguo de nuestras ambiciones. Una puerta abierta hacia espacios desconocidos en nuestro interior y dota al monstruo de un rostro reconocible e íntimo.

Tal vez por eso todo parece tan familiar en la serie “Stranger Things” del producto televisivo de los hermanos Matt y Ross Duffer y cuya segunda temporada acaba de estrenarse. La primera temporada asombró por su frescura, por su capacidad para combinar la aventura, el terror, el suspenso y la nostalgia en una producto de notable calidad. Convertida en un éxito de crítica y un fenómeno de masas, los Duffer tenían la pesada responsabilidad de no sólo superar su primer experimento argumental, sino además, hacerlo más profundo y expandir un universo complejo sin perder la esencia que convirtió la primera temporada en un impecable construcción narrativa y visual. La segunda temporada no sólo lo logra sino que lleva a un nuevo nivel, esa búsqueda del dúo de productores en asumir la percepción de lo complejo, rico y brillante que puede ser el mundo infantil. En esta ocasión, trata de un inteligente ejercicio de nostalgia (tal y como fue durante la primera temporada) sino además, una brillante concepción sobre la Ciencia Ficción, la fantasía y el terror envuelta en la inofensiva pátina de un clásico inmediato. Con un pulso que asombra por su precisión, los Duffer logran en la segunda temporada “Stranger Things” el perfecto equilibrio entre la referencia básica — esa asombrosa decisión de retrotraer la forma y el fondo con una batería interminable de detalles visuales que convierten a la serie en una colección de imágenes melancólicas — y también, esa concepción del producto que se sustenta sobre su capacidad para innovar. Porque “Stranger Things” — como elemento novísimo de la cultura pop — es algo más que una serie construída para evocar una época y homenajear a una década: en realidad se trata de una celebración a los hijos de una generación nacida entre las bicicletas, walkie Talkies, televisores de tubo, radios, miedos y terrores casi inofensivos. Una generación anterior a la hiper contextualización y comunicación. A la inocencia en estado puro que los Duffer logran recrear con un maravilloso sentido de la oportunidad y el buen gusto.

Por supuesto, la segunda temporada de “Stranger Things” es también un homenaje al imaginario de los mìticos años ’80 y el dúo de directores no disimula su evidente influencia en el cine de Spielberg, Dante, Carpenter o en las narraciones de nítida estructura de un joven Stephen King. Y lo hacen, a través de un método que sorprende por su frescura y buen hacer: “Stranger Things” sortea con habilidad las trampas melancólicas — en estilo y forma- y elabora una propuesta sólida que se sostiene a pesar de las múltiples referencias, de la noción sobre lo visto y añorado. La serie cumple con el requisito de autonomía visual y lo hace, siendo original a pesar de la estructura referencial que lo sostiene. Hay algo nuevo, recién descubierto, que impresiona y conmueve en este producto lleno de significado que avanza con buen pie entre la melancolía evidente y algo más sutil.

La serie no se prodiga con facilidad: No sólo pareciera beber de la moral ambigua de cualquier propuesta serial contemporánea sino que además, juega con todo tipo de símbolos hasta lograr elaborar un discurso complejo a dos bandas. Porque mientras la noción de lo que ocurre — y lo que pueda significar — avanza con solidez, lo que que se adivina es incluso más poderoso, desconcertante y por supuesto, intrigante. Es entonces cuando la serie alcanza su mayor brillo y demuestra — y muestra — su valor como creación actual. La capacidad para innovar y sobre todo, evadir el fácil regodeo en sus fortalezas.
Tal vez por todo lo anterior, sigue resultando inclasificable. Un híbrido de ideas, planteamientos y punto de vista que resulta complicado de analizar si se le toma como una única mirada hacia lo que “Stranger Things” busca mostrar. Pero más allá de cualquier cosa, la serie es un compendio de cultura popular, tan cuidado como asimétrico y sobre todo, reconocible. Y esa es su mayor baza, la expresión más profunda de un género bastardo que parece nacer y construirse a partir de piezas sueltas que de alguna manera — y por obra y gracia de un maravilloso guión — encajan de manera casi perfecta.

Con toda seguridad, la serie “Stranger Things” está llamada a convertirse en objeto de culto inmediato, mucho más ahora que su segunda temporada reafirma los valores de la primera y construye una visión sobre los vínculos entre los personajes mucho más densa, compleja y firme. Con sus personajes bien construidos, una historia intrigante y su espléndida puesta en escena la serie es una pequeña obra de arte construida sobre una perspectiva brillante sobre lo nuevo y lo nostálgico. Pero más allá de eso, es el reflejo de una década, de un punto de vista sobre lo moral y lo espiritual que resulta entrañable sobre todo, una búsqueda de respuestas que abarca cierta inocencia argumental. Y quizás desde esa perspectiva, en ese espacio donde la niñez parece un espacio lleno de conjeturas éticas y de pura belleza imaginada, es que pueda explicarse su éxito. Su capacidad para conmover y deslumbrar y sobre todo, para cautivar. Un triunfo del poder del asombro sincero y quizás, algo tan simple como la mirada inocente sobre la complejidad contemporánea.

La nostalgia y sus pequeñas trampas: El secreto del éxito de una historia muy conocida.
Para su segunda temporada, “Stranger Things” también sostiene su contexto y su argumento, de un robusto ADN cinematográfico y cultural que elaborada una mirada una compleja sobre nuestra identidad social. La serie se ha tomado muy en serio su forma de analizar el contexto como una forma de subtrama: Desde el alias de uno de sus personajes principales — ese notorio Mad Max del ’79 que Maxine Mayfield (interpretada por la actriz Sadie Sink) usa para los juegos de Arcade — hasta los disfraces de los conocidos Cazafantasmas, que el grupo lleva para celebrar Halloween, la producción de “Stranger Things” elabora una interesante visión sobre la época y sus símbolos para añadir tensión a las líneas argumentales. De nuevo, los hermanos Duffer utilizan obvias referencias de “Stand By me” de Rob Reiner (1986), pero en esta ocasión, el espectro de todo tipo de visiones sobre el cine y la cultura de los años ochenta se amplía. Es muy notoria la manera como la segunda temporada de la serie rinde homenaje a la película “Aliens”. Los demagogo — en esta ocasión mucho más numerosos que la en la temporada previa — no sólo carece de rostro como mítico Aliens de la gran pantalla, sino además, también deja a su paso un residuo resinoso y repugnante cuyo origen nadie puede explicar muy bien. Con un buen sentido de la estructura narrativa, los Duffer se toman su tiempo para explicar los métodos y naturaleza de este monstruo apenas entrevisto, pero ya para el capítulo ocho de la serie sabemos lo suficiente como para comprender — y reconocer — su origen visual y conceptual. Además, en esta ocasión, es evidente que los Duffer deciden rendir homenaje a otra entrañable de la década de los ochenta: en la nueva temporada Dustin ( Gaten Matarazzo) protagoniza quizás una escena reconocible para todos los fanáticos de la película “Gremlins” de Joe Dante y la recrea con una maravillosa puesta en escena y una línea argumental que sostiene las peripecias aparentemente inverosímiles del protagonista. El aire de improvisación, alegría espontánea y sobre todo, la entrañable complicidad, crean una atmósfera de puro asombro inocente que sin duda remite a una de los films más famosos de Dante.

Para los Duffer, la experiencia de la segunda temporada de “Stranger Things” es por completo emocional. Lo es desde las primeras escenas de esa persecución rápida, bien dirigida y extraordinaria — un juego magistral de sombras y luces en medio de una asombrosa percepción de la fantasía — hasta su redondo y magnifico cierre, con la silueta del visitante estelar desapareciendo de a poco entre parpadeos de luz, acechando el mundo real desde las tinieblas. Una imagen no sólo para el recuerdo sino también, para la historia de esa noción de cómo contar historias y la manera en que las comprendemos.

Como conjunto, “Stranger Things” es una película de personajes, basada en lo emocional y sobre todo, que conserva una frescura indudable en su planteamiento sobre la profundidad de los sentimientos más sencillos. Para Spielberg, la niñez no sólo es símbolo de pureza, sino también, una idea mucho más elaborada: Esa audacia de la aventura, un riesgo emocional tan extraordinario como espontáneo. Un discurso que se mantiene a pesar del transcurrir del tiempo y el posible desgaste del discurso visual. En otras palabras: los Duffer analizan las nociones sobre los argumentos que sostienen sus ideas, lo que conmueve, lo que emociona. Lo hace desde la perspectiva del asombro, de esa mirada infantil que se plantea desde el descubrimiento. Que lo hace inolvidable y puro.

En el año 1949, el mitógrafo Joseph Campbell analizó el tema sobre la concurrencia de patrones en su libro “El héroe de las mil caras”. En el texto, Campbell analiza el llamado viaje del Héroe o “monomito”, un patrón que se repite con una enorme frecuencia en historias y mitos populares sin autor reconocido. Para el investigador, el hecho de la narración se perpetua hasta crear una noción sobre la historia que se analiza como una única estructura: separación — Iniciación — retorno.

En otras palabras, el mito sustancial de cada historia se crea sobre elementos recurrentes que el lector o espectador no sólo conoce, sino que disfruta y por tanto, asume como una parte de su percepción sobre los juegos de ideas narrativos. Utilizando el término “monomito”, Campbell propone la existencia de un estructura mitológica Universal o lo que es lo mismo, una noción general sobre lo que consideramos atractivo, profundo y evocador. También, se valió del psicoanálisis para analizar el motivo por el cual algunas ideas nos parecen atractivas y otras no. Y encontró que la mitología puede ser percibida como una manifestación de la mente humana, encaminada a representar y resolver dilemas universales, lo que incide directamente con la creación de la historias.

De manera que es probable, que lo que nos parece atractivo y entrañable, sea un eco de una historia que hemos escuchado tantas veces como para memorizarla sin apenas darnos cuenta. Una parte de nuestra psiquis tan profunda como definitiva al momento de construir un conjunto de ideas personales. Y es justo lo ocurre con “Stranger Things”, con su aire tan familiar como aterrador y quizás ese, sea el motivo de su éxito.
¿Que nos espera en la ya anunciada tercera temporada de “Stranger Things”? Con toda seguridad, los Duffer tendrán que analizar el fenómeno que crearon y replantearlo, no sólo para alimentar la nueva historia en ciernes — con “Eleven” dejando finalmente de ser una fugitiva sin explicación y la misteriosa “Kali” demostrando el poder misterioso que las une — sino también, mantener fresco el fenómeno. ¿Lo lograrán? Quizás sea la pregunta más importante que haya que formularse a la espera de una nueva historia en los misterios predio de Hawkings, Indiana.

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