domingo, 11 de mayo de 2014

La bruja que cantaba a la Luna y otras historias de lágrimas perdidas.






Enciendo la vela. La pequeña llama brilla en la oscuridad con un parpadeo. La noche tiene el aroma del romero que se quema en el caldero entre crujidos y pequeños chisporreteos. Una sensación de curiosa tranquilidad me recorre, como si el aroma y la semi penumbra pudieran consolarme de un desconcierto intimo, muy sutil para ser algo más que un breve sobresalto. Cuando cierro los ojos, el olor y la calidez de la noche me envuelven, me acunan, me acarician.

Nunca me atreví a realizar un ritual en solitario hasta mucho después que mi abuela - la sabia, la bruja - murió. Quien sabe por qué, siempre creí que no me encontraba lo suficientemente preparada para hacerlo o quizás se debía a una timidez casi infantil que tenía mucho que ver con mi admiración por mi abuela, su reposada seguridad, su capacidad para llenar de belleza incluso los gestos más pequeños. Desmañada y torpe, siempre estuve convencida que necesitaba algún tipo de seguridad - ¿certeza quizás? - que aún no tenía y de cual estaba segura, no tendría en mucho tiempo. Sentada en el circulo de velas junto a mi abuela y mis tias, miraba arribada la delicadeza de su sinceridad, la forma como cada movimiento parecía celebrar el profundo sentido de cada ritual tradicional. La verdadera magia era parte de esa misteriosa belleza, pensé con frecuencia, conmovida. De esa necesidad de expresar ideas muy profundas con tanta sutileza.


Pocos días después de cumplir dieciocho años intenté por primera vez llevar a cabo un ritual de Luna Llena por mi cuenta.  Sentada desnuda en el circulo de flores dibujado en el piso, el corazón me latia tan rapido que apenas podía respirar. Era un momento privado al que brindé una especial importancia. Pensé que era un gran momento, una linea invisible del antes y después de la mujer que intentaba mirarse así misma más allá de la niña que había sido. La luna llena entraba por la ventana y todo en mi habitación, tenía un cierto aire incompleto, casi desdibujado. Un nerviosismo zigzagueante, a medio camino entre la impaciencia y la emoción. Y tal vez por ese motivo, me encontré tan perdida que muy pronto comprendí que había algo de desamparo en mi torpeza: Me quemé la punta de los dedos al intentar encender la vela, no recordé la mayoría de las invocaciones, sentí frío y una incomoda sensación de vulnerabilidad por encontrarme desnuda y finalmente, permanecí sentada en medio de las velas apagadas, abrumada por cierta amargura. Lo que había soñado como una ocasión inolvidable se había transformado en algo más simple, decepcionante. En una de esas escenas que te recuerdan tu inexperiencia y lo que es peor, el largo trecho que aún debes recorrer para aprender. Frustrada, me pregunté - como tantas veces en el pasado - si estaba preparada para ser bruja, para llevar ese antiguo nombre - una herencia sutil - con honor. Temí que no fuera así.

Mi prima M. me escuchó en silencio cuando le conté mis temores. Le expliqué la extraña sensación de desconcierto que me había invadido durante el ritual, esa de encontrar que faltaban piezas esenciales en el delicado equilibrio de la magia. Mi prima se encogió de hombros, como si lo que le contaba no le sorprendiera o mejor dicho, le pareciera muy conocido.

- Hasta ahora, para ti la brujería ha sido una manera de conocer a la familia, de conectarte con una parte muy profunda que te une a cada una de las mujeres que amas - dijo - pero, llevar a cabo un ritual en solitario implica algo más que convicción. Es un tipo de fe muy especifica. Una manera de asumir que te miras a través de lo que crees y profesas.

No respondí de inmediato. Recordé las escenas luminosas de los rituales familiares, la emoción profunda y nítida que me sofocaba en medio de los canticos, los olores y los resplandores de las velas. Al contrario, mi ritual me había parecido deslucido, una mera imitación de esos otros. Una escena a medio construir y con los bordes rotos de una imagen muy bella. Mi prima me hizo un guiño amable.

- Date un poco de mérito. Estas convencia que la inexperiencia te hace torpe por necesidad. ¿Por qué no intentas un ritual propio? ¿Construyes una forma de ver la magia absolutamente personal?

- Eso sería aún más complicado - me quejé - es como tomar algo que no comprendo y brindarle significado propio.

- Quizás por ese motivo te resulte tan dificil hacer un ritual: sigues sin comprender que es lo que necesita la magia o mejor dicho, lo que necesitas para conectarte con esa parte tan privada que hace que todo ritual tenga significado y valor.

Poesía, pensé con cierto cinismo. La idea me seguía atormentando. En los rituales familiares, había una poderosa emoción que achacaba a ese conocimiento - firmeza - con mi abuela y mis tias los conducía. Había algo onírico, en la luz de las velas parpadeando, sus voces invocando en bien timbrada voz cantos y nombres de antiguas deidades fabulosas. Al contraste mi ritual había sido una mezcla titubeante de temor y algo muy parecido al desconcierto. Me sentí profundamente humillada, quizás sólo herida. ¿Tenía que ver mi amor por la brujería por el mero hecho de sentirme conectada a mi familia, como había sugerido mi prima? ¿Que ocurría con esa parte más privada que toda bruja practica en solitario? ¿Ese lenguaje profundamente intimo que expresa ideas sobre la fe y la creencia muy significativas? No comprendía la diferencia y quizás, como había insinuado mi prima M. necesitaba entender por qué de esa ambivalencia a la que no encontraba verdadera explicación.

El tema me siguió preocupando. Sentada en medio del circulo de velas, oyendo reir a mi tias y primas, las observaba con atención. Todas elevaban las manos a un único compaz, balanceandose en la luz de las velas, rodeadas del olor de las hierbas quemandose en el pequeño caldero sobre la mesa. Las manos unidas, la fragil dulzura de un momento radiante. Los ojos llenos de lágrimas mientras me unía a las invocaciones, la voz grave. Y de pronto, la emoción, esa sensación de encontrarme conectada no solo con cada una de ellas, sino con el aire repleto de luz, la radiante Luna Llena pendulando en la ventana, la sonrisa que me envolvía y me levantaba como una huella cálida y amable.

La fe, en mis dedos. En esta sensación, en esta vibrante convicción desconocida.

Una sonrisa que te pertenece para siempre, una manera de soñar.


El día en que murió mi abuela, llovió. Una lluvia cálida y cristalina de abril. Junto a su tumba, con la cabeza descubierta, temblando de frío y dolor, miré el montículo de hierba rodeado de flores y pensé en la última vez en que habíamos conversado. Había sido dos días antes, en su jardin, mientras podaba su querido rosal enmañarado.  Sonreía bajo el sol, ajena al dolor y a la muerte que aguardaba por ella apenas una pocas horas después. De pie, con el cabello caoba recogido en una trenza, tenía un aspecto atemporal, inocente. Habíamos conversando un poco y antes de irme, me había hecho uno de sus guiños amables.

- Esa mueca tuya de preocupación siempre me hará reir - comentó.

- Siempre te ries de mi - le contesté con un mohín. Ella rió de nuevo y regresó junto a sus rosas. Durante meses, había cuidado con mimo a un nuevo retoño, que había logrado luego de reunir esquejes pacientemente por meses enteros. Ahora la flor, de un impactante color fuscia, se abría en medio del resto, asombrosamente bella.
- Reir es una manera de crear ¿No lo sabes bruja?
- Para ti todo es creación - comenté.
- Sin duda, hija querida - se inclinó con la tijera de podar entre las manos. Cortó un pequeño tallo de aspecto amarillento. Lo guardo en el bolsillo de su delantal - todo lo que pueda consolarte, elevarte y hacerte sonreír, es una forma de creación. Magia pura.

No respondí. Le hice un gesto afectuoso y salí de la casa. Cuando volví para mirarla por última vez - sin saber que realmente sería la última - ella ya no me miraba. Acariciaba su rosa predilecta con la yema de los dedos y susurraba en voz baja. Me pregunté que decía.

Recordé esa pequeña escena allí, en medio de ese sufrimiento blanco y nítido que apenas me permitía pensar. Con las manos rigidas, la caricia singular del cabello humedo rozandome las mejillas, la angustia me dejó sin voz, me arrebató toda identidad, toda idea coherente. No recuerdo muy bien como abandoné el cementerio, quien me rodeo con su brazo calido sobre sus hombros, quien conducia el automovil que cruzó la ciudad hasta la casa vacía de mi abuela. En un parpadeo, me encontré tendida en mi cama en la oscuridad. Y tenía la rosa fuscia entre las manos.

La miré, recordando vagamente que había caminado descalza por el jardin para arrancarla. Que me había cortado la yema de los dedos y que tenía las manos llenas de arañazos de las espinas. Pero su belleza me consoló, el color encendido de sus pétalos. Me pregunté si podría quedarme allí, en silencio, por todo el tiempo que mi dolor me lo exigiera, con la rosa entre los dedos. Dejar de pertenecer al tiempo, a la rutina y simplemente abandonarme a las lágrimas, a la herida abierta en mi pecho.

Encendí las velas con los dedos temblorosos. Una a una, con la concentración borrosa del llanto silencioso. Poco a poco mi habitación se iluminó, se transformó en algo parecido a un altar, con sus resplandores de madera y silencio. Cuando tomé mi pequeño caldero y lo encendí con hojas de romero, el olor se alzo en espiral, me rodeó el cabello, refrescó el sufrimiento caliente que me atormentaba. Con la rosa entre las manos, me balanceé de un lado a otro, llorando con los dientes apretados. Las luz de las velas dibujando un paisaje de sufrimiento a mi alrededor.

La luz de la Luna Llena en la ventana.

E invoqué, con las manos llenas de petalos, la luz de las velas rodeandome. Clamé por consuelo, por una palabra que pudiera definir el fuego de angustia que me atravesaba. Invoqué viejas deidades con mis propias palabras, con la voz que brotaba de un lugar muy profundo de mi misma, que abría como una brecha viva en mi espiritu. Y fue ese grito sin voz, esa sensación de callada angustia, de profunda confianza, de simplemente entregar los fragmentos rotos en mi interior al silencio, al circulo de luz lo que finalmente me reconfortó. A medias, entre la quemazón de las lágrimas al caer, la dureza de esa ausencia de la casa vacía y silenciosa.

Un momento de paz.



Danza de la Luna Verde: Un fragmento de conmovedora ternura.

Para la tradición de la Diosa que practica mi familia, la Luna Llena de Mayo representa la celebración al renacimiento de la Tierra, una intima reflexión sobre toda idea de creación y renovación espiritual. Se suelen llevar a cabo rituales que simbolicen el crecimiento de la consciencia y sobre todo nuestra capacidad para asumir el conocimiento y la sabiduría como una forma de madurez. Uno de los rituales que se llevan a cabo es el siguiente:

Necesitarás:

7 Velas Blancas.
Un cuenco para quemar.
Hojas de Romero.

Disposición:

Coloca las velas creando un círculo en cuyo centro te sentarás. Coloca frente a ti el cuenco para quemar y enciende las hojas de Romero. Ahora invoca de la siguiente manera:

"De la Tierra misteriosa

Del agua que fluye
Del viento que canta
Del fuego que purifica
Del poder de mi espíritu
Invoco el poder de las sonrisas
De los recuerdos que no se olvidan
Que sea en mis manos la mirada amable
hacia el pasado
Que sea en mi corazón
El presente que nace
Que sea en mi mente
La esperanza del futuro
En nombre de cada pensamiento profundo que me pertenezca
Así sea"


Disfruta del olor del Romero, mientras realizas una pequeña meditación sobre cada elemento valioso y significativo en tu vida. Agradece mentalmente cada idea, cada convicción y cada deseo que te haya brindado una sonrisa y también, tu necesidad de comprenderlo, de asumir el poder que te obsequia. Cuando las velas se hayan consumido, come y bebe algo para equilibrar la energía que obtuviste mediante el itu

Suspiro, con las manos abiertas en la oscuridad. En el valle oscuro de mis ojos cerrados, brotan resplandores breves de luz y alegría. Más allá, el tiempo parece detenerse, ondular, rodearme. La magia más personal, la más intima, siendo mi voz. Rodeándome en esa infinita ternura de la fe, en esa irrevocable confianza del espiritu que busca y encuentra.

Así sea.

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