domingo, 16 de marzo de 2014

Una mirada a la Venezuela más allá de la política: Una pregunta sin respuesta.






Desde hace un mes o un poco más, voy de un lado a otro de la ciudad con una grabadora digital en la mano. No lo hago por una razón en especifico: No tengo otra intención que escuchar a Venezuela. Y es que probablemente todos olvidamos que ocurre más allá de nuestro limite doméstico, de nuestra visión personal de las cosas. Yo, al menos, lo olvidé. Lo olvidé luego de quince años de enfrentarme a gritos con quienes pensaban distinto a como yo lo hago. De alguna manera, con el transcurrir de los años, estuve muy cerca de convertirme en contra de lo que lucho. Llegué tan cerca que llegué a creer que la solución era simplemente ignorar a quienes me adversan y creí que la única visión congruente del país era la mia. Pero me detuve. No sé cuando ocurrió realmente: Tal vez fue la primera vez que tuve la osadia de quedarme callada y escuchar al que piensa distinto o sólo, cuando comprendí que Venezuela está rota en pedazos por una lucha que solo menosprecia al ciudadano y beneficia al gobierno. Realmente no sabría decir cuando ocurrió. Lo que si sé es que esa gradual toma de conciencia me brindó toda una nueva perspectiva de las cosas. Una aceptación tardía aunque necesaria, de mis errores y sobre todo, una nueva madurez con respecto a mis aspiraciones como ciudadana y actor político del país.

De manera que escucho. Sentada en un autobús, mientras todos a mi alrededor discuten en voz baja. Escucho a la Señora cansada y de hombros encorvados, quejarse sobre los pocos productos que puede conseguir en mercados y abastos. Escucho al joven comentar su cansacio por la situación extraña y violenta que vivimos. Escucho la música estridente, sin noticias, anónima y desconcertante,  que se escucha en algunas esquinas. Escucho el tráfico, el de siempre, el de la Caracas de todos los días. Pero también escucho a la Venezuela que sobrevive a la protesta: A la chica que encontré llorando de miedo cuando la GNB reprimió con bombas lacrimogenas a unos pocos manifestantes que levantaban pancartas en la calle donde vivo. El terrorifico sonido de detonaciones a mitad de la noche: ese BUM BUM  BUM que llega a ser inconfundible. El bramido metálico y extraño de las motocicletas recorriendo las calles. Disparos, ese eco que despierta un terror esencial, insuperable. Gritos que exigen libertad. La angustia de un país al borde de la violencia, confuso y roto.

Hay algo de documento inolvidable en esas voces de la ciudad. Hay tanto que comprender, analizar en cada cosa que he logrado captar. Porque hay en cada voz, en cada sonido, un país que se debate en un interminable proceso de reconstrucción, en una búsqueda de identidad que poco o nada tiene que ver con el color político, con la idea ideológica que se intentó implantar por la fuerza en década y media de gobierno Chavista. Hay algo más orgánico, más profundo, en esta nueva lucha que parece llevarse a cabo más allá de las urnas electorales, de la palestra del micrófono. Hay un país que comienza a hacerse preguntas, que se mira en un espejo y encuentra que el reflejo que le devuelve,  es su propia visión sobre lo que vive y la forma como acepta la responsabilidad histórica de lo que ocurre. Luego de largos años de amarga diatriba, de una lucha implacable contra la opinión, el ciudadano de a pie, el que sufre y padece realmente al país, como realidad incontestable, comienza a manifestarse.

Y escuchar te brinda algunas lecciones sobre la Venezuela escondida, esa que el discurso político no abarca, más allá de la estadística, anónima, menospreciada por la realidad. Pequeñas escena que dibujan paisaje de país distinto o quizás, simplemente desconocido para todos los que intentamos solo analizar a Venezuela desde nuestros prejuicios y esperanzas.

Hace unos días, en el Mercado de Quinta Crespo, una mujer discutía a gritos con uno de los vendedores del lugar. De pie frente al pequeño cubiculo, se quejaba con quien quisiera escucharle de la escasez. El resto de los clientes a su alrededor, confusos e incómodos, la ignoraban. Pero a ella no parecía importarle: Enfurecida y angustiada continuó con su arenga, el rostro enrojecido, la voz ronca.

- ¡No hay nada que comprar coño! ¡No es la plata en el bolsillo que tampoco hay, es que vienes pa' acá y no hay nada que comprar! ¿Que te compras con tres lochas en un país donde no hay nada y lo poquito que hay está en colas? - había un temblor angustioso, agobiado en su voz - ¿Cómo se puede vivir en un país donde pasas hambre así trabajes?

A su alrededor, una callada multitud la escucha incómoda. Otros la ignoran directamente. El vendedor, escondido entre las ristras de ajo, las auyaamas colgadas del techo del tarantin y lo que supongo, es verguenza, se encoge de hombros, mira a otra parte. Pero la frustración de la mujer no es de las que se contienen con facilidad. Tiene los ojos brillantes de ira, los puños apretados junto a las caderas. Una imagen inquietante de esa frustración ciudadana que casi nadie nota.

- Pero eso es por la guerra económica - dice alguien. Un murmullo recorre al grupo que se reunió para escuchar a la mujer. Alguien rie por lo bajo, varios sacuden la cabeza. La mujer, con los labios apretados sonríe: una mueca triste, cansada.

- Así seguimos, como pendejos. Y muriendonos de hambre. Pero pendejos siempre.

La frase me abruma. La veo caminar por el pasillo repleto de observadores. Una figura timida, anónima que de inmediato se confunde entre el murmullo, el escándalo habitual. Lo que nos quedamos allí, de pie, un poco azorados por la escena aún , quizás compartimos ese silencio del frustrado, tan común en estos días. Un hombre se rie por alguna parte.

- Esas viejas locas sifrinas que vienen pa' aca a compra y se quejan - dice. Es el mismo que mencionó la celebérrima "Guerra económica". Lleva el habitual atuendo rojo del partidario a ultranza del gobierno: camiseta con el monograma de los Ojos del difundo Hugo Chavez, el emblema de esa Venezuela bajo vigilancia de la ideología. Nadie le responde, de hecho, le ignoran con esa ferocidad temible que dedica la multitud al idiota, al que segrega desde la solemnidad de una opinión sin palabras. El hombre dice alguna cosa más, rie otra vez. Pero yo solo miro la pequeñísima bolsa que sostiene en la mano: un paquete de harina precocida, otro de arroz. Cuando se va, también confundido en la algarabia habitual del Mercado, me queda una sensación amarga entre las palabras como quiero describir la escena. Y es que Venezuela es un mosaico de pequeñas historias tristes, desoladas. El país del rostro herido que no llega a curarse nunca.


Escucho con atención todas las historias. Como la de mi amigo Felipe (no es su nombre real) quien resultó agredido durante la represión en la Plaza Altamira de Caracas el día viernes catorce de Marzo. Felipe, quien es un ferviente militante del PSUV y de hecho, es un convencido oficialista, cruzaba por una de las avenidas cercanas al lugar donde se desarrollaba la manifestación, cuando fue atacado por dos funcionarios de la GNB.  Lo arrojaron al suelo y comenzaron a golpearlo, antes que mi amigo comprendiera bien que estaba ocurriendo. Me cuenta, que quiso identificarse, mostrarle su carnet del partido pero casi le fracturan dos dedos de la mano cuando intentó hacerlo. Finalmente, logró escapar en medio de la confusión y esconderse junto con un grupo de estudiantes, que además le ayudaron a recibir atención médica.

Me cuenta la historia en voz baja. Tiene el rostro cubierto de moretones, un diente astillado y la mano derecha paralizada. Me dedica una mirada entre cansada y furiosa. Quizás espere que haga algún comentario  hiriente: después de todo, durante toda la campaña presidencial de Nicolas Maduro en Octubre de 2013, le insistí que el por entonces candidato era un hombre que no tenía verdaderas capacidades para gobernar un país en conflicto. Recuerdo sus burlas, su insistencia en que "la revolución" debía sobrevivir a costa de lo que fuera. Que debía incluso asumirse los errores como parte del sincero esfuerzo de "proteger los logros" que Hugo Chavez había logrado durante su presidencia. Pero no dije nada. Solo lo miré. Un silencio largo e incómodo. Cuando escucho la conversación grabada poco después, la respiración trabajosa de Felipe retumba como un eco triste en medio del ese mutismo lento, residual del temor.

- Nunca me escucharon - comenta por último. Aún parece consternado, confuso - me golpearon solamente por estar allí. Estaba ahogado por los golpes, se lo decía a gritos, vomitando de miedo. Y me seguían golpeando.

Tampoco respondo nada. Hace unos días, me había envíado un correo, reclamándome el amarillismo de las fotografías que comparto en mi FrontPage de Facebook. Me exigió "mostrar los dos rostros de la verdad" y ser "justa". Cuando le pregunté que pensaba sobre la represión, me envió un extenso artículo de un periódico Argentino que hablaba sobre "La exageración de los medios venezolanos" sobre la actuación de los funcionarios de seguridad. Me pregunto si ahora recordará el fragmento burlón que escribió además, señalandome que soy "hija de la cultura pop" y consumidora de imágenes sin contexto. Supongo que sí. Y en medio de esa diatriba, esta el silencio otra vez. El de la culpabilidad a medias, ese trago lento y doloroso de reconocer la verdad del otro.

- La violencia no reconoce el color de tu camisa - digo por último. Siento una tristeza infinita, de comprobar que tan real es esa frase que he repetido hasta el cansancio en los últimos días - la violencia es violencia, venga de donde venga. Pero si quien la ejerce es además quien tiene la responsabilidad de protegerte y velar por tu integridad es aún peor. Es la Violencia legal, la que te aplasta.

Felipe trabaja en la administración pública. Cuando su Superior inmediato supo lo que ocurrió, le recomendó "por discresión" no hacer comentarios ni tampoco denunciar el hecho en ninguna instancia judicial. Además, le recordó todos los beneficios que disfruta y el hecho que su trabajo forma parte de la formación ideológica que el Ministerio imparte. Palabras más, palabras menos, si Felipe quiere seguir trabajando para el TodoPoderoso Estado, debe bajar la cabeza y callar.

Me lo cuenta, en una especie de confesión de a trozos de información que no encajaban bien. Contengo las criticas, todos los argumentos que pudiera esgrimir para recordarle que su voto, su decisión política, construyó lo que ahora vivimos. Pero más que cualquier cosa, su indiferencia. Pero me parece hipócrita reclamar cualquier cosa, en medio de un país donde las victimas somos todos, donde todos estamos expuestos al mismo peligro, al mismo riesgo. Huerfanos de gentilicio en medio de la violencia.

De manera que solo lo escucho. Quizás Felipe solo necesitaba eso. Como yo escucharlo. Más tarde, cuando escucho la grabación de nuestra conversación, tengo la extraña sensación que el país se desploma en un lento goteo de pequeñas tragedias y también, la toma de conciencia que eso conlleva. Lo pienso cuando escucho a Felipe decir, entre el siseo trabajoso que le dejó la ruptura del diente: "no podemos seguir viviendo así".

Escucho, otra vez. Las consigas grabadas, la ciudad que grita y enmudece. Y me pregunto a donde vamos, que nos espera después de la linea imaginaria que casi nunca se cruza y que durante el último mes parece hemos cruzado demasiadas veces. No lo sé. Pero estoy convencida que avanzamos, a trompicones y con esfuerzo, hacia un nuevo rostro del país, una nueva visión del gentilicio y quizás - o esa es mi esperanza - una nueva concepción del gentilicio.

Al menos, eso espero. Este país que sangra y grita, que guarda silencio y murmura, lo merece así.

C'est la vie.

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