domingo, 20 de junio de 2010

Devaneos con Proust o Dioses en el Altar de Mi memoria


¡Y así, lo que me figuraba que no suponía nada para mí, representaba ni más ni menos que toda mi vida! Cómo nos ignoramos. Urgía poner fin a mi su¬frimiento; cariñoso conmigo como mi madre con mi abuela moribunda, con esa buena voluntad que se pone en no dejar sufrir al ser querido, me decía a mí mismo: «Ten un segundo de paciencia, hallaremos remedio, tranquilízate, no te dejaremos sufrir así. Todo esto no tiene ninguna importancia porque la haré volver en se¬guida. Examinaré los medios, pero de un modo u otro ella estará aquí esta noche. Conque inútil preocupar¬se». «Todo esto no tiene ninguna importancia», no me limité a decírmelo, procuré dar esa impresión a Fran¬çoise no dejando que nada se trasluciese. Era tal la cos¬tumbre que tenía de que estuviese conmigo Albertine y, de repente, veía un nuevo rostro de la Costumbre. Se me había antojado hasta el momento un poder ani¬quilador que suprime la originalidad y hasta la con¬ciencia de las percepciones; la veía ahora como una terrible divinidad, tan asociada a nosotros, tan incrus¬tado su insignificante rostro en nuestra alma, que, de desprenderse, de apartarse de nosotros, esa deidad que apenas distinguíamos nos inflige sufrimientos más tremendos que ninguna, pasando a ser entonces tan cruel como la muerte.

Marcel Proust,
Albertina Desaparecida.

Marcel siempre fue un niño debil. Delgado, de grandes ojos meditabundos, la piel cetrina de un tiempo que la voz de su sangre olvidó. Agotado, un poco confuso, deambulaba perdido en el bosque de su memoria, abandonado por los ancianos padres de sus pensamientos, un poco temeroso quizá de la danza cansina y estatuaria de las palabras que vociferan en el silencio de párpados cerrados. La respiración entrecortada, el dolor seco de la garganta agostada por el agotamiento, se deja caer en el valle en penumbras que se extiende más allá de esa cotidianidad torva que se ve obligado a vivir. A solas, sí, en medio de ese sonido de un viento imaginario, recorriendo la Tierra que crea a medida que la visión de su propia necesidad de creación escapa de todo dominio, se desborda en todas direcciones, se hace ecléctica y voraz. Un horizonte carmesí, opalo gris y sangre, que palpita por un segundo, magestuoso en el templo ignorado de su nombre y su voz. Se estremece un poco el joven Marcel, sacudido por la emoción, impregnado de esa condena palpitante y muda del don de contar su propia historia. En el ostracismo de su busqueda personal, evocador de la belleza, el niño que se convertirá en Marcel, el hombre, el contestario, el que esgrimirá la voz y la devoción como una llama crepuscular, yace tendido a ciegas y desnudo, en un lugar que solo es real por un instante, que solo existirá en un presente dioclesiano destinado a marchitarse en un fugaz respiro de pura genialidad.

Y Sueña el niño que será Marcel, con una frontera mítica, de estepas espúreas, sedientas y malditas, con derroteros asperos y estériles que conducen a un tiempo finisecular y desconocido. El centro mismo de un deseo demasiado profundo para poder contenerse y tan sutil, que se desliza en silencio más allá de la conciencia. Las manos apretadas sobre el pecho, los ojos cerrados, el olor del fuego tan cercano, consumiento el mundo que su imaginación ha conjugado. Y escucha Marcel, el niño que será, el temblor definitivo de la muerte efímera, mientras el temor se eleva exuberante y terrible, en vientos sin nombre, golpeando con fuerza las paredes del tiempo muerto, de la evocación plúmbea. Y aun, resiste Marcel, la tentación de abrir los ojos y contemplar la sombra de la pura tristeza, la conflagración definitiva, la divinidad magnifica y muda que abrasa y devora todo a su paso. Escucha su bramido, su llamado arrebolado y aguarda, fascinado y temeroso por un segundo de paz.


El niño abre los ojos. Las paredes de su habitación le parecen más descarnadas y crudas de lo que realidad son, con esa fría realidad implacable contra la que le lleva esfuerzos luchar. Su madre tose en la otra habitación, el mundo simple más allá de la idea despierta al otro lado de la ventana. Pero el niño que será Marcel aguarda, con la respiración contenida, tal vez esperando que el tiempo recobre el sentido o quizá, que un cielo pueda considerarse suyo más allá de la razón

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