viernes, 19 de agosto de 2016

Proyecto "Un país cada mes" Agosto: Japón. Banana Yoshimoto.




Que Murakami sea uno de los más reconocidos escritores japoneses de la actualidad, nadie lo duda. Que quizás pueda ganar un Nobel en el futuro — o al menos eso es al menos la insistente idea popular — tampoco. Lo que sorprende en realidad, es la influencia que el escritor sin quererlo ni esperarlo, está teniendo en la literatura de su país, marcada a fuego por gigantes de la talla de Mishima y Kawabata. Pero es justamente Murakami, con sus novelas anómalas, su tono fantástico y su dolor invisible a cuesta lo que de pronto, popularizó el estilo de contar historias del país Nipón.

Quizás se deba a su tremendo éxito internacional o al hecho que todas sus novelas, tienen una mirada lenta y profunda sobre el existencialismo, una expresión doble y residual sobre lo contemporáneo, a mitad de camino entre la tristeza y una melancolía en ocasiones poco comprensibles. Cual sea el motivo, Murakami tiene una corte de llamados “imitadores” — que en realidad sólo beben de su estilo — y que están creando un nuevo rostro para el mundo de palabras para el país asiático. Una de ellos — o quizás la más reconocible y trascendente — es Banana Yoshimoto, quince años y más joven y la más hábil de sus pupilos emocionales para adaptar la fórmula del romanticismo a frágil, los dolores a medio comprender, los ritos de iniciación y el amor a lo Murakami, que no es otro que esa mezcolanza entre lo dulce, lo primerizo y algo más doloroso parecido al desencanto. Yoshimoto no sólo cuenta las historias como Murakami, sino que además, las mira desde su perspectiva. Construye una elaborada comprensión desde el ahora y el mágico relativo que es mucho más consistente que cualquiera del resto de los escritores que siguen la estela del escritor Nipón más conocido de la actualidad. Y es que Yoshimoto, tímida, en ocasiones edulcorada pero siempre intrigante, crea un tipo de comprensión sobre las llanuras de las emociones humanas que conmueve tanto como su maestro emocional y que trasciende a la mera anécdota. En medio de una generación de escritores que se definió a través de Murakami y que sin duda, lleva a cuestas su peso, Yoshimoto supo encontrar una expresión personalísima en el arte de narrar un complejo mundo de la naturaleza humana.

Por supuesto, es indudable que Banana Yoshimoto se beneficia de la figura de Murakami, tanto como para que se diga con mucha frecuencia que su obra depende de esa mirada sobre lo absurdo y lo fantástico que identifica al autor. Pero además de eso Yoshimoto tiene una mirada literaria propia y la mayoría de las veces vanguardista: Sus relatos cortos tienen una especial calidad (como los maravillosos que componen el libro Sueño Profundo) y además, es notorio que Yoshimoto aún se encuentra en pleno crecimiento creativo. En un recorrido formal y estético en la busca de una identidad aún más profunda que crea a partir de su necesidad de contar el mundo a su manera. Algo que no deja de sorprender: porque se trata de un recorrido personal que la está llevando justo al extremo contrario de esa sombra débil de Murakami — como se le consideró por años — para encontrar una percepción mucho más potente sobre una prolífica escritora en ciernes.

Quizás por ese motivo Yoshimoto sea aún una escritora por definirse. Más de una vez, ha dicho que sorprende — y se avergüenza, aunque no explica el motivo — por el hecho que sus lectores le conozcan más por sus ensayos que por sus novelas, las que considera la piedra angular de su trabajo. Quizás su preocupación sea infundada: tanto sus relatos de ficción como sus cuidadosos ensayos tienen como punto en común, una precisión mecánica y esencial sobre el mundo y sus misterios, una mirada profunda sobre la existencia desde el dolor y la belleza. En su colección de ensayos “Un viaje llamado vida” en los cuales el movimiento — como abstracción y concepto — es el centro de una serie de reflexiones sobre la naturaleza humana, Yoshimoto analiza de manera sutil pero sobre todo, con enorme delicadeza, esa noción de la transmigración del espíritu. Lo hace además, en un lento ritmo de reflexión que resulta tan ambiguo como atrayente. Un pequeño prodigio de delicadeza que conmueve aunque en apariencia no sea la intención de la escritora. Con un pulso que asombra por su buen hacer, el ensayo avanza hacia un análisis sensible sobre esa noción frágil del hombre. Una novela que no se reconoce como tal pero que lo es, a pesar de todo. Incluso de sus debilidades.

La primera novela de Yoshimoto Kitchen (Tusquets) se publicó en 1987 y fue un éxito clamoroso: Una rara mezcla de tecnología, crisis personales y cocina como telón de fondo que sedujo al público por esa particular capacidad de Yoshimoto para construir escenas extraordinarias desde lo mínimo. La obra — que la escritora escribió cuando aún era estudiante — la catapultó a la fama de inmediato: en menos de un año era considerada una de las grandes promesas de la literatura japonesa, aunque ya por entonces se insistía en la deuda referencial y emocional de su obra a la de Murakami. Con todo, Yoshimoto supo lidiar no sólo con la comparación sino con sus implicaciones. Luchó contra la inercia editorial que la intentaba encasillar y logró llevar al cine la historia de Kitchen no una, sino dos veces. Una y otra vez, la escritora se enfrentó al estereotipo que no dudó en encajar a la fuerza su obra en una interpretación manida y referencial. Continuó escribiendo sus espléndidos ensayos y en paralelo insistió con la novela. También se dedicó al guión cinematográfico con Umi no futa y Shirakawa yofune (basados en las novelas del mismo nombre) e incluso, tuvo el atrevimiento de parodiar su propias novelas en más de una ocasión, en críticas anónimas en las que pareció burlarse de su romanticismo lento y la mayoría de las veces, ligeramente espectral. El esfuerzo le permitió encontrar una cierta identidad propia: Un lustro después de su éxito literario inicial, Yoshimoto había logrado encontrar un nicho particular, un punto de vista individual e inconfundible que la convirtieron en ícono de toda una generación de escritores.

Y es que Yoshimoto Banana encontró una forma de contar historias que sorprende por su conmovedora ternura, a pesar de la poca originalidad de la que suele acusarse a la mayoría de sus novelas. Sus historias tienen un aire cotidiano y corriente que puede resultar engañoso e incluso tedioso, si no fuera por la capacidad de la escritora para crear escenarios de sutil existencialismo urbano. No hay casual y mucho menos accidental en los delicados mundos de Yoshimoto, en su búsqueda consciente de cierta epifanía transgresora del bien y el de mal que nunca llega a construir del todo. Pero es esa imperfección, esa mirada en la periferia y en lo quebradizo, lo que brinda a sus obras una profundidad inusitada.

Porque Yoshimoto es una escritora que encuentra en la sutileza su mayor mensaje. Quizás por ese motivo, decidió utilizar el seudónimo “Banana”, en un juego de palabras que hace referencia inmediata la belleza andrógina de la flor del banano. La escritora busca no sólo construir un mensaje donde lo evidente oculte un mensaje más elaborado y complejo, sino que además lo logra con una convencida interpretación de la realidad a través de todo tipo de pequeños trucos de efectos. Nada es lo que parece en las deliciosas y cortas novelas de Yoshimoto: las escenas se suceden unas a otras para crear un ámbito casi irreal sobre lo cotidiano. En las novelas de Yoshimoto una puerta jamás será una puerta, como tampoco el amor será sólo amor. Y esa combinación de ideas donde la escritora encuentra no sólo su mayor fortaleza, sino esa identificación elemental del espíritu creativo que la hacen única.

En una de sus pocas entrevistas, la escritora comentó que “hoy en día el arte y el romanticismo han desaparecido del corazón de los japoneses”, y por eso, con frecuencia piensa en que debe escribir novelas “centradas en esa idea”. Toda una declaración de intenciones que sustenta esa mirada de la autora que parece abarcarlo todo. En cada una de sus obras, hay esa búsqueda inclemente y franca sobre los dolores y temores cotidianos, esa percepción del hombre como parte de su circunstancia y más allá de eso, como un reflejo del devenir — incesante e indetenible — de cada elemento que forma su identidad. Una especie de mecanismo en ocasiones fallido donde el amor — siempre el amor — lo es todo.

Pero Banana Yoshimoto es además de escritora, una mujer japonesa y es esa identidad indefinible también es parte esencial de lo que crea. En cada una de sus novelas, Japón es otro personaje. Descrito a medias, siempre entre las adyacencias de pequeñas escenas donde la personalidad cultural parece imprescindible para sostener el relato entero: “El clima ejerce una gran influencia en los seres humanos. En Japón, las casas se descomponen rápidamente. Hace mucho bochorno en los días de verano en los que apenas sopla la brisa. Por eso, la gente se irrita y se pone nerviosa. Sin embargo, mientras estuve en Egipto, el aire era tan seco que apenas sudaba y no me hacía falta cambiarme de ropa cada poco. Por lo tanto, recuerdo que mi estado de ánimo era claro, completamente definido, en blanco y negro, sin matices de gris, es decir, sin ambigüedad”.

Yoshimoto avanza con paciencia a través de un cotidiano lleno de sutilezas. Avanza a través de la pérdida de la fe una cultura que se contempla a sí misma desde cierta distancia. Avanza a través de cierto tedio cotidiano que describe esa tensa relación de amor — odio entre la comprensión de nuestra naturaleza — tardía, elemental y fragmentada — hacia algo más denso y doloroso. Y más allá de eso, Yoshimoto se encuentra así misma. Se analiza como parte integral del paisaje y crea algo nuevo a partir de lo conocido, de esa comprensión de la sustancia que sostienen sus historias. Porque Banana Yoshimoto es una experta en el arte de lo invisible y no pierde de vista el intrincado paisaje entre escenas: Sus personajes comen, bostezan, sonríen y miran al cielo con una inercia de lo corriente que en ocasiones desconcierta. Pero en medio de todo eso pasan de estados de extrema tensión a un toque humano extraordinario. Un momento álgido de pura humanidad que de pronto, cobra magia y sentido. Seres anónimos que de pronto, simbolizan una humanidad heroica y universal que conmueve.

Banana Yoshimoto suele decir que no le importa que olviden su cara y su nombre. Pero que desea ser recordada — la verdadera trascendencia — en el consuelo del dolor a través de la literatura. Como si de una frase fugitiva se tratase, espera que su manera de contar historias — y lo que en ellas puede encontrarse — sea su verdadero legado. Un alivio venial a la conciencia.

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