jueves, 11 de agosto de 2016

La cultura de la violación y el miedo invisible: La mujer sin rostro.




Según cifras de la ONUDD ( United Nations Office on Drugs and Crime ) cada año se cometerá un millón de violaciones. Es una cifra falsa, por supuesto, porque no incluye a todas las víctimas que no denunciarán, que serán presionadas por sus familiares, esposos, el miedo natural de la víctima o quizás solo la cultura para guardar silencio. Probablemente, por ese motivo se insiste en que la violación es un delito invisible. O se pretende que lo sea: En muy pocos países estadísticas claras y las muy escasas disponibles, no reflejan la crueldad de una circunstancia que enfrenta a la mujer con una idea cultural que no controla y la supera. Porque cuando hablamos de violación, no hablamos de sexo. Hablamos de poder, hablamos de destrucción de la identidad femenina. La violación no tiene nombre ni rostro: es un delito anónimo. Lo es en la medida que la víctima muchas veces debe lidiar con la violencia y también con la responsabilidad moral de verse estigmatizada por el peso de una culpabilidad ficticia. A diferencia de otros crímenes, en la violación se especula sobre culpabilidad, sobre cuánta responsabilidad pudo tener la víctima en un hecho de violencia sin matices. Es sin duda ese terreno borroso, esa cualidad que supone interpretable el delito, lo que hace que una mujer violada sea dos veces víctima: Lo es a manos de su agresor y también de la sociedad que la ataca con el prejuicio. Más allá, el silencio cómplice de una cultura que admite la violencia como manifestación de poder y que incluso, la intenta justificar como idea social.

Todo lo anterior, es sin duda consecuencia directa de lo que ha sido una visión históricamente confusa sobre lo que es el abuso sexual, de sus implicaciones y la identidad sexual de la mujer. Durante siglos, la violación no fue considerado delito, a menos que cumpliera especialisimas condiciones: en la edad Media, solo una doncella podía ser violada. Las victimas de guerreros y la violencia masculina casadas y viudas, eran ignoradas e incluso presionadas para ocultar “por decoro” la agresión que habían sufrido. En multitud de tribus y sociedades primitivas, la mujer menor de edad era considerada propiedad de los varones y su desfloración, un premio en disputa. Incluso ese delito confuso llamado “estupro”, nunca fue otra cosa que una manera de asegurar la virginidad de la mujer casadera, de la hija que sería entregada en prenda y en ofrenda al futuro marido. La mujer — y su sexualidad — estaban bajo el tutelaje del hombre: del hogar paterno la mujer pasaba a la del marido y en el en tránsito de ambas cosas, el sexo quedaba prohibido. De manera que lo que en realidad protegía la ley no era a la mujer de la violencia sino el hombre de la vergüenza de sufrir el peor bochorno imaginable: Una mujer desobediente.

La consecuencia más clara de toda esta visión histórica sea una percepción de la violencia sexual como accesoria e incluso justificable. durante los años ’70 se acuñó el concepto que define la llamada “Cultura de la violación” y que relaciona la violación y la violencia sexual a la cultura de una sociedad, que normaliza, excusa, tolera y además, culpabiliza a la víctima e incluso perdonar la violación. Una idea que se extiende más allá del parámetro legal e incluye a la sociedad que la admite hasta hacerla casi imperceptible, una sutileza que incluye el rol social de la mujer y la percepción social que se tiene sobre su sexualidad. Inquieta la idea que tal vez esa percepción de atenuar, justificar, interpretar la violación sea debido al miedo. La cultura, que asume el sexo como acto intimo y sacralizado, asume la violación como una ruptura del esquema del valor de lo sexual como simbólico. Pero más allá de esa mera interpretación, la violación es poder, es una declaración de intenciones evidentes sobre lo que la sociedad juzga es lo femenino y la cultura asume como normal y evidente. Y es por ese motivo que Cultura de la Violación quizás siempre se encuentre en debate: sobre su existencia, sobre la posibilidad del extremo, la exageración. El escepticismo sobre la posibilidad que la violencia sexual como acto ilícito y de agresión, sea tamizada bajo el velo de una mirada complaciente hacia el agresor. Pero, aún se continúa insistiendo sobre la responsabilidad de la víctima, sobre lo que pudo hacer — o no — para evitar el acto de violencia que padeció. ¿Alguna vez se hace los mismos cuestionamientos al analizar los hechos que propiciaron un asesinato? ¿Se pregunta en voz alta el juez de la cultura si la víctima tuvo oportunidad de evitar ser asesinada o torturada? ¿Por qué la violación si admite el cuestionamiento? O tal vez, sea mucho más inquietante pensar el motivo por el cual la sociedad considera necesario analizar la violación como un juego de poderes y de culpas, en lugar de una agresión directa y frontal.

Tal vez se deba a que una violación parece menos terrible, menos cercana, si podemos entender que ocurrió, si somos capaces de asumir que pudo haberse evitado, que no es un acto de violencia gratuita, cruel y sin sentido. Por ese motivo, para mucha gente, una violación debe ser un hecho sin matices, directo y evidente: la violación solo ocurre si el caso es extremo y demostrable. Que no quede duda, pues, que la víctima fue maltratada, coaccionada, herida, violentada, aterrorizada. Solo así, la sociedad baja la cabeza, asiente con preocupación y murmura muy preocupada sobre lo salvaje del agresor, sobre el castigo que merece por haber cometido un crimen. Quizás por desconocer las numerosas posibilidades que supone un acto de violencia semejante, el ciudadano de a pie, siempre condenará una violación si puede asumirla como inevitable. ¿Pero que ocurre si la violación es algo más que una paliza y sexo forzado? ¿Que ocurre con las violaciones que no implican violencia física directa? ¿Qué pasa con las mujeres violadas que no gritan, que no pueden defenderse, sino que aceptan, aterrorizadas y sumisas, un hecho de violencia que las supera? ¿Existe un perfil que haga válida o creíble una violación? ¿Cuando la violencia es menos o más directa? ¿Cuando el miedo es más destructor? ¿Qué ocurre con la mujer abusada por el esposo? ¿Qué pasa con la mujer que bebió y llevaba una falda corta? ¿Es menos violento y devastador el abuso sexual porque la mujer no gritó ni golpeó a su agresor? Es un pensamiento inquietante, porque asume la idea que existe violaciones “reales” y las que no lo son tanto. ¿Una cita que salió mal quizás? Las que la víctima soportó la violencia sexual por miedo, por angustia, por no tener otra posibilidad. La mujer que cree que es normal que el sexo sea violento, crudo. Las niñas que son obligadas a contraer matrimonio aún con muñecas en los brazos. ¿Es menos violento el sexo no consensuado si la víctima no puede o no sabe cómo defenderse? ¿es menos cruel una agresión sexual porque la víctima vestía de una manera específica? ¿A dónde conducen todas estas interpretaciones y justificaciones sobre la posibilidad de la violencia sexual? Un pensamiento inquietante, por donde se le mire.

Más angustioso aún, es que parte del debate sobre la violencia sexual parece insistir en restar responsabilidad al agresor, en cuestionamientos como los siguientes: ¿Cuando una violación deja de ser violación? ¿Cuando una violación es menos grave? ¿Cuando es provocada? ¿Qué ocurre si la víctima propició el ataque? Son planteamientos que forman parte de lo se conoce como “Cultura de la Violación” y que insiste, en que una víctima de violencia sexual pudo propiciar de alguna manera el ataque que padece. O que la violación es un término lo suficientemente ambiguo — o que puede serlo — como para que se dude sobre que pudo provocarla o que tanto pudo hacer la víctima para evitarla.

El temor y la máscara de la Vergüenza: La sociedad que propicia la violencia.
Nuestra sociedad consume símbolos y nos convierte en observadores. Nos hace partícipes de una serie de mensajes que podemos comprender o no, asumir o no. Incluso aceptar o no. Tal vez por ese motivo la premisa de una cultura que favorece la violación sea tan inquietante. Y sin embargo, existe: Es aquella que favorece la violencia sexual y plantea la agresión como inevitable. La que ve la violencia como algo sexy y el sexo como algo violento, y mezcla ambos conceptos — violencia y sexo — para vender ideas sobre el placer y el poder sexual. La cultura que propicia la violación insiste que la violación puede ser un arma, la que culpa a la victima, la que exige sea la mujer quién prevenga la violación y de hecho, le responsabiliza por la violencia que pueda o no sufrir. Es la misma idea que se cuestiona sobre si una esposa o una prostituta pueda ser violada, como si la mujer sexual se convirtiera en objetivo de la agresión. ¿Es admisible que la sociedad en ocasiones disculpe un acto de violencia sexual insistiendo en “los hombres se comporten como hombres”, como si no pudieran controlar sus impulsos sexuales? ¿Hasta donde la sociedad vende la idea que la mujer violada debe cumplir un estereotipo — virgen, agredida, golpeada — y que no admite que algunas mujeres simplemente callen por la misma vergüenza sobre su sexualidad que la cultura les inculca desde pequeñas? Somos hijas de una sociedad que asume lo femenino como una contraposición a lo masculino y que pocas veces analiza a la mujer más allá de su rol social. ¿Qué ocurre entonces con la víctima? ¿Con la violada que calló por miedo? ¿La que no fue golpeada sino drogada? ¿Qué debe interpretarse de una sociedad que fomenta que se guarde silencio sobre un delito sexual? ¿Que denigra a la víctima?

Pero incluso, la cultura de la violación es más sutil que eso: hablamos de los piropos ofensivos que se soportan en plena calle, los que no diferencian la persuasión y la coerción, la que excusa al agresor y culpabiliza a la víctima con alcohol o drogas. La que hace chistes sobre violencia sexual e intenta normalizar la agresión como una forma de cultura. ¿Hasta dónde estamos conscientes de lo manera como el metamensaje de una agresión sexual se consume y se interpreta? ¿Qué tan responsables somos de su proliferación?

Los argumentos anteriores pueden parecer dramáticos, exagerados. incluso extremos. No obstante, son ideas bastante extendidas, con las que sueles tropezar quizás con demasiada frecuencia. ¿Cuantas veces no se insiste en que la víctima pudo haber evitado la violación cambiando su manera de vestir? ¿Cuantas veces no se sugiere que la víctima incitó al violador por su manera de hablar, de bailar o cuanto pudo beber antes de la agresión? ¿Cuantas ocasiones la víctima debe demostrar que a pesar de su edad o lo que pudo hacer fue víctima de la violencia? Son ideas culturales que parecen sostenerse sobre el estereotipo del instinto “irreprimible del macho” y la cualidad “tentadora” de la mujer. Y de nuevo, la gran pregunta que me hago es ¿Por qué un crimen de violencia sexual debe ser analizado como culpa y responsabilidad? ¿Que hace que un delito sexual sea menos absoluto, menos evidente? ¿Se debe a que la victima debe demostrar su miedo y angustia? ¿Hacerlo bien visible? ¿Y si no lo hace: es menos grave, más angustioso, menos doloroso?
Muchas veces, la violación no es solo un acto de violencia, es una opinión social: una interpretación del papel de la victima dentro de la agresión que puede convertirla en provocadora. De hecho, hace unos cuantos años, el entonces gobernador del estado Carabobo Luis Felipe Acosta Carléz causó polémica por colocar en distintos puntos de la ciudad de Valencia, una serie de Vallas donde podía leerse: “Incitar al sexo genera violaciones”. En la valla además, podía verse la fotografía de mujeres en Bikini, tomando el sol, en una clara demostración que en Venezuela — al menos en opinión de la Gobernación — el cuerpo de la mujer puede provocar un delito sexual. La mujer, de nuevo, como victima de si misma, de esa visión histórica de la mujer débil y sin voluntad. Y sin embargo, prevalece la certeza que en muchas ocasiones, se dice que los que denuncian la violencia son demasiado sensibles y no que los que la perpetran no lo son lo suficiente.

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