sábado, 20 de agosto de 2016

La danza del fuego secreto y otras historias de brujería.




Mi abuela sonríe. En mi mente, tiene el mismo aspecto tendrá para siempre en mi imaginación: el cabello largo y cobrizo trenzado sobre el hombro, los ojos brillantes de entusiasmo. Las mejillas coloreadas por el buen humor. Se inclina, me toma de las manos, las aprieta en un gesto cálido y cómplice.

- Entonces ¿Qué es eso que quieres decirme?
- Quiero ser lo que tu eres.
- Ya lo eres.
- ¿Por qué?
- De alguna forma toda mujer lo es.

Una vez leí que hay momentos que jamás olvidamos, por mucho tiempo que transcurra o lo desdibujados que parezcan en nuestra memoria. Que avanzamos, a traspiés y con torpeza a través del páramo de la memoria, llevando pequeños tesoros de imágenes y escenas. Mi abuela les llamaba "fragmentos de sol". Una forma de magia tan pequeña como delicada. Quizás ese recuerdo antiguo, medio desdibujado de la primera vez que me llamé a mi misma "Bruja" sea uno de esos destinados a permanecer para siempre en mi memoria, flotando a la deriva entre cientos de otros. A veces, casi invisible. En otras ocasiones, tan claro y vívido que me sorprende su belleza. Frágil, intocado. Como si no pudiera marchitarse a causa del tiempo.

- ¡Pues yo quiero ser bruja! ¿Podré serlo - digo.
- Ya te lo he dicho: Naciste bruja. Por tradición, por osadía, por inocencia. Toda mujer tiene un espíritu de fuego que desea remontar vuelo. Que quiere encontrar un lugar donde arder a placer. Toda mujer lleva una bruja en alguna parte de su espíritu. Una mujer sabia, una curandera del bosque, una furiosa Dama de cabellos llameantes. Toda mujer busca conocimientos. Toda mujer crea, encuentra un motivo para crear y continuar. Toda mujer avanza hacia su bosque personal.

Una bruja, pienso alborozada. Con ocho años, no quería otra cosa. Lo había deseado desde el primer día en que mi abuela me había dicho que lo era. Desde las primeras semanas en que viví en su rara casa de jardines antipáticos, bibliotecas desordenadas y escobas colgadas en la pared. Nunca había deseado nada con tanta fuerza y amor. Nunca nada me había parecido tan lejano, también.

- ¡Pero soy muy chiquita! - me quejo - ¿De verdad puedo ser todas esas cosas?

Mi abuela siempre respondía mis preguntas y lo hacía como si me tratara de una mujer adulta, en lugar de la niña que era, un hábito que me sorprendía y me desconcertaba a la vez. La mayoría de las veces no comprendía lo que me decía, pero de alguna forma, el conocimiento encontraba una manera de encajar en mi mente, como piecitas de un complejo rompecabezas que me llevaría años completar. En esa ocasión, tampoco entendí demasiado de lo que me hablaba, pero si lo suficiente como para saber que una bruja era una mujer formidable. Una aventurera rebelde y poderosa. Justo lo que yo quería ser.

- ¿Y cuanto tiempo me llevará eso? - Abro los brazos y doy vueltas por la habitación, volando en mi imaginación sobre llanuras imposibles - ¿Cuánto tiempo me llevará ser así de sabía?

Abuela - la sabia, la bruja - ladea la cabeza y me dedica una larga mirada brillante. Hay algo en su expresión que era pura serenidad, una ternura cálida que me llevaría años comprender un poco. ¿Se veía así misma en la niña que reía y saltaba de un lado a otro de la habitación,  la rama más joven de un árbol muy viejo? No lo sé y nunca se lo pregunté. Pero a veces, tengo la sensación que mirándome allí, tan pequeña y regocijada con el deseo de ser bruja, contemplaba el futuro. El suyo, el nuestro. El de las creencias de nuestra familia.

- Toda la vida - responde entonces - toda la vida te llevará que la bruja en tu mente cante alto y fuerte, que levante los brazos hacia el sol y las estrellas en una invocación sincera. Esa búsqueda de conocimiento eterno, firme y decidido. Esa voluntad imperecedera. Ese fuego en tus venas. Que te quema y te consume. Esa furiosa necesidad de crear y continuar. La bruja en ti siempre tendrá algo que enseñarte y mostrarte. No hay un principio o un final en un camino tan extraordinario.

Me quedo de pie, sin saber que responder a eso.  Escucho el viento golpear las ventanas abiertas, subir por las escaleras de la casa para llegar a la habitación donde me encontraba y rodearme, fragante y fresco. Misterioso y lleno de recuerdos ajenos. Parpadeo, como si de pronto recordara una imagen muy vieja, que vuelve a perderse en mi mente en medio del olor brillante de aquel día de septiembre.

- ¿Tanto? - pregunto un poco abrumada.
- Tanto - dice mi abuela.


El viento de nuevo. Ondula, se eleva. Se hace un crisol de sonidos y sensaciones. La casa despierta bajo su mano. Abuela sonríe, se levanta con un movimiento ágil y firme. El cabello cobrizo brilla bajo el sol.

- Y si es tanto, mejor empezamos ahora - dijo. Me extiende la mano. La tomo y siento la calidez de su piel, los callos que le produjeron en la palma años de trabajo. Eso me hace sonreír de puro amor y reconocimiento - ¿Vamos?

El viento sonríe cuando yo lo hago. Lo siento en mi piel. Aprieto los dedos de mi abuela con fuerza.

- Vamos.

***

Cuando tenía doce años, me puse de pie en medio de todas mis compañeras de clase de por entonces y dije la frase que mi mamá me había prohibido decir:

-  Creo en la brujería. Soy bruja.

Nadie respondió. Hubo un silencio tenso. Algunas risitas. La profesora de Ciencias Sociales me dedicó una mirada confusa.

- Te pregunté en qué crees, no...en esas supercherías - me dedicó una sonrisa helada de suficiencia.

Más risitas. Dos de las chicas de la primera fila comenzaron a murmurar, cabeza con cabeza. Otra, me miraba con franca desconfianza. Imaginé que veía: una muchacha flaca y desgarbada, con el cabello desordenado, el rostro pálido y pecoso. Y dice que es bruja. ¿Que le ocurre? Se ve tan torpe, con su uniforme medio arrugado, las rodillas llena de raspones,  los ojos grandes y preocupados. La incomodidad me cerró la garganta. Pensé sino sería mejor callarme, responder cualquier cosa y volver a sentarme en el pupitre. A ese anonimato de la chica rara, de la que las populares, las que se ríen y conversan de fiestas y muchachos no miran. Pero no lo hice. Apreté los puños. Me erguí.

- Entendí la pregunta. Le estoy diciendo en qué creo y quién soy - mi voz sonó atronadora de pronto. Casi desconocida. Un tono petulante, malcriado. No me importó. Me pasé un mechón de cabello detrás de la oreja y seguí mirando a la profesora directamente a los ojos - creo en la brujería, porque soy bruja.

Esta vez no hubo risitas. Tampoco cuchicheos. Estaba claro que ese tono de voz desconocido mio, mi actitud, había provocado una ruptura en orden sutil que existe en los salones de clases. La profesora también lo notó: pálida y con una expresión tensa, me hizo una seña para que me acercara al escritorio.

- Te me vas a la dirección y allí te quedas hasta que aprendas a respetar.
- Entonces usted también debería venir conmigo.

Un escalofrío me recorrió. No había gritado, por supuesto. Las palabras se me escaparon de la boca como si tuvieran vida propia. Incontenibles, abriéndose camino hacía ese extraño momento con tanto ímpetu que no pude detenerlas. Me escuché a mi misma como si se tratara de alguien más, de alguien con una voz estertórea, extrañamente calmada, que no podía ser yo.   Nunca sabré porque respondí eso. No tenía la intención de hacerlo, ni tampoco, era mi costumbre responder - todavía no - a las impertinencias de los demás. Me asusté de mi osadía. De hecho, mi temor pareció contagiarse a mi alrededor. Volvieron los cuchicheos. Esta vez había algo alarmante en ellos. La profesora me miró, tomada por sorpresa y en ese minuto de silencio, donde ambas nos miramos, comprendí algo profundo que recordaría toda la vida: El poder de la palabra, el poder de aceptar quien eres, el poder de levantar la cabeza y sonreír. Y pensé que cualquier cosa que pasara después, valdría la pena por eso. Tendría sentido por aquella sensación de triunfo, por poder seguir de pie y sentir que había importancia - valor - en mi manera de ver el mundo.

Me pasé el día en la dirección por supuesto. De hecho, la profesora se negó a darme clases de nuevo otra vez y me cambiaron de salón a otro, donde ya conocían mi proeza y me recibieron con miradas de asombro y curiosidad. El primer día en que me senté en uno de los pupitres del fondo, con los brazos cargados de mis libros favoritos, despeinada y un poco aburrida por el ajetreo, una niña de enormes ojos azules, se sentó a mi lado.

- ¿Eres bruja? - lo dijo sin malicia.
- Sí - respondí con igual sinceridad.
- ¿Y como es serlo?
- Lo eres, simplemente.

Sonrió. Y yo también. Y me convencí del poder irrevocable de crear, crear y simplemente confiar.

***


Suele ocurrir que cuando digo "soy bruja" el interlocutor de turno, me mira de estas dos  maneras: O con cierta incredulidad compasiva - y que viene a significar: esta loca - o con manifiesta hostilidad - o lo que es mismo: que ignorante -. O en los casos más amables, simplemente hace como no escuchó y continuamos conversando como si tal cosa, como si no hubiese mencionado el tema o lo que es más probable, que no le importa en absoluto. Un silencio que abarca el mundo, que se hace más profundo y complicado a medida que avanza hacia ideas más complejas.

Porque es indudable, que hablar de brujería, creencias, fe, paganismo en el mundo actual es un terreno delicado. Es algo que la mayoría de las veces provoca malentendidos, cuando no franca incomodidad. Me he enfrentado a eso desde que era una niña y llevaba al colegio un pentáculo al cuello en lugar de un crucifijo o cuando proclamé en Noveno año de Secundaria que "Dios era mujer y lo había sido por mucho tiempo". Recuerdo que la religiosa que impartía las clases de teología me dedicó una mirada hosca, durísima y esa fue unas  de las cosas que más me dolió de la escena: que una mujer me dedicara esa desconfiara por el mero hecho de celebrar la divinidad, la mía y la suya, como parte de mi vida. Porque me eduqué creyendo firmemente en el poder de la Luna y celebrando los Solsticios con una sensación tan radiante que a veces me lleva esfuerzos explicarla. Porque crecí convencida no sólo que la Divinidad es creacionista, sino que todos formamos parte de ella, como un gran organismo hermoso y palpitante de vida que es parte de cada uno de nosotros. Crecí, mirando las estrellas para soñar, y caminando descalza sobre Tierra sintiéndola Mi Madre. Y que te digan que todo eso está mal, que estás equivocada, que es "pecado" es doloroso. En ocasiones humillante. Siempre triste.

De manera que crecer, llamándome bruja y que esa palabra te define no es sencillo. Pero si muy hermoso. O al menos lo fue para mí. Porque soy bruja de las herencia, de las que su abuela enseñó las propiedades de la herbología, de las que revisas su cartera y vas a encontrar un mazo de cartas de Tarot, y probablemente una bolsita de piedras y cristales. Soy la que aun lleva al cuello un pentáculo de plata donde puedes leer "Soy el misterio de las estrellas y el dulce canto de la Tierra".  Soy la que escribe - sí, a mano - un libro de las Sombras, que no es más que una pequeña colección de anécdotas, pequeñas costumbres y esa sensación de profundo amor que me hacen sentir mis creencias. Es una experiencia curiosa, dura y extraña, llamarte a ti misma por una palabra que tiene tantas connotaciones y la mayoría de ellas, ofensivas. Pero lo hago porque en mi mente, ser bruja es comprender una herencia femenina tan vieja como poderosa y además, construir mi futuro a base de esa forma de crear tan antigua como personal: la fe.

***

La bruja, la mujer. ¿Quien soy?. Lo pienso mientras me siento frente a un corrillo de desconocidos que me dedican miradas atentas. Un grupo a quién hablo sobre brujería, que desean escucharme hablar sobre las viejas tradiciones de mi familia.  Sonrio, nerviosa y erguida para contar mi historia en una línea: "Soy bruja", digo en voz alta. Soy una hija de la Diosa. Qué miedo tengo al hacerlo, como lo sentí siendo una niña la primera vez  y que liberador fue abrir la puerta de los secretos, de las palabras, de mi historia privada para compartir mi manera de ver el mundo. Que extraordinario es sentir que puedo hablarles a todos quienes me escuchaban de esa herencia compartida de construir el mundo a través de lo que creemos y podemos aspirar, de la espiritualidad más allá del dogma, del mundo de los que somos soñadores, de los que sabemos el poder de la osadía, la convicción y el poder de creer. Porque siento que podemos comunicarnos, más allá de las diferencias, que hay un hilo invisible que une a cada uno de nosotros, que podemos comprendernos, como parte de esta gran historia que todos compartimos.

Y es que quizás la gran enseñanza de la brujería, es que la tradición esta formada por personas, por sueños, por esperanzas y deseos. Y evoluciona a través de ellos. La brujería pertenece a la mujer que mira la Luna y la reconoce como símbolo, aún sin llamarse bruja. Del hombre que abraza a sus hijos e invoca algo superior a si mismo para protegerlos. Sin nombre ni identidad.  La brujería pertenece al que hace magia con cada palabra, al que levanta la cámara para captar una escena perdurable, el que sostiene un libro para soñar. La magia pertenece al que conoce el poder de la experiencia y los recuerdos. En ocasiones, imagino a las brujas del pasado, a las que nada sabían de nombres ni de filosofías, sentadas tomadas de la mano en la oscuridad. La luna en lo alto, y sus voces cantando en cualquier idioma, riendo, compartiendo pan y vino. Porque todas las historias comienzan de la sencillez, nace de esa natural inspiración que todos sentimos hacia lo divino.

A esta pequeña conversación,  traje mi Libro de las sombras: ¡Que extraño es verlo allí, abierto, contando sus secretos a todo el que quisiera escucharlo! Y eso me parece extraordinario: Las sonrisas de quienes leen los viejos rituales, la mirada de curiosidad de quienes descubren la brujería a través de él. También traje mi caldero y conté su historia: la vieja herencia del humilde caldero de hierro, ahora allí, a la vista de un grupo expectante, asombrado. Levanto mi Daga y ya no en privado, sino para abrir un circulo donde todos teníamos un lugar. E invoco, a la Diosa, en una habitación que quizás nunca había escuchado su nombre pero que ahora, forma parte de esa gran manifestación de fe.

Porque lo Divino, lo Sagrado y lo que consideramos hermoso, es parte de lo que vivimos a diario y eso lo han sabido siempre las brujas. La fe no se señala con el dedo, la Divinidad no existe para castigar o premiar. Miramos al Infinito en busca de respuestas claro, pero no hacia el que está más allá de nosotros, sino el que crea nuestras ideas. Ese paisaje interminable de nuestra mente y nuestro espíritu, de nuestras preguntas. Una bruja sabe que el poder es la capacidad de asumir la responsabilidad por lo que haces, por lo que crees y aspiras. Una bruja es Hija de la Luna, de la Historia y de lo creativo. Una bruja es poderosa en la medida que rie a carcajadas, grita de furia, escribe por amor. Una bruja conoce el poder de confiar en su propia visión del mundo, en su poder para pensar en si misma como parte de la historia que vive, que aspira que es parte de su futuro. Una bruja conoce el poder de la esperanza y también, el del sueño creador.

Y toda eso, lo encontré en el circulo que se abre para celebrar las diferencias y el poder de mirar al otro sin reservas. Una sensación poderosa, la de compartir el pequeño secreto de mirar el mundo a través de la esperanza, de asumir el poder de mirar la creencia como una manera de construir respuestas.  Inolvidable, la manera como ese público amable, quiso comprender el mundo desde otra perspectiva. La mujer hermosa que llevó el sombrero puntiagudo de bruja de cuentos para escucharme. Mi amigo de tantos años sonriendo al escucharme contar mi historia, nueva para él. Y sobre todo, levantar las manos en silencio y decir en voz altas las viejas invocaciones, para unir a los que no las conocen, a quienes las sueñan, a quienes se hacen preguntas y quienes como yo, están convencidos que el mundo es un crisol de visiones y opiniones, de pensamientos e ideas, creando algo más grande que todos, mucho más amplio que la fe, las visiones de la divinidad, incluso nuestra individualidad. Un sueño compartido, una manera de crear.

El circulo está abierto. Un sueño compartido bajo el brillo de la luna, un símbolo de fe.


***

Por supuesto, no siempre pensé de esa manera. Como cualquier persona, tuve momentos de absoluta desesperación y sobre todo de angustia existencial. Durante mi adolescencia, intenté por todos los medios olvidar esa parte de mi misma tan poderosa como íntima. Lo intenté con total convicción: recuerdo que fue una etapa de incredulidad, de cuestionarlo todo, de gritar y rebelarme. Y no solo contra la manera de ver el mundo de mi familia, sino además, contra mi misma. Porque contra lo que me debatía era sin duda la sensación de ser distinta en un mundo de iguales, y el dolor, tan privado que eso implica. Recuerdo la vergüenza que sentí cuando una buena amiga de por entonces se rió por mi amor a mis cartas del Tarot, o el hecho que llevara hojitas de Laurel en el morral del colegio. No es fácil, enfrentarte a ese tipo de experiencias teniendo quince años, sintiéndote desesperadamente aislada, queriendo formar parte de algo que ni siquiera sabes que es. La soledad joven de necesitar comunicarte sin poder hacerlo. La tristeza de querer comprender el mundo sin lograrlo.

Pero esa etapa pasó y más pronto de lo que creí. No solo porque simplemente acepté que mi diferencia, cualquiera que fuera, era parte de mi manera de crear y construir mi propio mundo, sino además porque de pronto, esa necesidad de pertenecer dejó de tener sentido. Eran los tiempos Universitarios, agitados y excitantes y volver a mis raíces, al pensamiento original fue encontrarme de nuevo, mirarme en el espejo y sonreír, sentir la plenitud de creer en esa necesidad mía de elevarme por encima de mis propios temores y encontrar una razón para avanzar. De niña a mujer quizá.

De esos años de renacimiento, recuerdo una escena: mi primer ritual de la Luna a solas. Mi abuela había muerto hacía unos cuantos meses atrás y vivía sola en el apartamento que me heredó. Y me senté, en la oscuridad, desnuda, rodeada de pétalos de flores, mirando la llama de la única vela que encendí. Fue como conectarme, vertiginosamente, con el poder de mi propia mente, creciendo, sintiendo esa personal sonrisa interior de encontrar esa puerta en mi interior que había estado cerrada durante tanto tiempo. Lloré, a solas, invocando en voz baja, sintiéndome pequeña y torpe, pero feliz. Una nueva visión de mi vida, de las cosas, de mirar hacia dentro de mi misma y contemplar, cuánto había crecido el jardín de mi espíritu, en flor.


Han pasado unos cuantos años de eso. Y ya no es tan difícil sonreír cuando alguien me dedica una mirada entre extraña y confusa cuando me llamo bruja. De hecho, es más fácil que nunca, porque la mujer que soy, en la que me convertí, es la que siente el placer enorme de reencontrarme con mis propias palabras, de soñar con mi futuro en forma de creación y de sentir esa furiosa necesidad de creer y tener esperanza, que con tanta ingenuidad, yo solo llamo fe.

Una forma de mirar el mundo, el mio y el que me rodea, mi propia concepción de las cosas.

Así sea.

C' est la vie.

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