jueves, 25 de febrero de 2016

La muerte de dos maestros universales: Un panegírico privado para Harper Lee y Umberto Eco





Leí Matar a un ruiseñor sin saber que se trataba de un clásico. Uno no piensa en esas cosas a los diez años, cuando tomas un libro cualquiera de la biblioteca y comienzas a leerlo por puro aburrimiento. Lo lees, con esa curiosidad que despierta la página escrita, la historia que se desgrana en palabras. Lo paladeas, como quien muerde una fruta exquisita, jugosa, cuyo sabor no olvidarás. Y de pronto, el libro lo es todo. El libro se hace el mundo, se desborda por los bordes de la solapa, recrea un universo único. Porque para quien lee, la historia es la realidad y la realidad, una historia que contar.

Así me hizo sentir la obra única —por entonces— de Harper Lee. No sólo porque Scout tuviera casi mi misma edad, sino porque me mostró, palabra a palabra un mundo nuevo. Porque construyó con cuidado, un planeta ajeno, de experiencias ajenas, que comprendí de manera inmediata. Y cómo disfruté, de esa visión de la niña que deambula en medio de las ideas de los adultos. Como amé desesperadamente esa noción del bien y del mal elaborada a mitad de la experiencia y otra de la inocencia. Como respeté a Atticus, convertido entonces en el padre ideal, en una figura extraordinaria con la talla de un gigante. Como me reconocí en el desamparo de ambos, en ese amor frágil que deambula entre juegos y canciones. Como me enseñó esa historia que pudo ser mía, en otro tiempo y en otro lugar. Al leer la última página del libro, supe que Harper Lee me había obsequiado lo imperecedero.

La llevé conmigo por el resto de mi vida. A su obra, que siempre tuve la sensación no había terminado de leer. A Scout, con quien de vez en cuando me tropezaba en mis pensamientos y reflexiones. Pero sobre todo, a esa hombre de corazón noble en lo cotidiano, ese Atticus ideal que parecía llenar los espacios de pequeños dolores y tragedias cotidianas. Atticus, que se enfrentó al dolor, la violencia y la maldad corriente con las únicas armas de la que dispone el hombre común: con su amabilidad, su constancia, su bondad. A ninguno de ellos le olvidé jamás.

A veces estoy convencida que somos quienes amamos. Y ese amor, extraordinario e íntimo, se extiende a los libros que nos educan. Al menos, a mi me ocurre de esa manera. Me pasa en tantas ocasiones que he llegado a pensar soy hija de las palabras de muchos otros, una mente construida a la medida de cientos de esas lecciones misteriosas que llenan los libros y que para quien es distinto, incluso contradictorias. Lo pienso, por esa simple necesidad de entender la nobleza de los pequeños milagros cotidianos. De esos que tan bien comprendió Harper Lee en su pequeña epopeya.

Quizá por ese motivo, Harper Lee pasó a la historia —de la literatura, de todas las historias— por un único libro. No necesitó otro para transformar la visión de lo literario en un pensamiento digno de conservarse, en un planteamiento casi filosófico que construyó en lo que a simple vista, parece una simple anécdota infantil. Sólo un libro que se convirtió en historia, un clásico instantáneo, motivo de discusiones, pasiones y dolores. Un suceso que ahora mismo puede parecernos insólito, en medio de la cultura y la devoción por el estrellato repetitivo, por las miles de formas que la fama toma y que parece hacerse cada vez más insustancial y superficial. Pero Lee asumía al mundo de manera distinta, quizás con ese ritmo profundo y reposado de su Atticus o ese asombro imperecedero de Scout. Matar un ruiseñor fue su obra cumbre, la extraordinaria, la inolvidable. Incluso cuando se atrevió a publicar un segundo libro —apenas el año pasado, a sus 88 años— fue sólo para recordarnos que Matar un Ruiseñor fue una obra de las que cimentan ideas y crean formas de mirar al mundo. Insustituible en la imaginería popular. Parte de una noción sobre la justicia y el poder de creer que se conservó intacta a pesar del tiempo transcurrido, de ese segundo borrador publicado que convirtió a Atticus en una caricatura de si mismo, del pequeño dolor de la desesperanza.

Pero como dije, yo no sabía todas esas cosas cuando leí el libro por primera vez. A pesar de eso, fue un cataclismo en mi mente, un sacudón de conciencia que me arrojó a la realidad de las tragedias invisibles, de las que ocurren a diario y apenas notamos. Y también de las batallas que se luchan en silencio, con sensibilidad y paciencia. Porque Harper Lee, a la distancia del país, la cultura y los años, me enseñó tanto como para que de pronto, con su muerte, sienta que perdí una parte de mi historia, un fragmento pequeño y sentido de cientos de ideas que ahora mismo, me sostienen y me animan a crear mi propio mundo personal.
«Uno raras veces vence, pero alguna vez vence», decía Harper Lee en la voz de Atticus, a través del asombro de Scout. Uno lucha por los ideales, aunque sepa que se enfrentará a la realidad, que probablemente será derrotado por ella. Uno lucha porque no puede hacer otra cosa, porque es justo hacerlo. Porque a pesar del dolor diminuto de lo cotidiano, de esa barrera infranqueable que de vez en cuando es la consciencia de quienes somos, hay que luchar. Perseverar. Continuar. Una batalla sorda y a ciegas que te conduce a un lugar extraordinario en tu mente. A esa brillante percepción de nuestra capacidad para cambiar el mundo.

Matar a un ruiseñor educó a varias generaciones sobre el valor de luchar contra los imposibles. Nació en una década donde lo absoluto comenzó a derrumbarse para transformarse en algo más y quizás por ese motivo, el libro caló hondo, se hizo parte de tantas historias personales. Un logro inédito para una historia aparentemente simple. Tan dolorosa en su belleza diminuta que no deja de asombrar que sea tan poderosa en sus pequeños detalles. Más tarde, cuando fue llevada al cine por el director Robert Mulligan, el mundo entero más allá de los libros, descubrió con Atticus —encarnado por un maravilloso Gregory Peck— esa noción de salvar lo imposible, de enfrentarse al caos de la realidad a través de idealismo. Una valentía discreta que superó la ficción para convertirse en algo más.

Ya de adulta, Atticus y Scout siguieron acompañándome. Para comprender el país violento, duro y hostil en que crecí, el hecho de la injusticia con el que me tropecé en todas partes. Para hacerme preguntas imprescindibles, para continuar mis pequeñas batallas personales a pesar del desaliento. Me acompañaron en las lágrimas de ira, en las de miedo. Me acompañaron cuando levanté pancartas, recorrí calles intentando hacerme escuchar. Fue Atticus a quien recordé todas las veces que me pregunté por qué debía seguir luchando, en medio de una circunstancia crítica, en medio del pánico, a pesar de la presión asfixiante de una Venezuela irreconocible. Y siempre estuvo allí, Atticus que era Scout, que era Harper Lee para responderme. Para sostenerme en los peores momentos, para indicarme desde la palabra y la página, hacia dónde continuar y cómo hacerlo. Y fue Atticus a quien recordé, en los momentos más dolorosos y aparentemente insuperables, para repetirme una y otra vez: «Uno es valiente cuando, sabiendo que la batalla está perdida de antemano, lo intenta a pesar de todo y lucha hasta el final, pase lo que pase. Uno vence raras veces, pero alguna vez vence».

De vez en cuando, releo el libro. No lo hago sólo por mi amor hacia él —que ya sería una buena razón— sino para recordar. Para recordarme a mi misma leyéndolo, hace tanto tiempo atrás y asombrarme porque todo sea tan semejantes, antes y después. Para recordar que los héroes siguen siendo los mismos, que los villanos quizás también. Pero sobre todo, para celebrar que aún puedo enarbolar el valor de las pequeñas cosas como una bandera que me salva del desaliento, que me permite avanzar y celebrar esa noción del poder de la voluntad, de los ideales ciertos, de la simple convicción que vale la pena continuar las pequeñas batallas personales. Y es que el trayecto por el que avanzó Atticus Finch y Scout —Harper Lee en todos ellos— continúa siendo real, necesario, interminable. Continúa siendo verídico y necesario. Con Matar a un ruiseñor, Harper Lee nos enseñó a todos como construir el ideal y quizás, eso sea ahora su mejor forma de trascendencia.

La niña que fui cierra el libro, con los ojos muy abiertos y asombrados. La adulta que soy, lo recuerda con una sonrisa. Entre ambas historias, Harper Lee sigue existiendo a pesar de la muerte. O probablemente, justo por ella.





Umberto Eco en ocasiones aterrorizaba. Lo hacía por su sabiduría ilimitada, indescifrable. Un hombre del renacimiento en pleno mundo moderno. En cambio, a mi me intrigó: la primera vez que leí un libro suyo —la monumental novela El nombre de la rosa— me desconcertó su sabiduría. Pero también me cautivó, en medio de ese discurso grandilocuente, su capacidad para la belleza y la melancolía. Todo lo que podía enseñarme ese monasterio inhóspito lleno de hombres sabios, ese maravilloso fresco sobre la falibilidad del hombre, sobre el terror de la inasible y algo más simple: esa percepción de nuestra vulnerabilidad. La noción que la sabiduría podía estar en pequeños fragmentos de historias pequeñas. Eso me lo enseñó Eco y siguió haciéndolo en adelante, como un maestro invisible que me acompañó a todas partes.

Por supuesto, también llegó el miedo. Más de una vez, los libros de Eco —que leí con esa necesidad de comprender al genio sin lograrlo— me asustaron por su complejidad. En un mundo que tiende a lo sencillo, que disfruta de lo superficial, Eco siguió empeñado en escribir para retar la imaginación antes que para entretener. De usar lo intrincado y lo complejo para elaborar un discurso muy viejo y a la vez novedoso sobre el arte de pensar. Y es que Eco, que luchó contra los lugares comunes, que se enfrentó como pudo y siempre que pudo al cliché, aprendió y enseñó que la literatura intenta crear sabiduría, construye todo un juego de espejos para asumir la necesidad de retar al lector, de enfrentarse a su inocencia. Para destruir esa vulgaridad de lo anodino que siempre le molestó más que cualquier otra cosa.

Umberto Eco es El nombre de la rosa, pero también es El péndulo de Foucault con su visión satírica sobre lo místico. En la La isla del día de antes, Eco juega con la aventura, pero a su manera, con esa capacidad del erudito para construir una teoría sobre el poder y sus vicios. Con Baudolino el escritor mira el mundo desde la inocencia, para de nuevo volver con La misteriosa llama de la Reina Loana a esa noción sobre lo trágico y lo complejo, usando como telón de fondo un mundo moderno fugaz y ecléctico. El cementerio de Praga le permitió a Eco adentrarse en un tipo de misterio intelectual que le valió críticas e incluso polémica, como si el texto —publicado en medio de los escándalos de Wikileaks— fuera un reflejo de esa necesidad de nuestra cultura por la sabiduría apócrifa y a fragmentos. Una y otra vez, el escritor se traduce, se elabora así mismo. Y enseña —¿cómo no hacerlo?— las intrincadas visiones del amor y la belleza, el odio y el dolor. La cuestión de la naturaleza humana en plena creación elemental.

Quizá por eso sorprendió —aunque no debió hacerlo— su última obra: Número Zero es un complejísimo juego de moral y preguntas existencialistas que intenta reflejar esa ambición del ser humano por el poder. El resultado es una rarísima mezcla de política, crítica moral e imaginación que quizás es la mejor despedida para un discurso literario que siempre sorprendió, logró encontrar un rostro insólito entre lo idéntico y demostró que para Eco, la literatura era una infinita variación del mismo tema, en constante revisión y reconstrucción. Una majestuosa combinación de detalles, referencias y meta lenguajes que sustentaban una propuesta tan cuidada como ambiciosa. La literatura que reta la inteligencia, que define y perfecciona el pensamiento como un juego intelectual.

Sin duda por ese motivo aprendí de Umberto Eco —de sus libros— la fragilidad de la realidad. Esa necesidad suya de reinterpretar el bien y el mal, lo bello y feo en cientos de ramificaciones nuevas. De pronto, la realidad no sólo era un conjunto de elementos, sino todos los significados posibles que se unían para crear un tapiz de ideas. Una dimensión múltiple bien ordenada y aún así, con un toque de caos. Eco, que amaba los juegos de palabras y los misterios, creó una caja de resonancia de lo intelectual en sus obras. Con una paciencia envidiable y que poca gente comprendía en realidad, se dedicó a la destrucción de los clichés, lugares comunes y estereotipos. Por ese motivo, sus novelas sorprenden por densas, en ocasiones angustiosas. Una mirada claustrofóbica a las cientos de pequeñas ramificaciones de lo evidente y lo que no lo es.

Pero a pesar de esa elevada intelectualidad, Eco era un hombre de placeres mundanos. De tomar whisky al lado del lado Cuomo, como cuenta Juan Cruz en su magnífico artículo de hoy en El País con el que lo despide. De escribir por puro amor, en hojas de papel blancas que llevaba a todas partes, envueltas con primor. De rutinas de anciano aún siendo muy joven, como bromeó el mismo en una ocasión. Un hombre complejo con cientos de matices simples en los cuales sostenerse.

Una vez leí que Eco insistía en que escribir es una labor de pequeños dolores. Los que te provoca el miedo a la frase correcta —encontrarla, encontrarla y no saberlo—, a los errores, a los errores que desnudan lo que se construye a través de la literatura. Más tarde agregó, que el mejor remedio para ese dolor —insistente, en todas partes— era el vino. Un buen sorbo para continuar escribiendo. La copa aún brillante en la mano, el sabor exquisito caldeando la garganta. Así lo imagino ahora, cuando lamento su muerte. Un sabio bonachón, soñando con ciudades fabulosas y fabuladas desde esa mirada cotidiana, de hombre de letras que también, disfruta de las bondades del mundo real. De Eco aprendí que el amor por el conocimiento no está reñido con lo cotidiano. Que crear mundos extraordinarios, también es una labor pequeña, de investigación, de tesón y la perseverancia. Que soñar es el primer paso para construir lo intelectual. Y es que Umberto Eco, escritor imperecedero y creador impenitente, era ese tipo de sabios que sabía de todas las cosas pero fingía no hacerlo. Sólo para continuar asombrándose y creando a través de la realidad.

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