sábado, 6 de febrero de 2016

La sonrisa de las estrellas y otras historias de brujería.




El momento que a mi abuela más le gustaba del día era el último minuto de la tarde, cuando la noche y el día se confunden entre luces y sombras. Solíamos sentarnos juntas en la terraza de su habitación para mirar ese momento exacto, cuando el último rayo del sol se volvía carmesí, luego púrpura y por último azul añil. Un espectáculo asombroso que siempre me conmovía de idéntica manera: tan pequeño como para pasar desapercibido la mayoría de las veces, tan extraordinario como para llenarte los ojos de lágrimas una vez que lo descubrías y  hacerse inolvidable. Un pequeño milagro. O a mi me lo parecía, al menos.

- ¿Como descubriste este momento? - le pregunté a mi abuela en una oportunidad. Nos encontrábamos sentadas juntas en el jardín, mirando la tarde caer a fragmentos de luz. Me dedicó una de sus miradas maliciosas.
- Observando.
- ¿Nada más?
- ¿Me lo dice una aspirante a fotógrafa?

Tenía catorce años y había decidido sería fotógrafa. No sabía cómo lo había hecho o de qué manera, un día había despertado para comprender, deseaba tomar el mundo entre mis manos en una imagen eterna. Quizás, es de esas cosas que no se deciden, sino que simplemente ocurren: enamorarte de la cualidad de lo que te rodea para cautivarte, para brindarte la capacidad de soñar. Para crear y construir ideas que se alzan más allá de las regiones en luz y sombras de tu mente. Cual sea el caso, un día decidí que la cámara sería mi ojo, mi espíritu, mi voz, mi alma, mis manos extendidas. Y que la imagen lo sería todo.

Nadie me entendió, por supuesto. Todos dieron por supuesto que se trataba de otro de los enamoramientos súbitos de la adolescencia. Qué duelen tanto, que asombran tanto. Que te hacen creer que el mundo es un lugar recién nacido que apenas empiezas a descubrir. Me miraron entre conmovidos y un poco divertidos, por mi insistencia de llevar la cámara a todas partes, de captar cada momento a través de ella. Mi bisabuela, que era irónica y muy poco crédula en milagros, se burló de mí.

- Si comienzas a pensar que atravesarás la ciénaga para llegar a Riohacha, te consideraré una digna Buendía - dijo entre risas. Aguanté la puya con buen tino.
- José Arcadio soñó con estrellas.
- Y terminó atado al castaño del patio. Hay que cuidar que los sueños no te despedacen, apenas puedan.

Pero yo quería ser fotógrafa. A pesar que no tenía idea de qué camino tendría que recorrer ni tampoco, a donde tendría que llegar para serlo. Lo quería tanto como antes había deseado ser bruja y ambas cosas parecían confundirse en algo más extraordinario y confuso: una idea sobre la vida que tenía mucho que ver con mi capacidad para crear a través de mi imaginación y aspirar a la esperanza. Con toda la inocencia de la niñez, con todo ese furor iniciático de la primera juventud.

- Hablo que entre los cientos de momentos del día, este debe pasar desapercibido. No sé como fue que fuiste a parar junto en la grieta entre el día y la noche - le expliqué a abuela - la sabia, la bruja - que soltó una de sus carcajadas estruendosas. Se encogió de hombros.
- Te lo dije, observando. La brujería me ha enseñado a mirarlo todo más de una vez.

Sabía a que se refería: durante los últimos cuatro años, había leído y - y más de un vez -  todos los libros de las Sombras de la casa y había encontrado que para la mayoría de las brujas de la familia, la mejor de lección de todas provenía de aprender a mirar el mundo con atención. Asumir el riesgo de crear con absoluta libertad, independencia y a pesar del temor. Una idea curiosa, que muchas veces me parecía sencilla pero que otras veces se hacia infinitamente compleja. Y es que aprender, al menos como la Brujería lo comprende, es recorrer las propias dudas, los terrores diminutos, las esperanzas abstractas. Es abrir y cerrar puertas de nuestro espíritu, en la búsqueda de respuestas que quizás nunca encontremos y que de hacerlo, solo engendrarán otras preguntas, otras dudas. Aún más curiosidad.

Una bruja siempre duda, siempre teme, siempre persevera, siempre triunfa, siempre construye, solía decir mi tia E., que era empecinada e impulsiva. Para ella, la gran lección de la brujería era recorrer esos extraños caminos íntimos de nuestra imaginación, hasta el mismo origen de lo que nos hacer ser quien somos, de lo que nos brinda identidad e individualidad. Durante toda su vida, Tia había vivido como suponía debían hacerlo todas las brujas: a partir de la osadía, gracias al impulso vital del riesgo y en medio del temor irremediable de siempre comenzar de nuevo.

- Una bruja es una eterna soñadora, ya te lo he dicho - me dijo en una oportunidad, mientras caminábamos juntas en medio de la multitud de una de las calles de Caracas - un espíritu que se atreve, que abre las alas incluso si están rotas. Alguien capaz de gritar sólo por placer y llorar de pura emoción. Y siempre hay luz ¿Sabes? siempre hay un resplandor radiante, en esta mujer sin freno sin compón, sin culpa y llena de responsabilidades. Eso es una bruja. Un poder intimo y ferviente, un ojo que siempre mira.


- Lo sé, sé que una bruja observa, contempla, paladea y vence  - miré las últimas luces de la tarde enredarse en las ramas del árbol más viejo de la casa y sonreí - pero resulta sorprendente que continúes haciéndolo, incluso a tu edad.

Mi abuela envejeció con tranquilidad, como suelen hacerlo todas las brujas. Celebran las arrugas, las canas, el cuerpo redondeado, la experiencia. Mi abuela lo hacia, por supuesto. De la Dama ágil e inquieta que había conocido en la niñez, se había transformado poco a poco en una anciana reposada, sutil y exquisita. El cabello cobrizo, ya canoso, le caía sobre los hombros en trenzas gruesas y sus ojos miel estaban rodeados ya de una red de diminutas arrugas. Pero seguía siendo bella, a la manera de los fuertes y los arrojados. Fuego en los ojos, manos inquietas y sonrisa atemporal.

- Ah, una bruja envejece para hacerse más bruja, si eso es posible - río - para hacerse más fuerte, más empecinada en creer y confiar. Nos volvemos inocentes, nos volvemos poderosas en el temor. No hay nada que pueda destruir a un espíritu curioso.

La tarde continuó desmigajandose a nuestro alrededor. Parecía quedaba muy poco tiempo de aquel espectáculo extraordinario de colores y texturas nocturnas. Suspiré y me tendí de espaldas en la silla reclinable. El mundo giró, pareció hacerse amplio e interminable. Y de pronto, sólo fueron estrellas. Sólo belleza. Sólo sueños. Los rayos púrpuras de la última luz se fragmentaron en cientos de pequeños resplandores que se elevaban hacia la eternidad.

- A veces tengo tanto miedo - le confesé a media voz. Quise tener la cámara entre las manos, que me protegía, me cuidaba, me daba valor - tanto que me quedo ciega y escondida. Tengo miedo de qué ocurrirá cuando crezca. Si me conservaré intacta. Si creceré y encontraré lo que busco. Tengo miedo de los silencios. De las puertas que no sé si podré abrir. De la muerte incluso, que es la última de todas. De esa irrevocable certeza. Y entre ese miedo, me pregunto si sobreviviré intacta como tu.

Por eso fotografiaba, por supuesto. Para correr por delante del terror cotidiano, de esa historia sin un buen final que parecía ser común a todos. Fotografiaba para dejar de tener dolor, para no asumir las pequeñas heridas, para encontrar sueños que evocar y construir. Fotografiaba para elaborar la realidad a mi medida. Una forma de magia ¿No? O al menos como lo concibe la brujería. Magia de la vieja, de la que se sostiene por los pesares y dolores, por los amores y la belleza. Tan pura. Una vez leí que una bruja utiliza la magia en su interior para ser todo lo que aspira y sueña. ¿Lo hago yo? me pregunté mirando la noche traslúcida. ¿Cuantas veces me enfrentaré al desamparo? ¿A esa soledad infinita de tránsitar a través de las ideas más intimas? No lo sabía. Ni siquiera podía imaginarlo. Y es que el futuro es así: interminable, informe. Una criatura viva a medio nacer.

El cielo siguió girando a mi alrededor. Sentí otra vez miedo, la añoranza del futuro, como suele decirse. Y después, una ráfaga de alivio que no sabría decir muy bien de donde vino. La bruja que era, en la que me estaba convirtiendo pareció despertar en algún lugar de mi mente, en todos los espacios vacíos del miedo y la esperanza. Tomé una bocanada de aire frío, con olor a montaña y a belleza. Y sentí que el poder - esos pensamientos interminables, la vida misma - me recorría como un escalofrío. Un breve anuncio de belleza.

- Yo siempre he tenido miedo - dijo entonces mi abuela - lo tengo a todas horas, por todos los motivos. Lo tengo por las pequeñas y grandes razones. Por las temibles, por las simples. Por las que imagino, por las reales. El miedo siempre está, pero también la posibilidad de vencerlo. Y ese es el secreto para continuar a pesar de eso. Para triunfar y seguir siendo testigo de mi propia aventura.

Me hizo reír esa frase. Rodé sobre la silla para mirarla. Se había soltado el cabello y los largos mechones cobrizos y grises, le caían tupidos sobre los hombros. Una anciana hermosa, pensé. Una mujer sin edad, una mujer que crea a diario.

- ¿Y como te mantienes firme? - pregunté con toda sinceridad - ¿Como logras avanzar? A veces la vida parece insoportablemente desigual, un lecho movedizo.
- Soy una bruja - respondió. Reímos juntas. Me hizo uno de sus guiños maliciosos - en realidad, ese es el motivo por el cual me mantengo a salvo de la desazón, de los temores, de los sueños rotos. Me enseñaron a volar a pesar de la posibilidad de caer. A correr  toda velocidad a pesar que seguramente, terminaría cayendo. Me mostraron que puedo bailar desnuda bajo la luna, atreverme a seguir los caminos menos transitados, los dolores, los diminutos. Y lo hice. Porque soy una bruja, una mujer que sueña, un espíritu incansable. Alguien que paladea esa fuerza invisible en todas las cosas. Que mira hacia el cielo en sus párpados cerrados para encontrar respuestas.

"Ese es el obsequio de un arte antiguo, de un arte viejo, nacido del aprendizaje, de una línea de historia y tiempo. De las manos de la madre a la hija. Que somos capaces de sobrevivir a la desazón, al sinsabor de la existencia. Que somos testigos excepcionales de lo que seremos, de lo que deseamos encontrar. Que somos esperanza viva.

Hijas de la Luna".

- Que poético todo - me burlé con cariño. Abuela soltó una carcajada y suspiró, mientras la oscuridad llegaba finalmente y lo llenaba todo.
- Sigue así y me llamarás Remedio, la bella, que voló en sábanas ingrávidas - me contestó. Reímos juntas, de nuevo.
- O quizás Aureliano Babilonia, el que comprendió el sentido de Cien años de Soledad.

Nos quedamos en silencio, como si no hubiese respuesta para eso. Y las sombras llegaron enredadas entre los pétalos de la luz de la Luna Llena. Como una promesa, como una visión interior.

***

Miro las fotografías colgadas en la pared. Como siempre, me sorprende pensar que me pertenecen, que son mías, que las tomé, que fueron parte de mi mente y ahora están allí, liberadas de toda atadura, flotando y siendo arte. Estoy sola en la sala del Museo donde las exhiben, maravillada por este silencio, con una sensación de irrealidad. Un sueño dentro de otro sueño.

Nunca esperé ser fotógrafa. Lo desee con todas mis fuerzas, aspiré a serlo desde la primera fotografía. Pero jamás esperé la cámara me obsequiaría el mundo de la manera en que lo hizo.  Pero lo logré. Lo soy. En mi capacidad para mirar, para crear, para construir, para conservar esperanza en el poder de la belleza.  En este fragmento de luz y de sombras, que como el último brillo de la tarde, llevo a todas partes. Como la bruja que soy, que se eleva sobre los pequeños dolores y los terrores íntimos, para asumir el poder de volar. Porque una bruja siempre vuela, aunque tenga las alas rotas. Una bruja siempre se quema las manos, porque el fuego purifica. Una bruja sueña sin parar porque entre tantas imágenes, encontrará la paz.

Mi abuela jamás vio una de mis fotografías expuestas. Jamás me vio llegar aquí, a la pared de este museo. Pero sonrío, en este silencio, porque ella está aquí. En lo que me enseñó. Me heredó y me brindará siempre la posibilidad de luchar, de tener esperanzas. De sonreír al futuro.

Una forma de magia muy vieja.

La voz de la bruja.

1 comentarios:

Amor Paz Armonia dijo...

Hermoso tema, me ha encantado.

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