domingo, 28 de febrero de 2016

Puertas abiertas de la imaginación y otras historias de brujería.






De niña, solía quedarme en el patio de recreo de la escuela donde estudiaba sin jugar con el resto de las niñas. No se trataba de una malcriadez - en ocasiones, sí - sino más bien, una profunda sensación de desarraigo que a mis escasos siete años, comprendía muy poco. Ya fuera porque era la alumna nueva de un salón que se conocía de toda la vida o porque no me llevaba bien con nadie, solía preferir sentarme al fondo del jardín frondoso oloroso a Pumarosa a leer. No hablaba con nadie ni nadie me hablaba a mi y aunque resultaba un poco doloroso, no estaba del todo mal.  Al menos, de eso intentaba convencerme.

Pero a la hermana Elizabeth, encargada del segundo grado, mi aislamiento le parecía cosa de locos. No sólo no entendía por qué alguien de mi edad prefería leer a correr de un lado para otro, sino que además, le parecía que mis largos silencios era una definitiva desobediencia a la política de la escuela de "Gran Familia". Así que un día, se plantó frente a mi en el rincón donde solía sentarme en el patio, con una chica de pie a su lado.

- Berlutti, levantante. Ya está bueno que estés allí marchitándose como una hoja seca - me imprecó con su seco castellano levemente pespunteado de acento francés - si no haces amigas por ley natural, he de decirte que intervendré.

Siempre me parecía curiosa la selección de palabras de la Hermana Elizabeth: como si cada frase le llevara un esfuerzo de imaginación muy curioso. Suponía a que se debía a que su lengua materna no era el castellano. El efecto siempre me había parecido muy gracioso: en esta ocasión me resultó amenazante.

- Pero...
- Levántate de allí y ven aquí.

Le obedecí. La niña a su lado me echó una rápida mirada con sus brillantes ojos verdes. Al parecer le despertaba curiosidad mi cabello rizado y en punta, la falda arrugada y sucia de tierra, la blusa que se salía por los bordes. Al contraste, tenía un aspecto impecable, con el cabello castaño recogido en una coleta apretada y los mocasines muy lustrosos. Como por milagro, siempre se veía así de impecable: recordaba haberla visto jugar en el patio, corriendo y arrojándose la pelota con el resto de las chicas, siempre viéndose radiante y muy limpia. Pensé que esa niña y yo no podíamos tener menos en común.

- Esta es Flor - me explicó la Hermana Elizabeth, poniéndole una mano en el hombro a la desconocida - y le pedí te acompañara en estas semanas de ajustes en el colegio. Jugará y almorzará contigo unos cuantos días. Se te hará menos dificil la convivencia.

Flor sonrío, como si tuviera un mecanismo de sonrisas que se activaba al escuchar su nombre. Era una sonrisa extraña esa: toda dientes y pecas llenándole la cara. No parecía particularmente feliz o agradecida por el encargo de la monja, pero la sonrisa seguía allí, muy festiva y falsa. Tuve deseos de lanzarle que sostenía a la cara. Pero por supuesto, no lo hice. Me limité a lanzarle una mirada y a retroceder un paso.

- Hermana, estoy bien - balbuceé muy avergonzada - de verdad me gusta...
- No sé que te gusta y no necesito saberlo - me interrumpió la monja con un graznido nasal - lo que sí se es que Flor se queda contigo y te echa una mano. Sean buenas las dos.

Se alejó con paso marcial. Me quedé de pie bajo el sol, con el libro apretado al pecho, mirando a la desconocida Flor con incomodidad. Ella siguió muy quieta, en toda la gloria de su cabello repeinado y su uniforme maravillosamente limpio. Me encogí de hombros.

- No tienes por qué quedarte - le dije - de vedad no entiendo...
- ¡Claro que si tengo! - saltó al punto Flor y me asombró su tono entusiasmado que me desconcertó - ¡la hermana Elizabeth tiene razón! ¡Nadie tiene que quedarse sola todo el recreo aquí! ¡Ven hagamos cosas!

Resultó que para Flor hacer cosas era correr hasta el cansancio bajo el sol, conversar con grupitos de alborazadas niñitas que me lanzaron miradas curiosas y al final, tomar un refresco de cola bajo el árbol de Pumarosa junto a la muralla de la calle. Entonces hizo la pregunta que me aclaró de una vez por todas el motivo por el cual se había comprometido a llevarme de un lado para otro y hacer de improvisada anfitriona.

- Emtonces ¿Es verdad que eres bruja?

Lo dijo mirándome con los ojos muy abiertos y la boca entreabierta embadurnada de dulce. Me quedé mirandome los dedos de uñas cortas y mordisqueadas, arrepintiendome por quinta vez de mi imprudencia de unas semanas atrás.

La verdad, todavía no sabía como había sucedido. Todo había empezado con las tipicas presentaciones en clases de maestra en maestra. Mi nombre en la lista, la mano levantada. Pero Rosalinda, que impartía Literatura parecía tener un poco más de interés en nosotras que cualquier otra personal de la escuela. Así que las breves presentaciones, también incluían una ronda de rápidas preguntas que tenían por objetivo o así declaró, conocernos mejor.

En mi caso, me preguntó por qué me había cambiado de colegio - por mudarme a la casa de mi abuela, le respondí entre dientes, mirandome los pliegues de la falda -, que era lo que prefería hacer para divertirme - leer dije y escuché algunas risitas burlonas a mi alrededor - y finalmente la pregunta que me había dado realmente problemas: ¿En que crees?. Me quedé muy quieta, sin saber que decir.

- Me refiero a que dicen de Dios en tu casa - me explicó al verme titubear - A quienes rezan, en quienes confían.

Me mordí los labios. Llevaba seis meses viviendo con mi abuela como para saber que nuestras creencias no eran comunes ni tampoco parte de la más populares entre nuestros vecinos y conocidos. También sabía que no todo el mundo entendía del todo bien la palabra "Brujería" y que llamar a las mujeres de mi familia Brujas me había traído algun que otro altercado con mis amigos de juegos en mi cuadra. Así que intenté pensar en que podía responder al coro de caritas aburridas que me miraban y la mirada rebosante de buenas intenciones de Rosalinda.

- Bueno, no rezamos mucho - comencé. Por favor, que no insista, me dije con el pecho cerrado por un nudo de miedo. Pero claro que insistió: Rosalinda ladeó la cabeza y acentuó su sonrisa, todo hoyuelos.
- Y cuando lo hacen ¿A quién rezan?

Con los ojos de mi mente, me vi de pie junto a mi abuela y mis tias en el jardín desordenado de la casa de mi abuela - la bruja, la sabia -, con los brazos levantados hacia el infinito, cantando en voz baja invocaciones a La Luna Llena. Me ví a mi misma, con el cabello trenzado cayéndome sobre el hombro, intentando seguir sus palabras, fascinada por la sensación de misterio que había en todo lo que ocurría. Y pensando, que había algo sublime en el sonido de las voces entrelazadas con el sonido del viento, con esa intimidad de las tierras bajo los pies. ¿Qué podía haber de malo en todo eso? ¿Qué podía ser tan ofensivo?

- Entonces Agla ¿A quién le rezan en casa?
- No rezamos - dije entonces. Los murmullos de aburrimiento y las risitas burlonas cesaron de golpe. Varios pares de ojos se volvieron para mirarme con dramática sorpresa. Tragué saliva. Bueno, era ahora o nunca - Invocamos a la Madre de todos.

Hubo un silencio palpable a mi alrededor, denso e incómodo que me hizo sentir muy expuesta y vulnerable. De pronto fui muy consciente de mi cabello despeinado, mis rodillas flacuchas y mi nariz llena de pecas. Rosalinda se inclinó sobre el escritorio, con una brillante mirada de curiosidad.

- ¿La Virgen María? - Preguntó.
- No.
- ¿Entonces quien es la Madre de Todos?
- La Diosa de la Luna.

Si antes el silencio me había parecido insoportable, ahora me resultó casi doloroso. Las miradas del resto de las niñas me inquietaban pero sobre todo, su expresión de sorpresa y desconcierto. Recordé la ocasión en que prima M. me había insistido en que cuidara mucho a quien hablaba sobre las creencias de la familia. "Alguna gente se lo toma muy mal". Y al parecer, mi salón era de esa gente.

- ¿Quién es la Diosa de la Luna? - inquirió una de las niñas del fondo. Las demás acercaron cabezas al parecer para comentar en furiosos susurros lo que yo acababa de decir. Rosalinda, perpleja, seguía mirándome con curiosidad.

- Es...la Diosa de la cual provenimos todos. La energía que nos creó y nos da la vida - intenté explicar. Sentí que la vergüenza me subía a oleadas por las mejillas, me calentaba la piel - No es alguien, más bien es todo. Lo bonito, lo poderoso, lo fuerte, lo extraño, lo triste y lo alegre. Es la luz del sol y el sonido del viento. Lo que pensamos y soñamos. Lo que está en el corazón y fuera de él.

Sentí que el mundo se movía a mis pies de un lado a otro. Había recitado de memoria un trozo de poema que había leído en algún libro de la Sombras de la casa. Pensé que fuera de las páginas, la invocación tenía algo de infantil y de simple. O quizás la infantil y simple era yo, tan asustada y aterrada allí de pie. Rosalinda pareció notar el momento amargo que estaba pasando y sonrío, con timida amabilidad.

- Pero eso es muy bonito.
- Hablas de Dios ¿No? - preguntó una niña a mi lado - todo eso que dices, es Dios.
- Para mi es la Diosa - sentí que las palabras se me atoraban en la garganta y tuve el nítido impulso de salir corriendo por la puerta abierta del salón. No lo hice, claro - Las brujas...

Si antes el silencio me había parecido incómodo, este alboroto de voces y exclamaciones me hizo extrañarlo. Casi todas las noches de la clase dejaron escapar un sonido cuando escucharon la palabra. Y no fue un sonido bonito o amable. Fue algo más parecido a pequeños jadeos de angustia y miedo. Apreté las manos sobre mi estomago en un puño de dedos nerviosos. Desee estar a kilómetros de distancia de allí, a salvo de sus murmullos, miradas y risitas.

- ¿Eres una bruja entonces? - saltó alguien unos pupitres más allá. Pensé que sería muy fácil mentir. Que sería muy sencillo desdecirme, que me había equivocado de palabra, que las brujas eran palabra complicada que nunca debí haber pronunciado. Entonces recordé la sonrisa de mi abuela, las manos amables de mi tia E., las carcajadas amables de mi tatarabuela. Pensé en lo orgullosas que se sentían todas de esa devoción profunda y fuerte por el pensamiento creador, como le llamaban. Por el Arte que les había brindado conocimiento. Y comprendí que no podía decir otra cosa que la verdad.
- Espero serlo - contesté en voz muy bajita - pero las mujeres de mi familia, lo son.

No recuerdo bien los minutos que siguieron. Hubo mucha algarabía, gente riendose de mi y otras mirándome entre perplejas y simplemente irritadas. Cuando Rosalinda me hizo salir de clase, me quedé de pie junto a la puerta del salón, tratando de respirar. Sentí que la garganta se me cerraba de vergüenza  y algo muy parecido a la tristeza.

- Agla ¿Por qué dijiste algo así? Sé que lees muchos y que la palabra "bruja" te debe parecer intrigante, pero - empezó Rosalinda. Sacudí la cabeza.
- No me lo estoy inventando. Es verdad.
- Mi niña, las brujas no existen.
- Sí existen - tomé una bocanada de aire - No son como la de los Libros y cuentos. No tienen la piel verde, ni los ojos saltones, la nariz ganchuda. Ni van por allí en escoba. Son mujeres normales que creen...en su espíritu, en el poder de su mente, en todas las cosas buenas que pueden crear con las manos y el corazón. Son mujeres sabias, fuertes...y esas cosas.

Con el aliento convertido en un hilo, me di por vencida. Como si la vergüenza del salón no fuera suficiente, me rebusqué en el bolsillo hasta encontrar mi inhalador para asmáticos. Me lo lleve a los labios con mano temblorosa y cuando la ráfaga de medicamento me llenó la boca, sentí deseos de llorar.

- ¿Quién te dijo esas cosas? - dijo entonces Rosalinda, que ahora tenía una expresión preocupada. Me encogí de hombros.
- Mi abuela.
- ¿Tu abuela te dijo...?
- Ya se lo he dicho...ella es una bruja.

Rosalinda siguió mirándome. Había algo en la manera de hacerlo que sugería que no me creía del todo...pero que tampoco creía que mentía. Como no pudo decidirse entre ambas cosas, me pasó un brazo por los hombros y me hizo entrar de nuevo al salón.

- Siéntate y no digas nada más.

Le obedecí: No lo hice...casi por una semana.  De hecho, de no haber sido por las preguntas en clases, con toda probabilidad no hubiese vuelto a abrir la boca en el colegio por ningún motivo. Y es que mi torpe confesión sobre la naturaleza de las creencias de mi familia había logrado que la mayoría de mis compañeras, que ya me miraban con desconfianza por mi cualidad de "nueva", ahora definitivamente decidieran que era un bicho raro de cuidado. Me hicieron el vacío no sólo en clases - donde la gran mayoría se tomaba muchas molestias para ignorarme - sino en cualquier otra actividad escolar, en las que solían evitarme con enorme escrupulosidad. A donde iba, había un coro de rostros mirándome entre curiosos y burlones.

Al principio me afectó, claro está. Me sentía expuesta, humillada y muy triste. Intentaba ocultarme sentándome en los pupitres al fondo de la clase y comiendo a solas escondida en el jardín. Me pesaba la soledad tanto como le puede pesar a cualquier niño de mi edad y sobre todo, me preguntaba si era algo justo todo aquel alboroto por el simple hecho que creyera en algo que la mayoría no. Cuando Gloria, la niña más popular de la clase comenzó a llamarme "la loca de las escobas" entendí que la cosa tenía muy poco que ver con lo que yo creyera y sí con el hecho que era muy fácil burlarse de alguien que no se puede defender. De manera que respondí volviéndome más huraña y antipática, refugiándome en la soledad de los recreos. Que fue donde me encontró la hermana Elizabeth y Flor.

- Oye no tienes que responder - insistió Flor con pinta de querer más que ninguna otra cosa, que respondiera. Me encogí de hombros.
- Bueno, soy muy chiquita todavía. Creo que lo seré cuando sea mayor - le expliqué con desgano - pero mi abuela y todas las mujeres de mi casa si lo son.

Flor se quedó mirandome con los ojos como platos y la boca entreabierta. Desee más que ninguna otra que mirara para otra parte. Pero no lo hizo desde luego: me detalló como si fuera lo más asombroso que había visto nunca.

- ¿Y hacen magia y esas cosas? - saltó con un tono de voz entusiasmado que me dejó sorprendida. Parpadeé.
- Magia...no como en los cuentos. Pero si creemos que existen. Si creemos que cada persona es capaz de crear algo bueno y poderoso con sus propias manos. Cambiar el mundo. Eso es...más o menos magia - expliqué, porque ni yo misma entendía bien el concepto - la cosa es que todo lo que hacemos que hace mejor lo que nos rodea y la vida de los demás, es aprendizaje y sabiduría. Te hace ser más fuerte. Y se llama magia.

- ¿Y hay magia de la mala?

Vaya que esa era una buena pregunta. Me rasqué la cabeza, muy sorprendida de sostener esa conversación con una de las niñas del colegio, en pleno patio de recreo. En casa, se habían tomado muy mal el rechazo que había provocado mi improvisada confesión.

- ¡Montón de niñas salvajes! ¡Mira que tratarte así sólo por decir una verdad del corazón! - bramó mi tia E., que era muy melodramática y cursi - ¡Todas deberían asombrarse y agradecer tu enorme valor!

Puse los ojos en blanco y seguí haciendo mi tarea de matemáticas. La tia continuó caminando de un lado a otro, sacudiendo las manos sobre la cabeza.

- De verdad ¿Cómo puede? ¿Como es posible que te traten así por decir a viva voz la verdad?
- Es una reacción natural - comentó mi abuela, que leía cómodamente repantigada en si sillón de parches - no será la primera ni la última vez que ocurre que lo diferente sea rechazado, menospreciado y atacado. Es parte del temor que despierta lo que no conocemos.

Miré a mi abuela con interés. Me gustaba que no se tomara todo aquel asunto a la tremenda, como si lo habían tomado mis primas y tias. Con todo, quería saber su opinión. Ella había sido la que me había inscrito en el colegio de Religiosas, a pesar de las críticas de mi madre y el resto de la familia. Pero para mi abuela, era de capital importancia aprendiera a convivir con quienes no pensaban como yo. O eso me había dicho en más de una ocasión.

- ¡Eso no importa Celia! - exclamó tía, ofendísisima - ¡No es posible que la niña sufra en carne propia castigo por su valentia!

Fue el turno de mi abuela de poner los ojos en blanco. Me reí por lo bajo y volví a mi suma y a mis restas.

- Es inevitable que seamos distintos en algún lugar, minoría en alguna parte. Por lo que pensamos, por lo que creemos, por lo que profesamos - dijo entonces mi abuela - una bruja es un espíritu osado, una mujer capaz de enfrentarse a los temores y crear algo bueno a través de ellos. La niña tiene que aprender a comprender que la diferencia nos hace fuertes. Que nuestras creencias son la forma como reflexionamos sobre el mundo y no todas deben ser idénticas. Una bruja es libre hasta de sus propios prejuicios.

Entendí muy poco de lo que decía mi abuela, pero si lo suficiente para que me quedara claro que mi abuela le parecía bien que hubiese dicho en voz alta que creía en la Diosa y era una bruja. Eso me hizo sentir un profundo alivio. Había pasado las últimas semanas preguntándome si había hecho algo malo. O incluso, si debía haber mentido para estar más comoda y feliz. Me alegró comprobar que aunque resultaba muy triste la forma como el resto de mis compañeras me trataban, había tomado la decisión correcta.

- ¿Estuvo bien entonces? - pregunté entonces en voz baja - ¿Estuvo bien decir la palabra bruja en público?

Tia E. levantó los brazos y ya comenzaba con su arenga de novela cuando la abuela levantó la mano, deteniéndola. Me miró por encima de sus anteojos de lectura. Una mirada adulta, firme y fuerte.

- ¿Tu que crees?
- Que decir un embuste me lo habría puesto más fácil. Pero que decir la verdad es más simple.

Abuela sonrío. Tia me dedicó una de sus miradas de asombro teatral que a veces me hacian reír y otras veces no tanto. Hoy me hizo sonreír con todos los dientes.

- Recuerda algo: Una bruja sabe que la verdad es una forma de aprender y comprenderse así misma. Que es un poder basado en el valor y la audacia. Un cobarde mentira para protegerse. Un Valiente dirá la verdad para exponerse. Y una bruja siempre escogerá el riesgo y la amenaza, para encontrar su propia manera de ver el mundo.

Seguí sin entender mucho de lo que decía mi abuela pero si la idea general: Lo había hecho bien. Volví a mi tarea con una sonrisa. Pero tia no se daba por vencida. Siguió protestando y gesticulando sobre el "oprobio" de ese "montón de niñitas incordiosas" hasta que mi abuela se hartó y se levantó del sillón con uns suspiro.

- Aja dime ¿Y que va a hacer cuando le hagan preguntas? - preguntó mi tía muy nerviosa - ¡Porque seguro le van a preguntar cosas!
- ¿Pues que otra cosa puede hacer? - mi abuela soltó una de sus carcajadas estruendosas - ¡Responder!

- Creo que no hay magia buena o mala, sino decisiones buenas o malas sobre lo que haces - le respondí entonces a Flor, que se tomó mis palabras como si una voz hubiese hablado desde Los Cielos abiertos - uno decide que hará y cómo lo hará. Y eso también cuenta para...bueno...cosas mágicas.


Flor no hizo ninguna otra pregunta, como si tuviera que meditar sobre lo que habíamos hablando antes de hacerlo. Mientras tanto,  Siguió con su papel de anfitriona bien intencionada, llevándome de un lado a otro y procurando que no me alejara demasiado de los grupos de gente que conversaban. Y entonces pasó lo inevitable:

- Agla en serio es una bruja - le soltó a Nina, otra de las niñas de la clase que era muy amiga suya. Tuve el impulso nada valiente de salir corriendo antes de recibir otra andanada de miradas burlonas, cuando me sorprendió la expresión franca y seria de Nina.
- No lo dices por jugar ¿No?
- No - respondí -es verdad.
- Pero brujas de las buenas...¿Verdad?
- ¿Hay de otro estilo?

A Nina debió haberle gustado la respuesta, porque sonrió mostrándome su dentadura incompleta. Flor asintió, satisfecha al parecer por lo que acababa de decir.

- Te dije que no estaba loca.
- Ya veo.

Intenté soportar con buen humor que hablaran de mi como si no estuviera allí. Pero con todo, fue agradable conversar unos minutos con Nina, sin que una monja mal encarada y bigotona se lo ordenara. Cuando se fue para seguir con su juego de empujones con el resto de las niñas del salón, Flor me miró con una gran sonrisa.

- ¿Ves? No duele mucho hablar.
- Bueno, no es que sea lo más cómodo...
- Eres una niña loca, pero eso no es malo.

Por supuesto, no supe que responder a eso, aunque no se escuchaba del todo mal. Cuando Flor me tiró de la mano para correr a jugar con la pelota en el patio, no pude evitar sonreír.

***

Resultó que le había caído muy bien a Nina y al día siguiente, volvió a donde yo estaba sentada con Flor junto con dos amigas suyas. Las tres se sentaron junto a nosotras y por supuesto, me preguntaron lo que al parecer era la idea más popular en clase: Las brujas.

- ¿Y tu abuela vuela en escoba? - me preguntó una de las amigas de Nina muy impresionda.
- No, claro que no. Vamos en automovil, como todo el mundo.
- Pero tienes escobas.
- Sí, colgadas en la pared y no se usan para barrer.

Hubo un ¡Oh! general muy sorprendido y agradable. No puede evitar recordar a mi abuela, dedicándome una de sus miradas amables y sinceras. "Decir la verdad es para valientes y no cualquiera lo hace", me había repetido varias veces en esa semana. Me pregunté si con su extraña sabiduría, había imaginado que la ronda de preguntas de las niñas ocurriría. Si tendría que sentarme para hablar con todas ellas, más allá de la burla y el miedo.

- ¿Y Tienen gatos embrujados?
- Tenemos un perro gordo que duerme en el jardín.

Todas rieron. Nina sacudió la cabeza, con los ojos llenos de alegría.

- Oye ¿Quieres venir a sentarte con nosotras en clase?

Me quedé de una pieza. Ese era un gran ofrecimiento. Era algo bueno...y sobre todo, era algo que no me había esperado que sucediera en aquel colegio enorme, inhóspito y un tanto atemorizante. Pero estaba pasando y con mucha más facilidad de lo que había supuesto. Cuando esa tarde me senté junto al grupo de Nina, con Flor a mi lado, pensé que era el día más agradable que había vivido en el colegio. Y me asombró un poco que fuera justamente por decir la verdad.

- Oye, loca de las escobas, ¿Te vas a comer la tierra hoy? - me murmuró Gloria  unos pupitres más adelante. Lo había hecho todos los días desde la incómoda clase de Rosalinda. Y siempre me había limitado a esconderme detrás de mis libros para huir de su mala intención. En esta ocasión, no lo hice. Me la quedé mirando como si se tratara de un insecto especialmente interesante.

- ¿No te cansas del mismo chiste? - le dije. Y lo hice con una sensación de aterrorizada fascinación ¿Yo dije eso? me pregunté. Nina y su grupo me miraron asombradas. Flor soltó una de sus carcajadas divertidas.
- Oye, cuidado y Agla te hace crecer un tercer ojo - dijo entonces Flor en voz muy alta - Eso te taparia ese granote feo en la frente.

Más risas. Gloria las miró a todas ofendida y enfurecida. Se volvió al frente, haciendo oscilar su coleta de cabello rubio con petulancia. Nina se inclinó conteniendo las carcajadas.

- O una segunda boca. Con la que tiene no le alcanza para todos los chismes.

Ahora también reí mientras Gloria apretaba los dedos sobre el pupitre, escuchándonos aunque sin darse por enterada. Y por primera vez en mucho tiempo - o quizás por primera vez, sin atenuantes - me sentí realmente bien en el nuevo colegio. De estar entre todas aquellas niñas a quienes había temido un poco durante los últimos meses. Y por supuesto de ser una bruja. O una niña que quería serlo, al menos.


***

Abuela me escuchó con una sonrisa, mientras le contaba lo que había ocurrido. Nos sentamos juntas en el jardín antipático, para mirar la última luz de la tarde.

- Y bueno...le caigo bien a las niñas - concluí. Abuela me dedicó un guiño malicioso.
- Ya te lo dije: no hay ningún motivo para disimular quien eres, lo que amas. Lo que te hace único. La diferencia es la mayoría de las veces un privilegio.

Que idea bonita esa, me dije mirando los resplandores carmesí del atardecer. Me sentí de pronto muy tranquila, llena de una extraña sensación de paz que no comprendía muy bien.

- Porque decir la verdad es de valientes ¿No? - dije, fascinada con la idea.
- Porque decir la verdad es cosa de brujas - dijo mi abuela. La luz se hizo púrpura, añil y finalmente de un plata tan brillante que me dejó sin alientos por su belleza - una forma de crear y soñar.

Sonreí, fascinada por sus palabras. Y más que nunca, asombrada del poder de ese misterio extraño y casi siempre desconcertante, del espíritu de una bruja. Una forma de esperanza. Una idea profunda.

Una vuelo alto de la imaginación.

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