domingo, 22 de noviembre de 2015

La persistencia de la memoria y otras historias de brujería.





Una vez, encontré en uno de los anaqueles de la cocina de mi abuela, una serie de cubiertos tallados en madera. Tenían mango de madera con formas de estrellas y lunas talladas. Cuando los sostuve entre las manos, me parecieron muy viejos y usados. Me pregunté quien querría guardar algo tan viejo y que nadie utilizaba.

En casa de mi abuela - la vieja, la bruja - solían haber muchas cosas parecidas. A su casa venían a parar todos los objetos que nadie quería, o así pensaba yo que ocurría. Había libros que algunas de mis tias había querido arrojar a la basura pero abuela había rescatado en último momento. Muebles antiquísimos, con los bordes remendados y mal cosidos. Cortinas de encajes que seguramente habían conocido mejores épocas. Siempre que miraba aquella colección de cosas tan viejas, me preguntaba por qué abuela se empeñaba en guardarlas. Por qué las cuidaba de manera tan amorosa, como si se trataran de viejos amigos que llegaban a casa para disfrutar de una vejez tranquila. Era una idea bonita, pero que con mi practicidad de mis once años cumplidos, seguía pensando era del todo inutil. ¿No era mejor tener cosas nuevas y relucientes? ¿Objetos tan bellos que asombraran y causaran admiración?

- Ah caramba, si aquí tenemos una pragmática - dijo mi tararabuela, en una oportunidad que me escuchó decir algo sobre el asunto - lo próximo en arrojar a la basura seré yo ¿No? de tan vieja e inservible.

Me avergoncé muchísimo: me apresuré a murmurar que claro que no, que nunca. Que ella era mi abuela favorita y que me gustaba que fuera tal y como era, ancianita y cascarrabias. Ella me dedicó una larga mirada apreciativa desde detrás de sus anteojos de aumento.

- ¿Cascarrabias? - repitió muy seria. Sentí un tirón de miedo en el vientre. Vaya que había metido la pata esta vez, pensé sobresaltada. Tomé una bocanada de aire.
- Oye, bueno... - ah, ¿cómo no sé decir cosas bonitas y oportunas como abuela? pensé desanimada - es que tienes un carácter que...bueno...

Taratabuela siguió mirándome y luego suspiró, concentrándose de nuevo en la labor de bordado que sostenía en  las rodillas. Más de una vez, me había dicho que en realidad odiaba cualquier quehacer del hogar pero que la costura, le ayudaba a ordenar las ideas. "Me alivia mucho ordenar las palabras como quien ordena las puntadas" me dijo en una oportunidad. Mirándola ahora me pregunté si estaba pensando en como reñirme de la mejor manera. O que castigo dar a esta taratanieta tan inquieta e irritante que la vida le había dado para cuidar.

- No me molesta que digas la verdad, muchacha, no caigas en pánico - dijo por último - lo que me sorprende es que tengas miedo de decirlo.
- Bueno, no...quisiera ofenderte - respondí un poco más aliviada. Ella sonrío, una cosa rarísima en ella.
- Uno dice la verdad no para agradar sino porque no puede hacer otra cosa - me respondió - en Brujería, se dice que la verdad es como las espinas que se clavan en los dedos. Duelen, te van a dejar una herida, pero es mejor sacarlas antes que te hagan daño. Y es verdad, no soy la mujer más dulce del mundo. Ni quiero serlo.

Siguió concentrada en su labor. Punto a punto. Incliné la cabeza para ver el diseño que creaba sobre el trozo de tela. Era un espléndido sol brillante, de aspecto antiguo. Los rayos de luz de hilo amarillo brotaban como un estallido desde un rostro sonriente. Era un diseño complicado pero que extrañamente atractivo. Como el de los libros viejos que llenaban la biblioteca de mi abuela.

Se me ocurrió entonces que quizás, también esa imagen del sol radiante con un rostro sonriente, no era nuevo ni mi tatarabuela se lo había imaginado antes que nadie. Que como todo en casa, había pasado por tres o cuatro manos antes de llegar allí. Me senté en el suelo para mirarla mientras trabajaba, pensando en esa idea curiosa.

- Oye, Tata ¿Por qué guardamos tantas cosas viejísimas? - pregunté de nuevo, esta vez con más tacto. O así me lo pareció. Ella siguió en lo suyo, como si no me hubiese escuchado. Pero sabía que si lo había hecho. Como mi abuela, tenía el hábito de responder todas las preguntas. Como si se tratara de un rara y profunda forma de pensar la manera de pensar de los demás.

- Porque forman parte de nuestra historia y nos recuerda de donde venimos. Y porque también, es la historia de alguien más, que conservamos por amor.

No entendí nada de lo que la abuela quería decirme. Me quedé un poco anodada, pensando en el motivo por el cual, un objeto podía contar una historia. ¿Era algo que podría recordarte una parte de tu vida? ¿O formaba parte de algo más viejo y personal? Pensé en mis libros, en mis cuadernos, en mis juguetes favoritos. Pensé en lo mucho que los quería, en lo segura que me hacian sentir, en las cosas bonitas que me recordaban. ¿Era así para todo el mundo? ¿Era eso a lo que se refería mi abuela?

- Cuando uno tiene tu edad, las cosas son compañia y también, una forma de pensar en lo que somos - respondió Tata cuando se lo pregunté - pero cuando te haces mayor, las cosas te recuerdan dónde estuviste, quien fuiste y quien eres. A donde nos dirigimos. Por eso, para una bruja es importantísimo conservar sus posesiones. Atesorar pequeñas posesiones que le recuerden a donde vas. Y luego, abandonarlas.

Parpadeé. Eso si que no me lo esperaba. Me quedé un poco boquiabierta, viendo como los dedos de la bisabuela se movían rápidos y sedosos sobre la tela, sosteniendo con firmeza la aguja. ¿Abandonarlas? ¿No debía conservarse lo preciado?

- Pero...¿Por qué abandonar algo que quieres y necesitas? - pregunté un poco sobresaltada - ¿No debería ser que mientras más lo quieras, con más cuidado lo deberías conservar?

- Al contrario, niña, mientras más lo ames, con mucha más rapidez debes abandonarlo - dijo mi Tata. Subió el rostro y me miró con su rostro arrugado muy serio - lo que posees, te subyuga. Lo que abandonas, te hace libre.

No supe que responder a eso. Sentí una angustia abrumadora de solamente pensar perder uno de mis libros favoritos. O mi cámara recién estrenada. Apreté los labios.

- No abandonaría nada de lo que amo - dije con la voz temblorosa a mi pesar. Sentí rabia, un ramalazo de desafio hacia esa idea - ¿Por qué hacerlo?

- Porque nada nos pertenece bruja - dijo mi Tata entonces. Se enredezó en la silla para mirarme con sus grandes ojos azules muy brillantes y severos - nada de lo que te rodea es tuyo en realidad. O eres tu. Es una parte de tu vida, es un objeto que te pertenece de manera momentánea. Asumirlo, comprenderlo y después, correr el riesgo es una parte muy importante de aprender a ser libre.

Me quedé en silencio, con las manos sobre las rodillas. Apreté los dedos contra la piel y los huesos. Sentí que un miedo nuevo y helado me subía por la espalda, aunque no sabía bien que me lo causaba. Miré a mi alrededor, a esa casa llena de objetos antiguos, prestados, que habían pertenecido a otras historias. Y que habían sido abandonados.

- ¿Y por qué abuela recibe esas cosas si ya nadie las quiere? - dije en un tono casi brusco. Tata siguió con su bordado.

- Oh, si que las quieren. Y por ese motivo, duele tanto separarse de ellas. Por ese motivo, es tan terriblemente doloroso abrir las manos y dejarlas ir. Como haces con tus recuerdos, con tus amores, con casa cosa en tu vida. Pero es necesario hacerlo. Es imprescindible para crecer y madurar.

Suspiré. No entendía nada de aquello. O mejor dicho: no quería comprenderlo. No deseaba llegar a la conclusión que alguna vez, tendría que abandonar una de mis cosas favoritas. Dejarla partir de mi vida sin ofrecer resistencia. Eso me producía una angustia enorme y dura, que la pasión de la infancia solo hacia más dolorosa.

- Tu abuela las conserva porque son parte de la historia de esta familia - dijo entonces - porque todas las historias son parte de la belleza. Todas las historias son parte del tiempo que se traduce en conocimiento. Así que cuando alguien las abandona, alguien que las amaba, vienen aquí para seguir siendo queridas y conservadas. Para que el trozo del corazón que se rompe al abandonarlas, no sufra creyendolas perdidas para siempre.

Las paredes de la casa de mi abuela estaban llenas de fotografías. De hombres y mujeres sonrientes, la mayoría parientes a quienes no conocía. Pensé en todas las formas de amor, en que quizas, aquella interminable sucesión de rostros y manos extendidas, eran más que imágenes. Eran recuerdos. Sentí un escalofrío.

- En Brujería, hay un antiguo ritual que te recuerda que para caminar, debes dejar caer el peso que llevas sobre los hombros - continuó mi abuela - nadie puede transitar en su vida, llevando tantas cosas, tantos recuerdos, tantos dolores. Las brujas sueltan el dolor, el amor obsesivo, las angustias y los sufrimientos. Las dejan caer, bailan con los brazos sobre la cabeza, despidiendose de ellos. De las grandes y abrumadoras tragedias. De la plenitud y el terror de tener espacios en tu vida en que falten piezas. Pero es a ese silencio, esa ausencia a la que te enfrentas al vivir. Y es esa libertad absoluta, dolorosa y compleja la que te permite sobrevivir.

Miré los cubiertos antiguos que había encontrado en el cajón de la cocina. Eran pesados, muy viejos. Pensé en que habían sido importantes para alguien alguna vez. Que alguien, mucho tiempo atrás, los había amado lo suficiente como para atesorarlos. Para dejarlos en casa de abuela para continuar adelante. Era un pensamiento dolorosísimo, enorme, que apenas comenzaba a abarcar. Una sensación de abrumadora tristeza que mis pocos años no me permitian comprender muy bien.

- Perder es una herida, pero sobrevivir a ese silencio, es una manera de crecer. Y saber que somos el conjunto de nuestras historias. De nuestras tristezas y alegrías - dijo Tata con un suspiro - cuando somos capaces de soltar lo que nos aplasta. Cuando avanzamos y podemos mirar atrás con los ojos bien abiertos, sabremos que somos lo suficientemente fuertes para continuar caminando hacia la Luna. En nuestra búsqueda de conocimiento.

Apreté los cubiertos entre las manos. Miré las Lunas y estrellas tallados en la madera de los mangos. Y pensé en la trascendencia. En esas lentas historias que atesoramos a diario. Era muy niña para comprenderlo en toda su dificil profundidad, pero lo suficientemente mayor para saber que a veces, un recuerdo pesa demasiado.


***

Recordé esa escena el día que en C. y yo nos separamos luego de cuatro años de una apasionada y durísima relación. Un fragmento de una imagen fugaz, apenas entrevista entre cientos de pensamientos confusos. Me encontraba sentada en el salón de mi casa, con las manos apretadas sobre las rodillas, sintiendo el dolor de la pérdida palpitar y combarse en alguna parte de mi espíritu, en ese lugar secreto de nuestra mente donde habitan nuestros temores. De pronto, mientras pensaba en nuestra ruptura, en el silencio que vino después, recordé a la niña que había sido, sentada a los pies de la anciana de cabello blanco, pensando en la tristeza, en la libertad de las ideas y la desazón.

Y el dolor se volvió blanco, una huella de fuego sin voz en alguna parte de mi memoria. Pensé en el amor, en todas las cosas que me unían a C. y que había perdido. En las puertas cerradas de mi mente, en cada pequeño fragmento de historia que se había roto para siempre. Sentí el dolor como un peso físico que me obligaba a inclinar los hombros, a sostenerlo con dificultad. Un sufrimiento insoportable y mínimo, anidado en algún lugar de mi pecho, paralizandome, hiriendome, dejándome sin fuerzas. Y me pregunté si podría superarlo. Si alguna vez, podría sentir de nuevo deseos de amar de nuevo. Si tendría el valor de avanzar, a tropezones y a ciegas en el paisaje complejo de mi vida.

En una ocasión, había fotografiado a C. sentado en uno de nuestros lugares favoritos. Había sido un retrato casual, que ambos habíamos detestado un poco por superficial, sin mucha gracia. La imagen de un hombre joven despeinado al filo de una montaña imponente. Lo miré ahora con el dolor convirtiéndose en algo amargo y abrumador. Cerrándome la garganta, recorriendome en lentas oleadas carmesí. Apreté la fotografía entre los dedos y tuve la sensación que también atrapaba el recuerdo que atesoraba. Los besos que vinieron después, el amor que hubo luego, a mitad de camino entre la pasión y una gradual paciencia. Y pensé de nuevo en la niña que había sostenido unos viejos cubiertos de madera, pensando en el vacío, en los dolores y en el temor. En la belleza de la nostalgia.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Miré de nuevo al chico de la foto. Al hombre que había amado. A la historia y rota. Y pensé que lo quería tanto, a ese recuerdo, a ese futuro, como para abandonarlo. Como para llorar sobre las cenizas tibias y después, continuar caminando. Que necesitaba levantar las manos y arrojar al viento los trozos de las historias perdidas. De los viejos dolores y angustias.

¿Quienes somos más allá de nuestras historias? me pregunté mientras guardaba con cuidado todos los objetos, imágenes y pequeños recuerdos que habían construído cuatro años de vida en común. ¿Quienes somos más allá de nuestros pequeños pensamientos a fragmentos? ¿De esta necesidad de soñar y crear? No lo sé, me dije atando el pequeño paquete con dedos temblorosos. Pero desde luego, estaba a punto de averiguarlo.

***


Mi tia E. me miró un poco desconcertada cuando le extendí el paquete con gesto firme. Lo tomó sosteniendolo con un gesto delicado que le agradecí. Sentí una presión casi física cuando lo dejé ir. Como si perdiera una parte de mi identidad que era incapaz de definir en realidad.

- ¿Una historia? - dijo tia. Apreté los labios. Quise hablarle de los besos, de las caricias, de las palabras perdidas y encontradas. De dolor quemante, del placer radiante. De los silencios, de las discusiones. De las habitaciones con olor a mañana y las noches mirándonos entre las sombras.

No lo hice.

- Muchas - contesté. Tia asintió y acarició el paquete con dedos delicados.
- Yo la conservaré.

Miré el paquete, bien guardado en su biblioteca, perdido entre decenas de objetos que no reconocí. Lo miré y tuve un último impulso de recuperarlo. De acunarlo contra mi pecho, de sentir por última vez la punzante belleza de todo lo que había sido. Pero no lo hice. Me quedé de pie, con los brazos apretados contra el pecho. La respiración agitada de pudo dolor. Tia cerró la puerta de la habitación.

- ¿Estás bien? - pregunto.
- Lo estaré - le respondí.

Y sonreí al hacerlo. Una pequeña sensación de libertad.


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