sábado, 28 de noviembre de 2015

Una colección de momentos preciados y otras historias de Brujería.






En una ocasión, mi abuela me obsequió una pequeña caja de madera de aspecto muy sencillo. La miré con curiosidad, más intrigada por el hecho que no hubiese nada que me llamara la atención en ella que por cualquier otra cosa. Le di vueltas entre los dedos, la sacudí un poco. Pero sólo era una caja de madera pulida sin otro interés que aparentemente cerrarse de manera hermética.  La sostuve entre las manos, mientras ella me miraba con su acostumbrada picardía.

- ¿Y que hago con esto? - pregunté sosteniendo la caja sobre las palmas abiertas.
- Una caja de culpas - me respondió, como si tal cosa - guardas las culpas adentro para comprenderlas como responsabilidad.

Parpadeé, sin saber que pensar sobre eso. Tenía diez años y la culpa para mi - o lo que implicaba el concepto, en todo caso - era una idea brumosa, dispareja y sin forma. Sentía "culpa" a la manera en que lo sienten los niños: de una manera vaga y poco importante, poco relacionada con las cosas que hacía o dejaba de hacer. Claro está, sabía que cometer travesuras o desobedecer a mamá, mi abuela o las maestras no estaba bien: cuando lo hacía, de inmediato sentía esa ligera vergüenza anónima que tenía algo de amarga. Me preocupaba, la mayoría de las veces me disculpaba. Pero no era algo que me atormentara especialmente. Seguía considerando mucho más divertido hacer mi voluntad a pesar de las prohibiciones y restricciones de movimiento. Una especie de instinto para la rebeldía que no entendía muy bien pero que solía disfrutar mucho.

Así que no comprendía mucho por qué mi abuela me hacía aquel obsequio. Las brujas suelen tener cajas de madera para muchas cosas: para guardar los deseos, para conservar los buenos pensamientos, para escribir las aspiraciones y esperanzas. Era una tradición antiquisima que parecía muy relacionada con el pensamiento que la palabra es poder y también, que el espíritu conserva y protege nuestras ideas más profundas. Era una costumbre que siempre me había parecido curiosa: ¿Por qué representar el alma humana como una cajita? O mejor dicho ¿Por qué conservar guardado algo tan ligero como un pensamiento? ¿No era mejor dejarlo libre, que volara y se elevara al infinito? Con mi salvaje imaginación infantil, podía imaginar con toda claridad, las ideas y sentimientos liberándose de sus cajitas y elevándose hacia el cielo muy azul de mi ciudad.

- ¿Respon...sabilizarme? - repetí un poco confusa - ¿Y que debo hacer? ¿Meter aquí...que?

Abuela sonrío y extendió las manos para sostener las mías. La cajita, con toda su misteriosa simplicidad, pareció flotar entre sus dedos y las mías, como desafiando toda explicación. Tenía algo de complejo, esa singular belleza de madera pulida.

- Cada vez que creas hiciste algo mal, guardalo acá antes de lamentarlo. Y piensa como remediarlo, antes de cualquier otra cosa. Pero la culpa, debe ir aquí. Para que no te hiera.

Para la brujería, "guardar" no significa lo mismo que para todo el mundo. Se trata de conservar, meditar y luego comprender lo que te molesta y te preocupa. Más de una vez, había visto a mi abuela poner por escrito sus dolores y preocupaciones, mirarlos en lápiz y palabra y luego, arrojar las cenizas al jardín. Como si el pequeño ritual pudiera atrapar el malestar y luego liberarlo. O más extraño aún, como si a través del fuego, pudiera transformarlo en algo más.

- ¿Y si no me hace sentir nada...hacer algo malo? - era una idea escandalosa pero más de una vez me había ocurrido. Como la vez en que había escondido el cuaderno de asistencias a Sor Compasión en el colegio, sólo para verla rabiar. O cuando había imitado la voz finita de Flor hasta que se disgustó tanto como para retirarme el habla. No me había provocado malestar o preocupación. Eran cosas divertidas y pensaba que inofensivas - Sí... sólo me hacen reir.

Abuela no dijo nada, lo cual me reconfortó. Había tenido el angustioso pensamiento que quizás se disgustaría o incluso, se pondría triste por lo que acababa de confesarle. Pero en lugar de eso, se limitó a mirarme con la cabeza ladeada, los ojos color miel brillando de pura inteligencia. Me desconcertó un poco no saber exactamente que pensaba sobre lo que le había dicho.

- ¿Estás disgustada? - pregunté por último. Ella sonrío.
- No, creo que esta caja te permitirá entenderte mucho mejor - dijo mi abuela - Y eso es bueno. Lo que hacemos o no, son decisiones y cada una de ellas, crean lo que aprendes y el camino que recorres. Creo que la caja de la culpa te enseñará eso.

¿Una cosa tan sencilla podría enseñarme todas esas cosas? me pregunté, sin atreverme a preguntárselo. Cuando ella cerró la tapa de la cajita con un dedo, el sonoro ¡Clac! de la madera me sobresaltó.  De pronto, el objeto me pareció un poco más pesado que antes, incluso enigmático, en toda su pulcritud y sobriedad. Mi abuela se levantó de la silla donde estaba sentada y me dedicó uno de sus guiños maliciosos.

- Cuando somos conscientes de lo que hacemos y el motivo por el cual decidimos hacerlo, el mundo se hace mucho más complejo, profundo y quizás doloroso. Pero es necesario recorrer ese camino - de pie frente a la ventana de la cocina, tenía un aspecto señorial, con su vestido de tela floreada y el cabello trenzado a la nuca. Me hizo pensar en ideas antiguas y poderosas - Es necesario comprender quienes somos antes de asombrarnos por lo que podemos hacer.

Miré de nuevo la cajita entre las manos. Ahora no sólo era un objeto rústico y un poco vulgar. Era también un misterio. Y eso, me dije, acariciándola con la punta de los dedos, era suficiente para no sólo entusiasmarme sino provocarme una inmediata curiosidad. Una puerta abierta quizás, hacia algún lugar desconocido de mi misma.

***

Pasaron varias semanas hasta que finalmente utilicé la cajita de la culpa. Hasta entonces, no había encontrado nada digno de mención para guardar en ella. O sí, pero siempre que me sentaba frente a la sencilla caja de madera, que parecía esperar alguna confesión, encontraba un sin fin de excusas para no hacerlo. Después de todo ¿Por qué sentirme culpable por responder de malos modos a la bisabuela, que lo merecía? ¿o desobedecer a mi mamá, que no me tenía paciencia? Siempre parecía haber una excusa para justificar mi comportamiento, para dejar claro que todas las veces en que me comportaba mal o fastidiaba a otras personas, había un buen motivo para hacerlo. Un día, mi abuela se dejó caer por mi habitación y vio la caja abierta y vacía sobre mi escritorio de estudio.

- No has tenido nada que contarle hasta ahora ¿No? - preguntó. Me mordí los labios. La culpa - una muy genuina e incomoda - me palpitó en algún lado de la mente.
- Bueno...no mucho.

Abuela tomó la caja y la miró, como solía hacer cuando quería decir algo interesante. Me quedé muy quieta, esperando. Siempre quería escuchar cualquier cosa que la abuela quisiera decir. Incluso si eso incluía un sermón, pensé con cierto sobresalto.

- Sentir culpa y vencerla es un asunto de valientes - comentó en voz baja - no es muy fácil admitir que causamos daño y que tenemos la responsabilidad de enmendarlo.

Recordé a la bisabuela, con los ojos brillantes de furia después de escuchar mi mala contesta. O la expresión triste de mi mamá. La culpa corcoveó y pulsó en mi mente. La ignoré.

- Pero a veces...es que las cosas tienen una explicación - me excusé. Mi abuela asintió lentamente y dejó la caja donde la había encontrado.
- Puede. Además, hay que tener un corazón firme para asumir la responsabilidad de nuestros actos.

Cuando se fue, me quedé molesta e incomoda, mirando la caja acuseta sin saber que hacer. ¿Por qué me llevaba tanto esfuerzo admitir mis errores? me dije impaciente. ¿Por qué me resultaba tan fácil encontrar explicaciones para la forma como me comportaba? De pronto, tuve una sensación helada y dura subiendome por las mejillas. ¿Era una cobarde? me pregunté. ¿Le tenía miedo a la caja, en todo su silencio acusador? El mero pensamiento me hizo caminar de un lado a otro por la habitación, apretando las manos en un nudo de dedos tensos. ¿Me faltaría valor para finalmente guardar en la caja lo que me dolía? le di vueltas al asunto una y otra vez. Finalmente, me prometí hacerlo. Enfrentarme a esa sensación de dolor y de vergüenza que la culpa me hacía sentir.

Finalmente, un viernes en la tarde, me senté a escribir en una hoja de papel lo extrañamente culpable que me hacia sentir haberle desobedecido a una de mis maestras. Con los labios apretados y una extraña sensación de angustia, decidí guardar en la caja un pequeño dolor que me llevaba esfuerzos comprender.

Rosalinda era, por mucho, mi maestra favorita. Era joven, simpática y además, enseñaba literatura, la asignatura que mejor se me daba y la que sin duda, me apasionaba más que cualquier otra. Y Rosalinda como yo, amaba los libros. Solía llevar sus favoritos clase y leerlos en voz alta, disfrutando de las palabras tanto como yo lo hacía. Sus clases, eran un coro de risas, preguntas y entusiastas comentarios, como si su alegría resultara contagiosa al grupo de indolentes adolescentes que debía enseñar.  En el paisaje árido y un poco aburrido de la escuela de monjas bigotonas donde me estudié, Rosalinda era una bocanada de aire fresco. Gracias a ella,  la última hora de la mañana del viernes era un buen momento para relajarse y aprender.

Así que, no comprendí muy bien por qué me había comportado tan mal durante la última clase del mes. Era a la que más importancia brindaba Rosalinda, no sólo porque era el momento de evaluar que tanto habíamos aprendido sino también, porque era un buen momento para reír y divertirnos, releyendo los libros favoritos de las últimas semanas. Pero por alguna razón, había sido incapaz de mantenerme atenta: hice ruido y me comporté a mis anchas, riendo y alborotando desde la última fila del salón. Finalmente, me había llamado la atención en voz alta.

- ¡Aglaia! ¡No entiendo tu actitud de hoy! - me reclamó mirándome muy sorprendida y también, aunque intentó disimularlo, dolida - ¡De todas las chicas, pensé que tu serías la que más disfrutaría la lectura de hoy!

Tenía razón. Uno de mis libros favoritos era Alicia en el País de las Maravillas del Señor Carroll y justo lo había leído por primera vez en su salón, gracias a que ella había ignorado las recomendaciones de las monjas y había decidido traer clase un libro tan maravilloso como confuso, que la muy severas religiosas del colegio consideraban poco menos que perturbador. Pero yo lo había amado de inmediato y Rosalinda solía releer pasajes y pequeños fragmentos, quizás entusiasmada por mi entusiasmo por la historia. Esa tarde, había comenzado a leer la segunda parte del libro "Alicia a través del Espejo" y por supuesto, había esperado que me cautivara tanto como su predecesor. Pero yo simplemente había ignorado sus buenas intenciones.

Después de la regañina, Rosalinda no me dedicó una sola palabra más, lo cual me angustió más que el reclamo público. Al final de la tarde, cuando sonó la campana, intenté acercarme a su escritorio para disculparme pero ella  me ignoró de manera muy notoria. Me quedé de pie con el libro de Alicia apretado contra el pecho. Flor a mi lado, chasqueó la lengua con su habitual tono un adulto.

- Buena que la hiciste esta vez - comentó. Le dediqué una mirada furiosa.
- ¡Tu también te portaste horrible!
- Pero a la Maestra le dolió que tu lo hicieras.

Era verdad y yo lo sabía, pero no estaba dispuesta a admitir que la perspicaz Flor tenía la razón. De manera que me fui del salón sin darle una segunda mirada, furiosa y un poco entristecida. De inmediato, la culpa - amarga y voraz - comenzó a palpitarme en el pecho. Entonces recordé la cajita. Y pensé si no sería buen momento para guardar la culpa y comprender que ocurría en mi interior.

No resultó sencillo. Al principio, garabateé un par de frases sueltas para explicar mi comportamiento salvaje en clase: "estaba cansada", "tenía calor" pero de inmediato supe mentía. Sentí la verguenza subirme al rostro como un rubor caliente y melindroso y me sentí incluso más avergonzada que antes.  Suspirando, rompí la hoja y tomé una nueva. Me quedé mirando el lápiz entre mis dedos con una sensación de furia y angustia que no sabía explicar muy bien.

"Fue una semana con muchas tareas" intenté de nuevo. Mentira otra vez. Rompí el trozo de papel. "A veces, quiero reirme y hablar" insistí. Pero tampoco era verdad. Rompí de nuevo la tira de la hoja y la hice una bolita, sosteniendola entre los dedos. Finalmente, apreté los labios y me volví a inclinar sobre el papel, con el corazón latiendo muy rápido.

"No quería prestar atención ni hacerle caso a Rosalinda porque no sé si va a volver" escribí. Me sorprendí de leer la frase pero de inmediato, supe que era cierto. El lapiz me bamboleó entre los dedos, mientras intentaba ordenar mis pensamientos. Era tan cierto que me dolía ahora mismo escribirla. Quería romper la hoja, hacerla añicos, no mirar las palabras. Pero allí estaban. Muy claras y acusadoras. Y sobre todo, dolorosas. Le pasé un dedo por encima, sintiendo el papel caliente bajo mi piel.

La maestra Rosalinda no le caía bien a la mayoría de las monjas del colegio. Tan mal les caia de hecho, que parecían alegrarse cada vez que faltaba y eso ocurría dos o tres veces al mes. Sabía que un pariente de Rosalinda estaba muy enfermo y por ese motivo, en ocasiones se ausentaba. Y su lugar, lo tomaba una monja gorda y de malos modos que nos obligaba a leer libracos aburridos que la mayoría de las veces me producían dolor de cabeza. Pero ¿Por ese motivo me había comportado así? ¿Por qué me hacia sentir mejor incomodar a Rosalinda?

Miré la caja otra vez, sencilla y callada. Para las brujas, la madera tiene un significado muy especial: se trata de un elemento de la Tierra que contiene el poder de las estrellas. Un árbol tarda cientos de años en crecer, en hacerse enorme y señorial. En hacerse tan fuerte como para enseñar cosas. Un Árbol escucha el sonido del viento, del Infinito, las voces de la gente y las conserva en sus ramas, como un eterno guardián. O así se cree en brujería. De manera que un objeto de madera, es un simbolo de las cosas buenas, de las trascendencia y de las lecciones aprendidas.

Pensé en el dolor de culpa que tenía en el pecho. Me había sentido antes de la misma manera, pero sólo ahora era conciente que la culpa, era como una piedra caliente sobre mi pecho. Me aplastaba, me hacia sentir pequeña y frágil, pero en realidad  no hacia otra cosa que recordarme mis errores. ¿Que había dicho mi abuela? pensé sosteniendo la caja entre los dedos. ¿Que había comentado sobre la culpa? Que había que comprenderlas como responsabilidad. Y eso quería decir, que podía hacer algo para no sentirme tan culpable. Para no sentir ese dolor pequeño e insistente que tanto me molestaba.

Volví a la hoja para escribir. Le conté al silencio el dolor que me provocaba no sólo que Rosalinda no volviera, sino dejar de aprender justo lo que más me gustaba. Dejar de leer libros y descubrir nuevos mundos. Aprender el peso y la importancia de la palabra, de la manera en que me gustaba y tanto disfrutaba. Y también...suspiré entristecida...perder a mi maestra favorita, la que me había creado todo un mundo de palabras por descubrir. La que me había obsequiado un largo camino de historias que recorrer.

Miré la hoja, escrita con mi letra nerviosa y desigual de niña. El dolor menguó, se hizo menos punzante. Pero la culpa siguió allí, recordando lo muy decepcionada que había parecido Rosalinda por mi comportamiento. Pensé en lo que había dicho mi abuela, sobre la responsabilidad. Y escribí una última frase "Aprender es un recorrido de ideas". La frase favorita de Rosalinda y que usaba al final de cada clase.

Sabía lo que tenía que hacer. O al menos, ya sabía que la culpa no era suficiente para componer lo que había hecho. Doble el papel y lo guardé en el interior de la caja de madera. Cuando cerré la tapa, me pareció que se hacia más densa, más pesada. Ahora guardaba un sentimiento, pensé con un sobresalto. Y quizás, mis pensamientos. Y que poderoso podía ser eso, pensé un poco desconcertada por esa noción lenta que la palabra podía ser tan poderosa como un arma. Sostuve la caja entre las manos y pensé en los secretos, los misterios, pero sobre todo, el valor de afrontar los propios. Un pensamiento muy adulto, me diría después, muchos años en el futuro. Quizás el primero que tuve alguna vez.

***

Rosalinda me miró desconcertada cuando dejé frente a ella el fajo de papeles. Había llegado antes que cualquiera de las alumnas al salón y me había acercado a donde se encontraba sentada, sin que ella me dedicara una sola mirada. Pero ahora, parecía tan desconcertada como para echarle un vistazo a lo que yo había colocado con todo cuidado en su escritorio.

- ¿Qué es? - preguntó. Una curiosidad genuina. Sonreí.
- Hice un ensayo sobre Alicia en el País de las Maravillas y Alicia a través del espejo - le expliqué - con lo que nos dijiste y pensando en las cosas de Alicia como me enseñaste. Quería mostrarte que si había aprendido...a pesar de como me porto.

Me preparé para su indiferencia, para otro sermón - seguro que lo habría - o quizás, para su silencio. Pero no estaba preparada para la manera como sonríó. Para la franca y amplia sonrisa que me obsequió. Me quedé de pie, con las manos apretadas sobre el vientre, entre avergonzada y feliz.

- ¿Hiciste eso? - me preguntó.
- Sí.
- ¿Por qué?
- Porque tu... - no sabía como poner en palabras lo mucho que me había inspirado Rosalinda en la lectura, a disfrutar de leer como una aventura interminable - porque tu me enseñaste que una palabra es un mundo.

Fue algo extraño, inmediato y contundente: Cuando dije eso en voz alta, la culpa en mi interior dejó de palpitar en ese lugar secreto de mi mente donde me había atormentado por toda una larga semana. Y aún más, cuando Rosalinda tomó el fajo de papeles escrito con mi letra desigual y un poco extraña  y lo miró con atención. Percibí su sorpresa y también algo muy parecido al agradecimiento. O quizás me lo imaginé.

- Lo voy a leer para corregirlo - me dijo. Y sonrío. El disgusto y la incomodidad entre ambas parecía desaparecer con rapidez, como si las palabras que había escrito para Alicia consolaran a Rosalinda también - y después te recomendaré un libro más, ¿está bien?

Quizás Rosalinda tendría que ausentarse pronto. O no volviera después. Pero en ese momento, en esa conversación entre risas y entusiasmo, todo estaba bien. Y pensé en el miedo que me había hecho sentir admitir el dolor. En lo mucho que me había asustado enfrentarme a esa sensación amarga que tanto me abrumaba. Y en lo bien que estaba ahora que me había liberado de ella. Y sonreí, con toda la naturalidad de esa sensación de libertad. Con esa sensación que la culpa era sólo un pensamiento olvidado.

Mi abuela me encontró mirando la caja ese día, inclinada sobre mi escritorio de estudio. Sonrío.

- Así que ya la utilizaste - comentó. La miré con los ojos muy abiertos.
- Es muy poderosa.
- Cada caja en nuestra mente es un secreto que se revela - dijo. Se sentó a mi lado para mirar también la caja - y que nos permite construir mejor el paisaje de que somos. Es una idea bonita.

Es una idea poderosa, pensé, aunque no se lo dije. Y en el silencio que siguió pensé que la magia, quizás era algo tan simple y fuerte como la caja cerrada de madera que escondía su secreto o quizás, una noción mucho más antigua sobre el dolor.

Una forma de crear y soñar. Una palabra perdida y vuelta a encontrar.

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