miércoles, 25 de noviembre de 2015

Del silencio y otros terrores insistentes.




Hace unos años, un amigo me dijo que no pensamos lo suficiente en la muerte. Que somos una cultura ingenua y sobre todo, profundamente superficial que asume la muerte de la misma forma. El comentario surgió luego de un atentado terrorista en algún punto remoto del Medio Oriente que nadie comentó ni mucho menos, provocó preocupación. Otro de tantos, pareció sugerir el silencio de los medios de comunicación y más allá de eso, la actitud general de asumir que la violencia se naturalizó y se hizo parte de cierta idea sobre esa región del mundo. No obstante, lo más preocupante fue esa percepción edulcorada y romántica sobre la muerte, el dolor y el sufrimiento. Una imagen fija sobre una idea abstracta que nadie entiende muy bien.

— La muerte ya no es una idea recurrente, en una cultura tan obsesionada con la vida, la juventud y la inmortalidad como la nuestra — me comenta mi amigo, cuando nos reunimos para compartir un café, unos días después del atentado en París del 13 de Noviembre — no pensamos en la muerte, ni como símbolo ni como realidad física. Nos obsesionamos con la trascendencia, lo ideal antes de admitir que todos alguna vez moriremos y que no, no es una idea bonita.
— Es más fácil de superarla así — le respondo — lo contrario es…morbosidad supongo.
— Lo contrario es pragmatismo — me dice, mientras miramos un periódico que ha traído y en el que hay una serie de artículos bienintencionados y profundamente sensibles sobre lo ocurrido en París. Se habla sobre cielos gloriosos, bellas expresiones de amor. Pero de la muerte, casi nada — vamos a morir y aceptarlo, hace la vida más plena.
— Esa si que es una idea morbosa — me burlo. Se encoge de hombros.
— Es una idea realista. Todos la tenemos aunque no la sepamos.

No sé que responder a eso. Como buena hija de mi cultura que soy, también evito pensar en la muerte lo más que puedo, pero aún así lo hago. O digamos, que hay una parte de mi mente que no olvida mi mortalidad y que de hecho, no quiere hacerlo. Es una sensación perenne, abrumadora y angustiosa, que me acompaña a toda hora aunque en realidad, no sé como denominarla. ¿La conciencia de la muerte, quizás? Pienso con un poco de melodrama. Mi amigo ríe cuando se lo digo.

— La muerte es parte de todos los días. Hace décadas, nadie se escandalizaba por hablar de la muerte en voz alta, por analizarla como un conjunto de ideas, incluso reflexionar sobre ella como parte de la vida cotidiana. En nuestra sociedad aséptica y a veces estéril, eso es impensable.

No sé por qué, sus palabras me recuerdan a una escena que recuerdo de vez en cuando y que parece resumir esa concepción del tema. Cuando tenía siete años, mi primo menor murió con apenas dos meses de edad. Habiendo sido un bebé muy deseado y esperado, el hecho que naciera con una serie de trastornos de salud, afectó y abrumó a mi familia de una manera muy particular. Mi tío, su padre, se negó a contemplar la posibilidad que el bebé pudiera morir y de hecho, hasta el último día de la vida de su hijo, insistió en que sobreviviría. Cuando murió, se negó a despegar los labios por semanas y se sumió en una depresión incrédula. Cuando le pregunté a mi madre por qué mi tío no aceptaba que mi primo “se había ido al Cielo” — que eufemismo ese — me miró escandalizada.

— Nunca digas eso de nuevo en voz alta — me reclamó. Parpadeé desconcertada.
— Pero se murió — insistí — eso fue lo que pasó.
— Pero de eso no se habla — me cortó, zanjando el tema para siempre — y no lo vuelvas a repetir.
De manera que nadie volvió a mencionar la muerte de mi primo o incluso, el hecho del dolor que vino después. La vida continuó su ritmo, sus padres sufrieron la pena de manera privada — y discreta — y su muerte pareció envolverse en un hálito de dulzura que nunca entendí muy bien. Para mí, su muerte continuaba siendo ese momento crudo en que vi su ataúd blanco en una sala repleta de flores o el llanto de mi tía, tendida sobre la cama y con los nudillos blancos de apretar las sábanas entre las manos.
— La muerte no es una idea que pueda simplificarse, matizarse o al menos analizarse desde un punto de vista que no sea uno solo: lo definitivo — dice mi amigo cuando le cuento lo anterior — por eso, preferimos adornarla como un paso de conciencia, una idea trascendental que no entendemos demasiado y que mucho menos digerimos. La muerte representada como una criatura ajena y peligrosa. O suavizada por imágenes de paisajes y belleza. Pero de la física, la real, se habla muy poco.

Miro de nuevo el periódico, donde la noticia del ataque a París es la noticia más visible. Hay pequeños cuadros de información con crónicas, datos y también testimonios. Y claro está, los nombres y rostros de las víctimas. Todos sonríen, todos parecen suspendidos en una belleza eterna. Nadie es malo o desagradable en la muerte, pienso mirando las fotografías que retratan a cada uno de los fallecidos. Todos tenían vidas ejemplares, una bella historia que contar. ¿Donde queda la muerte en todo esto?

— En ningún lado — opina mi amigo cuando se lo digo. Caminamos por una calle del Este de la ciudad donde vivo. El cielo brilla de un azul casi doloroso y hay un saludable ambiente de vitalidad en todas partes. La muerte, ahora mismo, parece imposible — pero aún así, es un tránsito hacía comprender por qué morimos o como aceptamos que va a suceder. Tal parece que solamente pensamos en la muerte si alguien nos asegura que algo de nuestra vida permanecerá.

Un fotógrafo que conozco suele decir que le teme más al olvido que a la muerte. Que de hecho, que nadie recuerde quien eres — un rostro en una vieja fotografía quizás — es de hecho mucho más temible y aterrador que la muerte física, con todos sus símbolos y rituales. Una vez me comentó que el olvido le obsesionaba porque es de hecho, el último escaño hacia la nada. Un espacio en blanco hacia ninguna parte.

— ¿Te asusta la muerte? — le pregunto a mi amigo. Se encoge de hombros. Sé que parte de su trabajo como escultor está relacionado con la perdida y también con tópicos muy duros de digerir como la ausencia y la culpa. Y también la muerte parece estar allí, me digo, recordando sus pequeñitas esculturas de hombres y mujeres de rostros angustiados que miran hacia un cielo imaginario. Todas sus figuras hacen preguntas sobre la trascendencia que él jamás ha pensado en responder.
— Me aterra — me dice entonces. Sonríe, se rasca la nariz. Un gesto nervioso — me aterra en cientos de maneras que no sé muy bien como construir o incluso, brindarles forma. Me aterra el hecho que sea parte de todo, que ninguna historia acaba de manera diferente. Que la muerte es una certeza entre muchas incertidumbres.
— Y entonces esculpes para enfrentarte a eso — le digo. Bueno, al fin y al cabo, yo fotografío y escribo por las mismas razones, me digo con un suspiro. Al fin y al cabo, todos nos enfrentamos al vacío y al terror de no ser creando. Hijos, familias, fotografías, libros. Todos avanzamos a contracorriente, con las manos extendidas. Tratando de detener lo inexorable.
— Esculpo para que el terror tenga rostro — me dice con sencillez, aunque no se trata de una idea sencilla — pero lo logro sólo a veces. No es sencillo.

La verdad no lo es. Durante casi dos años, he trabajado en un proyecto donde intento crear una alegoría sobre mi muerte física. Me he fotografiado muriendo, flotando en medio de un pozo de agua oscura rodeada de flores muertas. Con los ojos blancos, las uñas rutas. Una Ophelia triste y anónima a la deriva. Una poesía en imágenes muy vaga sobre la persistencia de la memoria.

— La muerte es un pequeño dolor que tocas de vez en cuando — me dice mi amigo en voz baja — siempre huimos de él, pero al final…está allí.
Lo dice de manera casual pero la frase me provoca un escalofrío. Siento que las manos se me humedecen de un sudor nervioso y de pronto, comprendo cuanta razón tiene o mejor dicho, cuando dolor produce la incertidumbre.

La muerte y el dolor: Un mundo a ciegas.

Siendo aun estudiante de la licenciatura de leyes en una Universidad de mi país, visité junto a un grupo de mis compañeros de clase el depósito de cadáveres de Caracas, la tristemente célebre Morgue de Bello Monte. Y aunque había recibido advertencias, consejos y recomendaciones con respecto a lo que encontraría en el lugar, nada me preparó para la sensación de desolación y pánico que me provocó la idea que rodeaba el lugar, como un percepción persistente no sobre la muerte en general, sino la devastación física a la que todos tendremos que enfrentarnos en alguna oportunidad.

Por supuesto, no se trataba sólo de una percepción vaga y circunstancial. Recuerdo que nada más el olor de la descomposición — sutil, persistente y por completo reconocible — me detuvo en seco antes de entrar. El corazón me latía tan rápido de un miedo ciego y confuso, que me llevó esfuerzos unirme al resto del grupo cuando comenzamos a avanzar por los pasillos del edificio. Cuando lo hice, comencé a estar muy consciente que estaba rodeada de cadáveres por primera vez en mi vida.
No es un pensamiento sencillo. De hecho, es tan duro como para arrasar con cualquier otro. Me encontré temblando de miedo — uno muy real y sincero — mientras el patólogo de Guardia intentaba explicarnos todos los rudimentos legales de la dependencia. Pero yo no escuchaba nada de eso: sólo tenía la sensación que me encontraba en un espacio árido y duro donde la muerte era real por el mero hecho de ser incontestable. Eso, a pesar de tratarse de un lugar de habitaciones sencillas, de paredes con baldosas blancas y medianamente ordenado. Por entonces, la destrucción que luego convertiría la morgue en una leyenda urbana de mi ciudad aún no era notoria, pero aún así, había un aire contenido y amenazante que me provocaba una sensación casi física de angustia.

— Nadie reacciona bien a esta experiencia — comentó el médico cuando nos condujo a una de las salas interiores. El corazón comenzó a latirme muy rápido. Parte de la visita guiada incluía el hecho de atestiguar un procedimiento legal de reconocimiento de un cadáver. En papel, la idea me pareció intrigante. Ahora me resultaba completamente espeluznante — tienen que tener en cuenta que un cadáver es algo que nadie quiere ver, que poca gente ha visto en realidad. No se parecen a las imágenes de la televisión ni de las películas. Si tienen estomago débil, les recomiendo quedarse afuera.

Nos miró a todos con una larga mirada cansada detrás de sus anteojos de miope. Varios de mis compañeros retrocedieron, otros carraspearon y se alejaron del grupo. Apreté los dedos y me pregunté si debía hacerlo. Sí debía también dar un paso atrás e imaginar lo que podría haber sido…de…

Cuando entré a la sala con el resto del grupo, la garganta se me cerró de puro pánico. Un escalofrío helado me dejó sin respiración, como un latigazo de emoción blanca y estuve a punto de correr hacia la puerta abierta y escapar con mis compañeros que habían decidido permanecer afuera. Pero no lo hice. Me quedé de pie, con los ojos muy abiertos y la sensación irreal que estaba a punto de desplomarme de angustia.

El cuerpo tendido sobre la mesa de autopsias no tenía el aspecto impoluto de los cadáveres de las películas que recordaba, ni tampoco el trágico de los libros que había leído. Era el cuerpo de un hombre joven, de piel morena — ahora amarillenta — y cabello liso. Un hombre robusto, con el rostro contraído en una expresión extrañísima y la boca levemente entreabierta. Tenía un aspecto casi normal, el de un sujeto desconocido durmiendo…pero estaba muerto. El pensamiento me asaltó con tanta fuerza que me produjo nauseas. Estaba muerto, sin vida. La piel marchita, los labios contraídos, las facciones endurecidas. Los dedos blancos. Los ojos hundidos. Muerto, sin vida. Abandonado para siempre de lo que nos da identidad y sentido, sea lo que sea.

Una sábana blanca le cubría hasta bajo el mentón y aún así, podía notar la herida amoratada y curiosamente seca de la autopsia. Sentí que la angustia se convertía en algo sólido en mi mente, en una sensación tan dura que apenas me permitía respirar.

— Un cuerpo en reciente descomposición es la prueba que somos parte de un ciclo mucho más grande y complejo que la limitadísima idea que tenemos sobre la muerte — dijo el médico, acercándose al cadáver. Sostuve el grabador con la mano temblorosa, intentando acercarme sin hacerlo. Pero deseaba conservar sus palabras. Quería recordarlas exactas — un cuerpo muerto, eso que tanto miedo nos da…en realidad rebosa vida. Está en plena transformación en algo mucho más extraño y singular de lo que pensábamos a diario. Transformandose en otra cosa.
Alguien a unos pasos de donde me encontraba dejó escapar un jadeo de miedo. Hubo un sollozo contenido. Escuché abrirse y cerrarse la puerta. Ahora sólo éramos cinco estudiantes, de pie bajo la luz liquida de la sala, escuchando al doctor hablarnos sobre lo que nadie quería escuchar.
— La vida prospera a medida que la descomposición avanza como proceso — continúo y me pregunté si le daba aquella charla morbosa a todos los estudiantes que pasaban por la sala o sólo a nosotros, tan asustados que la mayoría había preferido no entrar — el cuerpo humano deja de ser impoluto para ser habitado por cientos de formas de vida y recordamos que sólo somos una pieza en el eslabón de la vida.

Nadie dijo nada. El médico se inclinó y siguió señalando el proceso de la autopsia en base a la descomposición del cadáver. Pero yo sólo podía mirar al hombre tendido en la cama de metal. ¿Como había sido para él morir? ¿Como había sido para él simplemente dejar de ser? ¿Se es consciente en una situación tal? ¿Y por qué serlo? ¿Por qué creer que el ser humano, que comparte la muerte con todas las criaturas de la tierra, tiene el privilegio de comprender que sucede? ¿De saber que de pronto, deja la identidad de quien fue para simplemente desvanecerse?

En algún momento salí de la habitación, aunque no recuerdo cuando o por qué lo hice en realidad. Sólo recuerdo encontrarme inclinada sobre una silla, tratando de recuperar el aliento, temblando de un pánico que apenas me permitía pensar. Y sin embargo, no sabía a qué le tenía miedo en realidad. O que me lo provocaba. Tal vez se trataba que no era una única razón ni tampoco una fácilmente explicable.

Por meses, me obsesionó la experiencia. Me dediqué a pensar en la idea de la muerte como algo que no atañe únicamente al hombre ni acaba con el hecho que la consciencia humana pueda comprenderlo. Es una idea complicada de asimilar, pero que sobre todo, pone a la muerte en una perspectiva por completo nueva: Nos une a la idea del ciclo de la vida como algo más duro, primitivo y poderoso de lo que podemos imaginar en nuestras ideas simples sobre la muerte, ese romanticismo insistente que busca disimularlo.

La descomposición del cuerpo humano comienza unos minutos después de la muerte, dando paso a un proceso llamado autolisis, que también se conoce como autodigestión. Cuando las células se quedan sin oxígeno, se desencadena una reacción que aumenta los derivados tóxicos de nutrientes en el cuerpo. Las enzimas destrozan y diluyen las membranas celulares y se filtran por las celulas rojas. En otras palabras, el pueblo se consume así mismo, se devora. Progresivamente, se deshace hasta convertirse en un compuesto que la naturaleza podría procesar de necesitarlo. Un recordatorio morboso y persistente que toda materia en el Universo obedece al mismo ritmo, que en lo esencial, nuestra consciencia superior no nos libera de ciertas leyes fundamentales sobre nuestra pertenencia biológica al ciclo natural. Nos desmenuza hasta que nuestro cuerpo pueda volver a ser parte de esa interminable idea sobre la vida que incluye cada elemento del mundo en un único concepto de principio y final. Luego, algo más poderoso.

Una idea sobre la muerte que la despoja de toda ternura y también, de ese elemento humano que invocamos para hacerla más comprensible, quizás sin lograrlo jamás.

***

Tendida en la terraza del edificio donde vivo, casi a quince pisos de altura, miro el cielo estrellado parpadeando sobre mi cabeza. Y pienso en las teorías que aseguran que la vida y la muerte comenzaron en ese infinito portentoso que apenas puedo adivinar abriendose en todas direcciones a partir de mi. De pronto, soy mucho más consciente de lo fugaz de mi vida, de mi mortalidad tan cercana. Del hecho simple y cotidiano que moriré, no importa que tanto me abrume la idea. Pienso también en la ciencia, que quizás comprendió mejor el propósito de la muerte antes que cualquier filosofía. Según la termodinámica, la energía no se crea ni se destruye, sino que se transforma en un ciclo interminable que nos une a todos de alguna manera. Ergo, las cosas se descomponen y en el proceso, lo real se convierte en energía. ¿Que es la muerte sino una transformación? pienso con cierta sensación de dolor. ¿Y que es la vida sino un recordatorio que al final todos estamos unidos por una misma idea sobre nuestra fragilidad?

Sonrío, como siempre temerosa y llena de esperanza. Y pienso que quizás el equilibrio entre el miedo y la capacidad para crear sea esa contradicción diminuta, de todos los días, entre la incertidumbre de nuestra mortalidad y algo más poderoso que de lo que apenas somos conscientes y tiene relación con nuestro vinculo con la eternidad. La del mundo que se renueve y la transformación como parte de un ciclo poderoso y desconocido que apenas comenzamos a comprender.
C’est la vie.

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