sábado, 24 de enero de 2015

La voz de las estrellas y otras historias de Brujería.




En una ocasión, le pregunté a mi abuela por qué sonreía siempre. Era una de las tantas cosas que siempre me sorprendía de ella: que siempre podía sonreír, a pesar de la tristeza, de los días grises de lluvia, de las noticias tristes. Y sonreía con ganas: una amplia sonrisa llena de dientes, con los ojos brillantes y las mejillas sonrojadas. A mi, que era tímida, pálida y torpe, toda esa alegría me desconcertaba.

- Porque es mi manera de rebelarme.
- ¿Contra qué?
- Contra todo.

Seguí mordisqueando mi galleta de avena. Nos encontrábamos en la luminosa de su casa, uno de mis lugares favoritos en el mundo. No era una cocina así sin más: era el centro de la vida familiar. Con su fogón antiguo, su bonita mesa de madera deslustrada donde todos los habitantes de la casa solían sentarse a conversar y el enorme arcón de especias, era como un oasis cálido y dulce en mitad de la vida cotidiana. Siempre había un olor exquisito flotando en el aire radiante, brillante por el sol de montaña: el del café recién preparado, la de las especias secándose en la ventana, la voz del jardín impregnandolo todo como un aroma vital. En ocasiones me preguntaba si la cocina de mi abuela tenía personalidad propia: una creada a partir de todas las mujeres que habían cocinado en ella y comprendido los secretos familiares haciendolo, en el piso de madera lleno de raspones y en medio de esa calidez inolvidable. Quizás era así.

- ¿Sonriendo te rebelas? - insistí confusa. Mi abuela sacudió la cabeza, y claro, sonrío.
- Sonreír no es sencillo. Sonreír de verdad, claro. Sonreír con el espíritu y con tus ojos, implica que miras alrededor y encuentras una razón para hacerlo, aunque parezca no hay realmente ninguna. Sonreír implica asumir que siempre  habrá una manera de mirar el mundo más allá del dolor, de la angustia, de la tristeza. Sonreír es una decisión, es una visión. Sonreír es una forma de crear.

No entendí mucho aquello. Yo no sonreía con frecuencia: con once años cumplidos, ya era nerviosa y severa. Era una niña que prefería leer en lugar de jugar y pasaba mucho tiempo preocupada por cosas que a los demás parecían no importarle tanto: las tareas de la escuela, el hecho que la gran mayoría de las niñas del colegio donde estudiaba no me dirigieran la palabra, que mi mamá  se encontrara siempre muy agotada para como para conversar conmigo. Mi abuela solía hacerme reír: una risa franca y pura que me refrescaba el espíritu de una manera que dificilmente podía comprender. Pero sólo era cosa suya, nadie más podía hacerlo. En ocasiones pensaba si había algo mal en mi, algo roto, que no me permitía ver el mundo como mi abuela lo veía.

- No es tan fácil - murmuré. No quería contradecirla. Me gustaba verla así: feliz, con el rostro enrojecido de entusiasmo, los ojos chispeantes de vitalidad. Aunque no entendiera por qué, era su alegría la que de alguna manera consolaba mi tristeza infantil - es decir, quisiera...

No dije nada. Le di otro mordisco a la galleta. Mi abuela me contempló en silencio, con una expresión plácida pero profundamente sentida. A veces tenía la impresión que ella me miraba más allá de lo que yo veía de mi. Quizás veía mi mente solitaria, llena de palabras e imágenes de libros y aventuras prestadas, la Caracas espléndida que me encantaba imaginar y que en ocasiones no sabía si existía en realidad. Ese mundo mio tan lleno de colores que no se parecía en nada a la realidad o al menos, como yo la veía.

- ¿Que quisieras? - insistió mi abuela. Me encogí de hombros.
- A veces siento que no pertenezco a ninguna parte, que no le gusto a nadie. Que nada me gusta a mi - confesé - que voy de un lado a otro, sin saber por qué lo hago. Quisiera ver el mundo con tu, abu. Quisiera de verdad sentirme contenta. Pero no puedo.

Me encogí de hombros. El último trozo de galleta tuvo un sabor amargo mientras lo masticaba. Mi abuela me escuchó con atención, como solía hacerlo, como si analizara y desmenuzara cada una de mis palabras en pedacitos y luego armara un paisaje de mi mente con ellos. Era otra de las cosas que me gustaba de ella, que me hacian sentir una profunda confianza en sus pensamientos, en su forma de mirar al mundo. Y es que para mi abuela, cada palabra - sentimiento - era profundamente importante, trascendente, profundo, real. Como si viviera el mundo con mayor intensidad que cualquiera. Una vez había leído que las brujas perciben el mundo como una gran canción deliciosa, que el conocimiento de la Tierra las hace levantar las manos hacia las estrellas y admirar el brillo secreto de lo que le rodea. Con frecuencia me preguntaba si ese era el motivo por el cual, ella siempre parecía llena de energía y de fuerza. Que nunca flaqueaba en sus palabras, que siempre tenía algo bueno y radiante que decir.

- ¿Y si te digo que hay un método para que puedas?
- ¿Como?

La miré boquiabierta. Ella me hizo un guiño malicioso.

- Eso. Que hay un ritual muy misterioso para que siempre estés feliz.
- Pero tu dices que la magia no puede influir sobre la voluntad ajena.
- Esto es otra cosa.

La miré abrir y cerrar gavetas de la cocina, husmear en los anaqueles, sacar hoja y papel para escribir. Dándome la espalda, tomó un montón de hierbas y ramas, las mezclo en un puñado apretado y lo envolvió en un trozo de tela de lino de color rojo. Por último, escribió algo en un trozo de papel y lo introdujo dentro. Después lo cerró todo con una cinta carmesí.

- Esto es un viejo secreto que te ayudará a sentirte mejor - me dijo cuando me lo puso entre las manos. Sostuve el saquito con un gesto lento, incrédulo. Tenía un leve olor a menta y albahaca.
- ¿Y que hace?
- Toma lo bueno del mundo y te lo obsequia.
- ¿Este saquito?
- Ese saquito.

Lo apreté. Escuché las hojitas crujir dentro de la tela, la hoja de papel revolverse. Miré a mi abuela desconcertada.

- ¿Y que escribiste adentro?
- Una poderosa invocación.

Me recorrió un escalofrío de curiosidad. Ahora el saquito pareció calentarse entre las manos, como si las hojas y palitos comenzaran a fusionarse entre sí. Lo apreté, desconcertada.

- ¿Y como funciona?
- Cada vez que tengas miedo o estés preocupada, sonríe. Aunque no tengas ganas. Y aprieta el saquito. Lo demás, ocurrirá sólo.

Sacudí la cabeza, apreté los labios no muy convencida. Abuela soltó una carcajada.

- ¿Qué te cuesta probar?

Me encogí de hombros. Tenía razón, ¿Que podía perder probando? Además que la abuela siempre tenía razón. Siempre tenía la palabra justa, la manera exacta de comprenderme. Así que ¿Por qué no podría tenerlo esta vez? ¿Por qué...?

Pensé en eso esa noche, mientras cenaba con mi madre. Como siempre, ella tenía una expresión seria y contenida, como si siguiera preocupada por los importantes asuntos de su trabajo. Con disimulo, apreté la bolsita en bolsillo. Bueno, este es un buen momento para probar ¿No? me dije con cierta inquietud.

- ¿Todo bien mami? - pregunté en voz baja. Sonríe, me dije. Me obligué a hacerlo, a pensar en las mañanas radiantes que tanto me gustaban, en el sabor del chocolate, en el olor de las begonias de abuela. Y sonreí. Una sonrisa pequeña, un poco frágil, pero sonrisa. Extendí la mano y tomé la suya - ¿Estas triste?

Mi mamá parpadeó, como si despertara de un sueño profundo. Y entonces...sonrío también. Una sonrisa cansada, un poco agotada, distraída. Pero era una sonrisa. Una de verdad. Se inclinó y me besó la frente.

- Sí, muy bien. Sólo estoy cansada. Tengo mucho que hacer en el trabajo - me explicó. Sonrío otra vez, la sonrisa llegó a sus ojos verdes, a las mejillas pálidas cubiertas de pecas - pero vamos a dedicarnos a nosotras. ¿Quieres ver una película o que leamos juntas?

¡Funcionó! grité en mi mente. El ritual de mi abuela, funcionó, me dije desconcertada, asombrada, encantada. Lo seguí pensando mientras mamá me hablaba de las cosas que había visto en la calle al volver a casa, de lo mucho que le dolían los pies. Me asombré del poder de la bolsita roja mientras ambas veíamos una película muy divertida y muy tonta, que nos hizo reír a carcajadas. ¡Había funcionado como mi abuela había dicho! ¡Aquello era mágico y real!

Lo siguió siendo los días siguientes. Cada vez que me sentía abrumada, cansada, triste, apretaba la bolsita y sonreía. Me obligaba a salir de mi silencio tímido para hacer preguntas, para escuchar a una niña desconocida del colegio, para hablar en voz alta. ¡Era un ritual muy poderoso! pensé más de una vez, cada vez que alguien me correspondía a la sonrisa, cada vez que alguien reía conmigo, que parecía lleno de amabilidad por aquella sonrisa mía, todo dientes, por mis manos extendidas llena de magia. Y pensé que era extraño que la magia fuera tan simple, que el misterio pudiera conservarse en una bolsita tan pequeña, que pudiera ser tan poderoso como para crear sonrisas, incluso donde no las había. Más de una vez, toqué la bolsita mirándome al espejo. ¡Allí estaba la sonrisa! ¡La sonrisa de VERDAD! En los ojos, en las mejillas, en el cuerpo erguido, en la piel cálida y sonrojada. La sonrisa en la niña desconocida quien de pronto me simpatizaba mucho, de la maestra que me felicitaba - también sonriendo - por mi buena disposición para ordenar y estudiar. De mi mamá que me pasaba el brazo por los hombros y me apretaba contra su costado, susurrando lo feliz que la hacia verme sonreír, escuchar mi voz feliz. ¡Ah, era un tipo de magia que estaba en todas partes! pensé asombrada, mientras leía un libro y reía en voz alta. Mientras pensaba que incluso en los días tristes, sonreír era un reflejo de la luz del sol, de las palabras que más me gustaban, del sonido del viento. La sonrisa en el espíritu y en el corazón.

Mi abuela me miró con una sonrisa en los ojos cuando me vio apretar el saquito carmesí entre las manos. Caminábamos juntas por su jardín antipático, en la hora cuando el atardecer tiñe todo de dorado y verde cristalino, cuando el mundo de los colores comienza a desaparecer y la noche se hace fragante, cercana. Sonreí cuando me preguntó que tal me había ido con aquel poderoso secreto familiar.

- ¡Es magia de verdad! - le dije entusiasmada - es magia de la que te asombra abuela. Mi mamá sonríe, las niñas del colegio también. ¡Me gusta sonreír a mi también! ¿Qué tiene este saquito que es tan poderoso?

Abuela suspiró. Me tomó de la mano y caminamos por entre la luz de la tarde, las sombras del árbol de mango más grande, ese silencio exquisito y profundo de la última hora del día. Nos sentamos juntas bajo su feo rosal, que tanto amaba. Las rosas enormes y desorden parecieron mirarnos con atención desde su lecho de espinas inofensivas.

- ¿De verdad quieres saber?
- ¡Claro!

Abuela tomó la bolsita y la sostuvo entre las manos, como si apreciara su calor, ese tan dulce y oloroso que tantas veces me había animado durante las últimas semanas. Luego la dejó sobre su falda abierta y con cuidado, abrió el lazo que la cerraba, como yo había querido hacer tantas veces durante las últimas semanas.  Casi pude ver como la magia, esa combinación de calidez y ternura que yo imaginaba visible, exhalaba su aliento dorado desde la tela, se elevaba en espiral hacia la noche. Mi abuela sacó con cuidado las ramas de canela, las hojas de albahaca y menta aún crujientes y luego un trozo de papel doblado en cuatro. Lo miré todo con los ojos abiertos, expectante e impaciente.

- ¿Esa es la invocación? - pregunté - ¿Puedo leer que dice?
- Es muy poderosa - dijo mi abuela. Sonrío mientras abría el trozo de papel - y es para siempre. Lee lo que dice.

Me incliné para hacerlo. Un ramalazo de emoción me recorrió. Sentí que una extrañisima sensación de desconcierto y también de rara alegría me recorría. Alargué la mano para tomar el papel. Las letras parecían desdibujarse en la semi oscuridad de la tarde, pero aún así pude leerlas:

"Eres un milagro. Eres mi niña querida, el motivo por el cual sonrío. Eres inteligente, brillante, inquieta. Me gusta verte sonreír. Hazlo siempre que puedas".

Parpadeé. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Sacudí la cabeza. Mi abuela se inclinó y me besó en la frente.

- Ya ves: mi magia más preciada es quererte tanto. Eres el motivo de mis sonrisas. Y ahora lo sabes.

No supe que responder, como comprender aquel extraño momento. Pero sentí una felicidad profunda, una extraña sensación de reconocimiento, como si siempre hubiese sabido que la magia real, la que soñaba y en la que creía con mi imaginación salvaje de niña, no estuviera en ninguna otra parte más allá de mi misma. Mi abuela me acarició el cabello, me secó las lágrimas con los dedos.

- Recuerdalo de ahora en adelante: sonreír es construir tu respuesta al mundo. Más allá de eso, es una forma de fe.

La abracé. Un abrazo cálido, profundo interminable. Un abrazo con olor a hierbas exquisitas, a tarde inolvidable, a magia radiante que aún recuerdo todos los días, cuando me miro al espejo y a pesar de todo, sonrío. Cuando la magia más antigua de todas, esa de poder crear y creer, es parte de mi vida y mi esperanza por soñar. Una mirada asombrada hacia el futuro, una aspiración de paz.


C'est la vie.

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