domingo, 18 de enero de 2015

La noche de estrellas púrpuras. Historias de brujería.




Sentada en la oscuridad, tengo la impresión que el tiempo no transcurre, que la noche siempre será noche y que este momento será eterno. De pronto, la llama del caldero parece ondular en el aire, hacerse más fuerte, elevarse hacia las estrellas que refleja, recordarme que me encuentro aquí y ahora. Extiendo las manos para percibir el calor del fuego, para permitir que el olor del romero me rodee, me envuelva, me consuele.

No sé por cuanto tiempo he llorado. Tengo la impresión que han transcurrido horas pero supongo que sólo se trata de minutos. Sentada en la oscuridad, la sensación de dolor se hace enorme, inquietante, como si me arrebatara el rostro y el aliento. Sí, siempre supe que un corazón roto era una pequeña tragedia personal, pero nunca creí que pudiera herirme de una manera tan honda. Aquí, entre las sombras, con el olor de fuego rodeándome, tengo la sensación que un lugar de mi mente muy frágil e inocente está roto, expuesto al aire brillante cubierto de chispas, a esta soledad diminuta e hiriente.

Tengo apenas catorce años. Me enamoré de la manera como sólo puede amar una adolescente: con una furia ciega y una desesperada vanidad que no tiende a razones, que no comprende su propia ternura e inocencia. El primer beso, el sabor de su boca en la mia, la sensación que alguien me mira por primera vez, me contempla en mis virtudes y pequeños defectos, que puede quererme a pesar de ellos. ¿Qué ocurrió? ¿Cuando simplemente todo dejó de tener sentido? ¿Cuando esa brillante sensación de pertenecer, de comprender el mundo a través de un sentimiento profundo se resquebrajó? No lo sé, no lo comprendo. Aturdida, me pregunto si el amor - o lo que creo es el amor - siempre dolerá de esta manera, te hará mirarte en el espejo abrumada, avergonzada, quizás humillada. Y es que soy sólo una niña, me digo mirando mis manos pequeñas, de uñas cortas y mordiqueadas, una adolescente torpe, que comienza a comprender que el mundo es algo más que lo imagina de él, de lo que aspira pueda ser.

Escucho la puerta de mi habitación abrirse. Los pasos en la oscuridad. Reconozco la manera liviana de moverse de mi prima M, su figura alta y un poco quebradiza. Me niego a mirarla cuando se sienta a mi lado, un poco alejada del fuego del caldero, que sólo me pertenece a mi. La luz delinea su figura, la hace casi etérea. El cabello le cae sobre los hombros, abundante y rizado, el rostro pálido parece por una vez serio.

- Si te vienes a burlar... - comienzo a decir. Mi prima siempre disfruta mofandose un poco de mi. De mi irrepriminle entusiasmo, mi inocencia, mi torpeza, mi curiosidad. Parece que siempre hay un motivo para burlarse de mis piernas flacas, mis mejillas pecosas, mi cabello que no puedo peinar. Pero hoy me mira casi con amabilidad desde la semi penumbra más allá del circulo de luz.
- Solo vengo a acompañarte.
- Ah, de pronto eres amable.
- De pronto, te comprendo.

No digo nada. Mi prima me lleva unos cuantos años, como yo, es uno de los miembros la más joven de la familia y crecimos juntas.  Siempre nos hemos llevado mal: ella es altanera y petulante y yo, muy timida y nerviosa. Nunca parecemos congeniar y solemos discutir por las cosas más pequeñas. En una ocasión, rompí su sueter favorito y después, ella arrojó a la basura uno de mis libros más queridos. Mi abuela nos encontró tirandonos del cabello, gritando, lanzándonos puñetazos flojos y patadas torpes. Después de eso, ambas comprendimos que nos detestábamos. De manera que dejamos de dirigirnos la palabra. Nos ignorábamos mutuamente y fingiamos con frecuencia que la otra no existía. Por ese motivo, que estuviera allí era desconcertante, toda una novedad, luego de años de franca hostilidad.

- Hace unos años, me pasó lo mismo: me enamoré de un pendejo y después él decidió que él no estaba tan enamorado como yo - me dijo. Levanté el rostro, con los labios apretados.
- No se puede decir groserias en el circulo.
- Vete a la mierda, santurrona.

Apreté los labios para no reír. Ella sacudió la cabeza. Se acercó un poco más al circulo de luz. Ella me había enseñado a trazar el circulo de energía. Lo había hecho tomandome del brazo y asegurandome que mi mano representaba el poder del Universo, de la creación. Que mis dedos dibujarian, escribirían, fotografiarian y construirían muntos. Que se alzarían en la nada cotidiana para construir algo tan hermoso como profundo. Un paso después de otro. Un paso, con el brazo extendido, la sonrisa abierta y amable. Un paso después de otro, invocando ambas en silencio. "El circulo en brujería representa el poder de todas las cosas creadas e imaginadas. Dibujarlo con tu dedo representa el poder del espíritu" me explicó. Yo la escuché asombrada, desconcertada que un secreto tan enorme pudiera habitar en mis dedos de niña.

Había transcurrido mucho tiempo desde eso. Ya yo no era una niña y por cierto que M. tampoco era una adolescente. Había entrado a la Universidad y había crecido, florecido, a la manera que sólo pueden hacerlo las mujeres jovenes. El cabello rizado y brillante recién cortado rozandole la mejilla, las mejillas perfiladas, la piel radiante. Me sorprendió de pronto encontrarla hermosa, tan rebosante de vida que me hizo preguntarme si yo también disfrutaría de ese renacer, de ese despertar a la vida que parecía convertirla en una persona por completo desconocida.

- ¿Y que hiciste cuando te pasó eso? - pregunté. Mi prima suspiró, se miró los dedos elegantes, estiró las piernas. La luz del caldero le rozó las plantas de los pies, iluminó su expresión amable, sus hombros levemente encorvados. Una vez me había dicho que le avergonzaba ser tan alta. Y realmente lo era: lo era casi tanto como la bisabuela, que era estatuaria y espigada. También había heredado sus andares masculinos, su firmeza de gestos. Pero aún así, M. tenía una cierta delicadeza enjuta, vulnerable. Como ese gesto suyo de encorvar los hombros, de ocultar las manos entre la blusa. De mirar por debajo de las espesas pestañas.

- Lo mismo que tu. Llorar como una idiota - reímos juntas. Pero me apresuré a secarme las mejillas - luego, también encendí mi caldero y trate de meditar. Pero después pensé que no quería meditar nada. Que sentía demasiadas cosas para hacerlo.
- ¡Sí! - dije, sin poder contenerme. La emoción fluyó limpia y fuerte, reverdeció los pequeños lugares heridos en mi espiritu. Por un momento, me sentí casi bien  - así me siento. Quiero entender que pasó, crecer con la experiencia. Pero no puedo...
- No quieres - dijo M.  con una sonrisa maliciosa. La luz del fuego le deformaba la expresión, la hacia inquietante pero aún así muy bella - estás herida y enfurecida, no quieres reflexionar, ni ser serena y comprensiva. No quieres fluir a la experiencia. Quieres...
- Mandarlo todo a la mierda - balbuceé. Se me hizo muy raro escucharme decir groserias en voz alta, con ese desparpajo y libertad. Era una gran timida, una sabelotodo obsesionada con ser una buena estudiante, una bruja honorable, una futura mujer integra. Pero en ese momento, todas esas ideas tenían muy poco valor - a la mismisima mierda.

Toda una declaración de principios. Prima contuvo la risa, sacudió la cabeza. Luego se levantó, con sus movimientos fluidos y nocturnos.

- Entonces, nada de meditar. Eso no cura nada.
- ¿Y que lo cura entonces?
- Bailar.

La miré perpleja. La vi caminar por mi habitación, tomar un cd, colocarlo en el reproductor. La vi tatarear en voz baja el estridente estribillo de la canción de rock pesado que se escuchaba a sonoros tum tum en el silencio de la habitación. Levantó los brazos y comenzó a sacudirlos.

- Una vez leí en uno de esos viejos libros de las sombras, que las brujas enfurecidas bailan, gritan, se tiran del cabello, disfrutan de la ira - dijo. La música retumbaba en todas partes, parecía elevarse en todas direcciones, enredarse en la oscuridad - entonces, ¿para que meditar si te puedes encabronar?

Me tomó del brazo y me hizo levantarme. La miré sin saber que decir. Ella comenzó a sacudirse de un lado a otro, riendo, bailando a saltos, tan viva, tan radiante que me hizo reir.

- Toda bruja se enfurece y mueve la Tierra, o eso dicen - gritó - ¡Que retumbe hoy la Tierra y los recuerdos! ¡Que el Viento y el Fuego te sane! ¡Que el agua te alivie!

No sé cuando comencé a bailar. Me encontré haciéndolo antes de entender que hacia. Sacudiendo la cabeza, con los brazos extendidos. Pateando el suelo. Y la música, ¡Ah que delicia! cada vez más alta, cada vez más poderosa. Dolorosa. De pronto era bailar, sí, como si la Tierra se sacudiera a mis pies, como si todo el mundo a mi alrededor estuviera impregnado de mi dolor y mi angustia. Pero también era llorar, chillar, enfurecerme. Y que ira tan deliciosa. Que ira tan suculenta, que ira tan profunda, que ira tan interminable y brillante. Y que consuelo, esta furia, pensé mientras lloraba y gritaba, sacudiendo la cabeza, los brazos, las piernas, a un único compas. Que sensación de extraordinaria liberación, como si el dolor, la angustia y la verguenza coincidieran en un punto para crear algo más radiante, un hilo de fuego misterioso que se elevaba a través de mi, que crecía en espiral. Fuerte, siempre tan fuerte. Radiante, insoportable y hermoso. Fuego puro, la redención.

Pero de pronto, fue sólo llanto. Ya no el llanto nervioso, confuso, que por días me había atormentado. Sino uno muy sincero, terriblemente pequeño y dulce. Uno que me hizo encorvarme en mi misma, quedarme de cuclillas junto al caldero, con las manos apretadas contra las caderas, con los labios temblandome de angustia. Mi prima se arrodilló a mi lado, me pasó un brazo por los hombros. Su frente cálida y sudorosa contra la mia.

- No importa tanto el dolor, como lo que puedas aprender de él - murmuró - y después, importara aún menos. Porque será un fragmento, una historia perdida. Será lo que quieras que sea.

La abracé. El fuego del caldero creció, se hizo fuerte y oloroso por última vez, antes de comenzar a apagarse, lento y sinuoso. La oscuridad olorosa nos rodeó, nos consoló y de pronto, sólo fue el silencio, el tum tum cada vez más lejano de la música, del viento contra la ventana. El dolor continuaba allí, claro está, pero también una enorme sensación de alivio, de haber culminado un tiempo abierto a interpretación, de haber abierto la puerta a algo más.

- A veces, sólo somos historias - dijo mi prima, aún abrazándome - procura que siempre estupendas de recordar.

En ocasiones, recuerdo sus palabras. El olor de la albahaca, de la oscuridad perfumada a música, a dolor, a redención. Y comprendo que quizás cada experiencia, cada idea, forman parte de esa historia personal que creamos a diario, que asumimos necesaria pero que quizás sólo sea un reflejo en el espejo de lo que aspiramos a ser, a crear y a encontrar en nuestro camino hacia el futuro.

Una imagen de pura esperanza, sin duda.

C'est la vie.

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