sábado, 10 de enero de 2015

El vuelo de la Mariposa imaginaria. Historias de brujería.





Las cenizas parecieron flotar a mi alrededor, ingrávidas y silenciosas, elevándose hacia el cielo cristalino. Las miré, entre abrumada y aliviada, mientras el sonido del fuego del caldero continuaba escuchandose. Mi tia E. me dedicó una de sus largas miradas silenciosas.

- ¿Te encuentras mejor?
- No.
- Lo estarás.

Nos encontrábamos en el pequeño jardín de su casa, con la ciudad dibujando en la oscuridad de la montaña y el sonido de la calle tan cercano como estrépito doloroso. Me sequé las lágrimas, esas que tanto me había esforzado por contener, con el dorso de la mano derecha.

- ¿Como estás tan segura?
- La naturaleza es irrevocable.

Mi tía sonrío. Su rostro pareció brillar en el resplandor cada vez más exiguo del fuego. Tenía una expresión plácida, casi misteriosa. Y aún así, casi inocente, con sus grandes ojos grises llenos de asombro, las mejillas coloreadas de emoción. Sacudí la cabeza, temblorosa.

- Espero tengas razón.
- Se trata sólo de crear y construir, niña querida.

Crear y construir. Paladeé las palabras en mi mente tratando de convencerme de su poder, mientras miraba el fuego chisporrotear una vez más y luego desaparecer entre las sombras cálidas de la noche caraqueña. El viento tenía el sabor de la montaña y los últimos rescoldos de luz, de esa necesidad de creer y confiar que siempre había sido tan importante en mi vida, esencial. Miré otras vez mis manos, manchadas de cenizas, la hoja de papel rota aún flotando sobre el suelo, ingrávida y frágil. Y pensé en los deseos quebradizos, en la necesidad de la esperanza, incluso la más pequeña, en medio del dolor. Un escalofrío de pura frustración me recorrió, me dejó sin aliento, me produjo casi verdadero sufrimiento físico.

Habían sido meses difíciles. Por semanas, mi país se había visto sacudido por una ola de protestas cada vez más violentas y duras. En todas partes, el ambiente parecía encontrarse crispado, al borde de algo mucho más profundo y preocupante que la simple necesidad del ciudadano común de reivindicarse y hacerse escuchar. Porque la furia parecía estar en todas partes: en la multitud de transeúntes cabizbajos que recorrían la calle, en la tensión casi palpable en cada lugar y cada momento.  Las calles parecían teñidas de una angustia silenciosa, extendiéndose a todas partes con la lentitud de las pesadillas. El eco de la protesta tenía un sabor amargo, teñido de esa sensación irrevocable desastre que parecía llenarlo todo. Más de una vez, me pregunté a donde nos dirigíamos, cual sería la inevitable conclusión a meses enteros de crispación y luchas callejeras. La represión parecía llenar los espacios de las voces disidentes, los ciudadanos cada vez más aterrorizados, heridos por la incertidumbre. El temor y la inquietud en todas partes.

- Somos un país joven, aún en plena transformación. Nos miramos desde esa óptica del país niño, con cientos de heridas de cicatrizar - opinó mi tia E. cuando la visité en busca de consuelo. Supuse que ella podría entender mejor que yo lo que ocurría, esa fractura histórica en nuestro país que a mi me resultaba dolorosa y confusa. Pero tia E. es una sobreviviente, una mujer que ha sabido encontrar algún equilibrio en medio de fragmentos de sus historias personales. Siendo una niña, había viajado hasta America desde la Europa resquebrajada por la Segunda Guerra Mundial, luego de meses de soportar los rigores de la guerra. Más de una vez, le había escuchado contar el terror de las calles italianas crispadas por el silencio de la represión, el paisaje borroso de un país herido por un conflicto impensable. De mayor, había sobrellevado el luto de su joven viudez con un estoicismo que aún me sorprendía. Tal parecía que tía miraba el mundo desde una serena distancia que yo no comprendía.

- No creo que sea tan sencillo - contesté - a veces tengo la impresión que el país que conocí de niña se resquebrajó, perdió sentido y rostro. Se transformó en otra cosa.

Tia no respondió. Se inclinó y me sirvió un poco más de su delicioso té de Azahar. El primer sorbo de la bebida caliente me resultó revitalizante, me calento las manos heladas por el nerviosismo y pareció relajar un nudo de pura tensión que por semanas, me había cerrado la garganta. Apreté los labios, temerosa de llorar, de dejar escapar la angustia que me abrumaba de una manera tan sencilla. Y es que lo que me hacia sentir lo que ocurría en Venezuela era muchísimo más complejo y profundo que el llanto que consuela. Era una emoción insoportable, directamente relacionada con mi visión del país, de la identidad, de esas pequeñas historias que sobreviven en el suelo patrio. Suspiré, intentando contener ese sentimiento voraz, sin nombre, tan cercano a la desesperación.

- Un país es lo que soñamos de él - dijo entonces mi tia - no siempre será lo que esperamos, mucho menos lo que queremos. Un país atraviesa profundos procesos históricos, un largo deambular entre errores y pequeños rescoldos de nuestra historia personal. Pero aún así, forma parte de tu identidad, forma parte de todo lo que eres, de lo que sueñas, de lo que asumes propio. El país donde creciste crea y construye tu nombre, tu forma de soñar, lo que aspiras a ser.

Sacudió la cabeza. La noté triste y agotada. Me pregunté si se refería a la Italia de su infancia, a la que nunca había vuelto luego de su huida del desastre. Más de una vez, me había mostrado las fotografías de su Napoles amada, con sus calles pequeñas y zigzaguanets, el sol eterno brillando en valles remotos y frondosos. Nunca había regresado a ella. Lo había evitado casi en un gesto de voluntad irrevocable, como si evitara volver al escenario de un lugar que había amado con toda sinceridad y que con toda probabilidad ya no existía. Una especie de deuda personal con la mitología de su mente.

- A veces, me temo que la Venezuela que amo ya no existe, dejó de existir y no supe cuando - respondí entonces, con los dientes apretados. La sensación de dolor me atenazó de nuevo, me dejó sin aliento. Mi país siempre había sido una pieza esencial en mi manera de comprenderme. Esta Venezuela a fragmentos, creandose así misma, tan joven, tan furiosamente viva. Venezuela, como un símbolo de que quería ser, de lo que ansiaba crear en mi vida. Con sus paisajes extraordinarios y silenciosos, esa dulzura a medio camino entre la inocencia y una incontestable fortaleza. ¿Que había ocurrido ahora? Recordé la noche anterior con un temblor interior casi insoportable: Un grupo de motociclistas con el rostro cubierto habían disparado a la calle, para ahuyentar a los pequeños grupos de manifestantes que insistían en hacerse escuchar. Los gritos, la estampida de la multitud, los rostros aterrorizados. Y el resentimiento, ese odio abrumador que parecía provenir de una grieta enorme e insoportable en alguna región de mi memoria. Permanecí por lo que  pareció un incontable lapso de tiempo, tendida en el suelo,  cubriendome la cabeza con los brazos. Aterrorizada, preguntándome que había ocurrido con el país que tanto había amado.

- Hija, la Venezuela que amas no es otra cosa que la esperanza que tienes sobre ella - respondió mi tia - en realidad, nuestra historia personal es una historia de esperanza. De volver a comenzar una y otra vez, todas las veces que sea necesario. De asumir el riesgo de creer y el valor de luchar.

¿Se trataba de eso? ¿Había perdido la esperanza y la fe en el país que me vio nacer? Nunca había imaginado algo tan doloroso, una especie de abismo de puro silencio y angustia que parecía abarcarlo todo. Miré por la ventana de la terraza de mi tia a Caracas, la ciudad que muchas veces había considerado una pieza indispensable de mi vida y de mi identidad. Una silueta borrosa en la oscuridad, una amenaza real en medio de la violencia y el dolor. ¿Cuando había perdido esa conexión elemental con la Tierra donde nací, con el lugar donde crecí? Un pensamiento inquietante.

- No creo que tenga las fuerzas ni la motivación para creer en Venezuela ahora mismo - admití. Lamenté mi crudeza, esa directa desesperanza que impregnó mis palabras. Pero no podía decir otra cosa. Mi tia suspiro y movió la cabeza en un gesto amable.

- Te entiendo.
- ¿De verdad?
- Más de lo que crees. Me ocurrió algo parecido durante años con Napoles, mi Tierra. Mirar en esa dirección me producía un dolor insoportable, abría viejas heridas. A veces creí que no podría superar los recuerdos. Las noches de hambre, el sonido del ejercito cambinando por las calles, el terror a toda hora.
- ¿Pudiste?
- No. Pero si recuperé la capacidad de recordar con amor lo que había perdido.
- ¿No es lo mismo?
- No. Son extremos distintos de la misma idea.

Tia se levantó de donde se encontraba sentada y se acercó a su biblioteca. Era una hermosa colección de libros, alguno de la biblioteca de mi abuela, otros que tia había coleccionado en años de voraz amor a la lectura. También había colocado allí su pequeño altar, en un gesto que me parecía extraordinario y símbolico pero al que ella restaba importancia. Cuando le pregunté si no le creía que era una metáfora de su visión del mundo haber colocado el altar de sus creencias justo entre sus libros, río. "Sólo se trata de fe, en todas las formas. Nada más". Una bonita percepción del tema, pensé en esa oportunidad.

La miré mientras tomaba su caldero - pequeño y pulido -, su exquisita daga de plata, una cajita de especias  y unas cuantas velas. Lo dejó todo junto al lugar donde me encontraba sentada. Con esfuerzo, se dejó caer en el suelo. Me apresuré a imitarla.

- ¿Pero...?
- Una vez, leí que toda bruja tiene un alma salvaje y migrante - comentó. Abrió la caja de especias, tomó varias ramas de albahaca, un palito de canela y lo arrojó al caldero - que todas viajamos incesamente por el mundo, en las ideas, en la necesidad de crear. Toda bruja es intranquila, una aventurera nata.

Arrojó un fósforo al caldero. Las llamas comenzaron a arder. El olor delicioso de las especies llenó la sala. Ella tomó entonces las velas, las encendió con cuidado, formó un pequeño circulo con ellas. Colocó en el medio una ramita de enebro. Miré todo el proceso con los ojos entrecerrados, un poco confusa.

- Pero siempre regresa al hogar. Siempre. Vuela alto para saber el valor del lugar donde naces. Vuelas con fuerza para tener la fortaleza para regresar - abrió las manos sobre el fuego. Tomó una bocanada de aire - toda bruja regresa al lugar donde conoció la esperanza.

Las llamas parecieron aumentar de fuerza o me lo imaginé. Tuve una sensación de subita emoción que pude explicar. Las manos temblorosas. Un escalofrío me recorrió. Tia entonces tomó de su caja de especias una hoja y un papel y me lo extendió.

- Escribele a Venezuela lo que temes de ella. Lo que la ha hecho una desconocida para ti. Lo que hace que la mires sin reconocerla.
- Pero...
- Hazlo. Lo que quieras. Como quieras.

Enfurruñada, tomé la hoja de papel y la miré, sin saber como comenzar aquella carta imprevista, sorpresiva y sin el menor sentido para mi en aquel momento. No comprendía como podía ayudarme aquel simple ejercicio, ese método casi infantil de enfrentar mi propio temor. Pero confiaba en la palabra. Lo he hecho toda la vida. De manera que comencé a escribir. Con la muñeca rigida de angustia, los labios secos de una ira dificil de explicar. Dibujé en palabras los paisajes de un país a medio construir, de una noción de historia borrosa, resquebrajada. Le hablé a esa Venezuela marchita, rota, herida. A esa concepción de mi misma que nace en la Tierra donde nací, en todas las pequeñas escenas que construir e imaginé a partir de su calor, del olor de su cielo radiante, el lenguaje del viento extraordinario que aprendí a escuchar cada mañana. Ese país espléndido, que nace y vive en un lugar de mi espiritu. A ese fragmento de mi identidad, de mis ojos secretos, de mis manos abiertas, de mi voz más intima. Con los dedos apretando el lapiz, la frente sudorosa, conteniendo las lágrimas, le hablé sobre la sangre derramada, sobre el sonido de las balas, sobre el rostro de las victimas, sobre el dolor de cada Venezolano anónimo, de esta concepción de hombre y tierra sometido a a la agresión. Y lo hice con rabia, con una infinita, y también dolor. La angustia del desesperado, del que se siente traicionado, del que siente que la historia se resquebraja entre los dedos, se desploma, la pierde lentamente. Una visión del temor más allá de los límites de lo absurdo, de la herida que jamás llega a cicatrizar.

Y lloré, con las uñas clavadas en las palmas de las manos, los dientes apretados, con lágrimas ardientes de sobreviviente. Lloré cuando arrojé la carta al fuego, cuando aspiré el aroma del papel al quemarse. Y me imaginé de niña, con los brazos elevándose al cielo, maravillada por este rincón del mundo tan azul, por este sueño de país y de tierra tan extraordinario que me parecía inabarcable. Por cada sueño recién creado que estaba roto. Por cada idea resquebrajada por la violencia.

- Llora y mira el renacimiento en tu mente - susurró mi tia a mi oido - Venezuela no está perdida mientras tu seas tu rostro.

Sacudí la cabeza, no quise escucharla. Pero de pronto ¡la idea era tan real! esa extraordinaria sensación de posibilidad, cada pequeño instante, recuerdo, fragmento y recuerdo. Cada diminuto fragmento de luz, cada idea, cada paisaje de la imaginación. Venezuela en mi espíritu. Venezuela en mi voz, en mi nombre, en mi esencia. Venezuela en todas partes.

- Donde nacemos forma parte de quien somos - dijo mi tia con una sonrisa. Me pasó un brazo por los hombros, me abrazó con una calidez extraordinaria - una frontera con lo infinito, donde naces, donde creces y te haces cada vez más fuerte. El poder de la esperanza.

Las cenizas de la carta quemada se alzan en la noche. Y las miro flotar, aún llorando en silencio, el corazón transido de dolor. Y aún así, siento un breve instante de luz. Tan nítido como una rafaga de aire puro, tan poderoso como el sonido del mar en mis recuerdos. Y es mi historia y es mi nombre. Y es todo lo que deseo y aspiro. Es cada fragmento de una visión de mi misma mucho más grande que mi memoria.

Eres mia Venezuela, pienso. La noche cálida e interminable extiendose en todas direcciones a partir de mi. Yo soy tuya. Una historia única, una manera de crear.

Un sueño intimo que deseo recordar. Una y otra vez.

C'est la vie.

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