lunes, 26 de enero de 2015

El reflejo en el espejo: de la mujer real a la imaginaria, del ideal a la obligatoria.



La escena es más o menos así: Le doy un mordisco a la hamburguesa que será mi almuerzo y mi amiga V., me dedica una mirada sobresaltada y preocupada. Intento ignorarla mientras mastico, pero ella, revuelve su ensalada con impaciencia, con los labios apretados y los hombros rígidos de pura irritación. Finalmente sacudo la cabeza, incómoda.

— ¿Qué? dímelo — le digo. Ella parpadea, con una nada convincente sorpresa.
— ¿Qué cosa?
— El sermón que apenas puedes contener.

Silencio. Toma un trago de su jugo natural, suspira. Cuando me mira otra vez, lo hace con una expresión maternal que me resulta casi chocante.

— ¿Sabes cuantas calorías estás consumiendo con cada bocado de hamburguesa que comes? — me pregunta.
— 2100 calorías — respondo en tono neutro.
— Y sabes que para mantenerte en óptimo estado de salud necesitas…
— Dos mil. Sí, lo sé.

Silencio otra vez. V. parece incómoda, irritada pero bastante decidida a continuar la conversación, a pesar que es obvio yo no estoy interesada en absoluto en hacerlo. Pero V. es una cosa de principios, supongo, aleccionarme convenientemente sobre mis preocupantes hábitos alimenticios y los efectos que puede tener sobre tu cuerpo.

— La carne produce todo tipo de toxinas, ralentiza tu digestión, afecta tu ritmo cardíaco — me insiste — el pan blanco descontrola tu nivel de insulina, las salsas…

No sé que responder a ese sermón alimenticio tan parecido a uno moral. Mientras V. me detalla todos mis errores al comer, tengo la sensación que no sólo intenta explicarme que tanto daño me está causando a nivel físico la decisión de comer una hamburguesa, sino algo más sutil, una crítica a mis decisiones privadas, sobre todo en algo tan personal como es la manera como me alimento. Por supuesto, no dudo que sus intenciones sean las mejores. Que la larga perorata sobre las bondades de lo integral, de la fruta mañanera y la verdura hervida, tiene como único motivo una genuina preocupación por mi salud. Pero no dejó de preguntarme con cierto hastío si V. es consciente que ese pequeño discurso sobre la ética de lo que como — o debería comer — no sólo resulta incómodo sino directamente invasivo. Que esa descripción del catastrófico cuadro de salud que me provocarán a no tardar las grasas saturadas, me irrita como podría hacerlo cualquier perorata moralista., casi religiosa. Pero en un acto de buena voluntad, la escucho sin responder, aguardando a que se sienta satisfecha con su intención de “salvar” mi salud con su esfuerzo dialéctico.Con esa bienaventurada intención de dejarme bien claro que debo enmendar mi camino alimenticio a no tardar.

Pero claro, ese rasgo de rebeldía inevitable que todos tenemos, me hace que antes de responder al sermón de la bienaventuranzas alimenticias, termine de comer la hamburguesa que comienza a enfriarse en el plato. Lo hago con placer, saboreando las dañinas grasas, los terribles carbohidratos con un renovado entusiasmo. No puedo evitarlo. O quizás sí, pero de alguna forma, cada bocado se convierte en una especie de reafirmación no sólo sobre mi derecho a comer lo que me plazca, sino también, de comprender mi cuerpo y sus pequeñas rarezas desde una perspectiva inviolable, privadísima. Y es que comer — o comer lo que deseo — es sin duda, una de esas pequeñas versiones de la realidad que me pertenecen por completo, que forman parte de mis pequeños errores, equivocaciones, triunfos y aprendizajes. Que comer, como cualquier experiencia en mi vida, es parte de una compleja variedad de decisiones, motivaciones y locuras que crean eso que con tanta ingenuidad, llamamos personalidad.

— Agradezco la explicación, pero dudo que cambie de hábitos alimenticios muy pronto — le respondí con toda la calma que pude reunir. Mi amiga parpadeó, sorprendida y sin duda irritada — y no es que no agradezca tu preocupación. Simplemente no quiero.
— Esa es una decisión que te hará verte siempre un poco rellenita — me dedica un gesto que intenta ser amable pero termina ser acusador — siempre hay que aspirar a ser la mejor versión de si misma.
— ¿Cómo sabes que no lo soy ahora mismo?

V. sonríe con incomodidad. Suspira, parece un poco abrumada por el giro que ha tomado una conversación aparentemente sencilla. Sé que para V. es impensable que no me sienta incómoda — al menos, no tan incómoda — con mi imagen física. Que mis personalisimas imperfecciones — los rollitos en la cintura, las mejillas redondeadas, alguna que otra estría — me preocupan pero al extremo de juzgarme a través de ellas. Todas las veces en que V. y yo hemos sostenido esta conversación — o una muy parecida — el debate de opiniones se desliza hacia una zona confusa y dolorosa, hacia la percepción sobre como me acepto, como me miro, me interpreto. Para V. es inaudito esa complacencia — así lo suele llamar — en una apariencia física que no parece coincidir con lo que se espera de mí. O al menos, de la manera como debería mirarme.

Es difícil explicar una postura semejante cuando tu país se encuentra obsesionado con la salud, el aspecto físico, la belleza y la figura femenina. Durante toda mi vida he luchado con unos cuantos kilos de sobrepeso, que pierdo con enorme esfuerzo y recupero con apabullante facilidad. Soy una mujer con curvas — algunas excesivas, según creo — que asume su cuerpo como parte de su propia interpretación sobre la identidad. Aún más, soy una mujer que aprendió a perdonarse no ser perfecta.

Porque de eso se trata todo, en realidad. Crecí en una cultura donde el ideal femenino es prácticamente inalcanzable: una imagen estática y radiante de una mujer que no existe, construida para ser consumida comercial y culturalmente. Una mujer que además de bella, esbelta, delgada, risueña, sexy es también, parte del prototipo social de lo que se espera de ella, de una herencia cultural que la hace ser “decente”, “maternal”, “Abnegada”. En medio de esa percepción, sobrevive la mujer real, la que no es tan alta ni tan delgada, ni tiene la sonrisa perfecta. Que no es especialmente risueña ni tampoco encaja en el tópico de la mujer sexy esencial. Y es que la visión de la mujer en Venezuela, parece sometida a una serie de ideas que la presionan, la erosionan, intentando lograr una figura única, borrosa, que calce con esa insistencia del gentilicio sobre quien debemos ser y por qué debemos serlo.

Por supuesto, que mi salud me preocupa. Lo hace tanto como a cualquiera a mi edad, en la reciente frontera de los treinta y en una época donde lo saludable se traduce en una serie de posibilidades inimaginables diez o veinte años atrás: combinaciones alimenticias milagrosas, rutinas de ejercicios para lograr un cuerpo cada vez más tonificado, atlético, esbelto, medicamentos prodigiosos que allanan el camino hacia esa perfección idílica. ¿No lo hago tanto como debiera? No lo dudo. Después de todo, sólo acudo a la consulta médica si es estrictamente necesario, si no puedo evitarlo. Se diría que desconfío de la ciencia médica, de esa gran promesa de los milagros. ¿Qué ocurre entonces conmigo? ¿por qué no hago uso de todos esos maravillosos recursos a mi disposición para verme extraordinaria, para sentirme mucho mejor? ¿Por qué continúo resistiendome en esa especie de rebeldía infantil a esa gran necesidad de ser cada vez más hermosos, más delgados, con un cuerpo mucho más eficiente?

La verdad, no lo sé. De vez en cuando lo analizo y tengo la impresión que además de la rebeldía que menciono más arriba, se trata de algo más desconcertante, sutil. Personal. Porque el aspecto físico, es sin duda una manera de comprenderte y no sólo eso, ni también descifrar esas ciertas penurias, dolores y alegrias que habitan en la piel y en la forma como asumes tu propia geografía física. Con frecuencia me miro al espejo y mi reflejo no sólo me muestra lo evidente: el cuerpo de una mujer de treinta y pocos años, sino esa historia pequeña que llevo a todas partes, que forma parte de mis ideas y aspiraciones. Un retrato fidedigno de quien soy.

¿Debería importarme más mi aspecto físico? De hecho, me importa. Mi trabajo fotográfico se basa en autorretratos y siguiendo la tradición estética de todas las artistas que analizan con crueldad su aspecto físico como una forma de arte, me obsesino por como me veo. Pero no exactamente si luzco hermosa o no, si me veo atractiva o no. Sino por el hecho si mi rostro, mi cuerpo, mis manos, mis pequeños accidentes físicos son capaces de mostrar lo más intimo de mi misma. Trabajo con mi imagen, la reconstruyo, la destrozo. La utilizo como un elemento más de una larguísima yuxtaposición de ideas y visiones que me conforman. Soy mi propia obra de arte, y por eso mismo, me mutilo, me golpeo, me reconstruyo con enorme frecuencia. No busco la perfección. Busco la extrema honestidad.

Tal vez se deba a que nací en una familia donde las mujeres envecejen, engordan, encanecen. Mujeres libres pensadores, groseras, respondonas, malcriadas, vitales. Mujeres que gritan, que lloran a lágrima vivan, que aman cocinar y también construir edificios. Mujeres que sostienen a su bebé en un brazo mientras con el otro, esculpen, pintan, cantan, componen. Las mujeres de mi familia celebran la imperfección, el poder de lo bello original, del poder de las pequeñas sonrisas, de las diminutas arrugas, de las estrías que son como palabras de una batalla cotidiana. Sí, supongo que ese es el motivo por el cual mi cuerpo es un lienzo, es una forma de crear y construir. Es una palabra a medio escribir.

Claro está, quiero ser bella. De niña, me obsesionaba no serlo. Era delgada, huesuda, con mucho cabello y pecas, de grandes ojos asombrados. No era una de esas beldades adolescentes de cabello largo y sedoso, cuerpos de Lolita, actitud de Ninfula. En realidad era nerviosa, tímida, un poco torpe. Obsesionada por los libros, profundamente angustiada por el mundo que me rodeaba. Fascinada con el arte. Y también claro está, con lo que no era. Quería tener el cabello sedoso, curvas. Ojos claros. No tenerlos, me hacia sentir pequeña, frágil, inadecuada, en un mundo de mujeres extraordinarias que me miraban con cierto gesto burlón desde las portadas de las revistas. Y sin embargo, a medida que crecí y mi cuerpo se volvió una manera de expresarme, me obsesioné con otro tipo de belleza: con la que se escondía en ciertas sinuosidades, con la fracturas de la piel y del espíritu, con lo que los ojos podían mostrar. Un dolor elemental, profundo y circunstancial.

De manera que crecí convencida del valor de la imperfección. No esbelta y dudo que lo sea en el futuro. Tampoco soy atlética y asidua al ejercicio, aunque probablemente debería serlo. Mucho menos, me identifico con toda nueva obsesión nacional por la salud, las vitaminas, el conteo de calorías, aunque no dudo que sea una decisión saludable que tarde o temprano deberé tomar. Me miro como una serie de estructuras diminutas, creativas, profundamente sentidas, que brindan sentido a lo que creo debo ser, a quien aspiro ser. ¿Eso es bueno o malo? No lo sé, me digo con muchísima frecuencia. Tal vez no llegue a saberlo nunca.

El almuerzo con V. termina con cierta incomodidad. Nos damos un abrazo de despedida, nos insistimos una a la otra para volvernos a reunir. Ella sonríe, me mira con afecto, me aprieta el brazo cariñosamente.

— Sabes que sólo me preocupo por ti ¿No es así? — me pregunta. Me encojo de hombros. No sé que responder a eso. Supongo es que es así.
— Gracias — respondo por último. Ella sonríe, toda amabilidad. La veo alejarse entre la multitud de transeúntes que llenan la calle y de pronto, tengo una imagen muy clara de mi misma, de pie, una mujer pálida, de cuerpo redondeado, el cabello despeinado, cierta alegría juvenil. Y sonrío yo también, aunque no sepa exactamente por qué o incluso, si debería hacerlo. Supongo se trata de una simple concesión a esa necesidad festiva — infantil, supongo — de ser nuestra mejor forma de rebeldía.

C’est la vie.

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