martes, 7 de enero de 2014

La Venezuela disfrazada de sonrisa: De Mónica Spears a la Violencia censurada.





Según cifras extraoficiales, cada diez minutos muere un Venezolano asesinado. Según cifras extraoficiales, los primeros días de enero, fueron ingresados a la Morgue de Bello Monte, veinticuatro cadáveres victimas de hechos delictivos. Según versiones extraoficiales, Venezuela es el tercer país más violento del mundo y Caracas, la ciudad más peligrosa de Latinoamerica. Según estudios extraoficiales, los criminales venezolanos tienen mejor armamento que los cuerpos de seguridad del estado. Según los Venezolanos, las victimas, los sobrevivientes, los deudos, los anónimos, los que mueren día a día, los que carecen de rostro, los que el gobierno invisibiliza, Venezuela vive una batalla invisible entre el ciudadano y la violencia callejera. Pero en la Patria Revolucionaria, en el país donde la ideología rebosa el sentido común y en ocasiones la realidad, la Violencia solo es una consecuencia de la noticia que se muestra, de la realidad ficticia que se confecciona a la medida del poder, de la necesidad impuesta, de la indiferencia gubernamental.

Orwell lo imaginó hace décadas. Una sociedad donde el miedo se sostiene de la mentira y del ocultamiento, de las miles de pequeños trucos que intentan ocultar lo que ocurre, lo que se vive. Que transforma lo que se soporta, lo que se asume, lo que se debe enfrentar en una serie de ideas mínimas, a conveniencia del poderoso, del que dicta y construye la verdad, del que intenta disimular los pedazos rotos de un país en escombros a medias. Esa es la Venezuela actual, la que se esconde bajo la necesidad del Gobierno del silencio, de minimizar la realidad, que la reconstruye para propio beneficio. El país de la censura, el país ciego.

Porque este es el país chevere, esa es la gran mentira con que Venezuela se disfraza. Este es el país de la gente más cálida y simpática, de la broma en la punta de la lengua, del abrazo cálido, de las mujeres más hermosas. Este es el país disfrazado de mujer bella, de playa hermosa, de llano radiante, de montaña querida. Este es el país que sonríe con la boca rota, con las manos llenas de sangre, con la Tierra llena de dolor y de luto. Este es el país que se esconde detrás de la máscara de la burla, del chistesito barato y desde hace quince años, bajo el traje de la revolución, ese que parece quedar bien con todo, justiticar incluso lo más doloroso, vestir de política incluso lo más brutal. Porque la Revolución justifica el silencio, la victima invisible, la familia rota, el dolor que se teme.

Pero la realidad subsiste, se muestra, a pesar del disimulo, de la batalla dialéctica. Porque en Venezuela, el Venezolano es la victima propiciatoria de una visión de país rota, sangrienta. Y es que la muerte no conoce de discursos ni tampoco de censura. La realidad venezolana, esa que todos vivimos a diario, supera la necesidad del poder del silencio. Y se impone, y se muestra. Y toca cerca.

A Mónica Spears solo la conocía por ser uno de los tantos rostros hermosos que llenan la televisión local y su titulo eterno como Miss Venezuela, esa especie de monarquia local tan Venezolana. Con Thomas si conversé un par de veces: era un alumno de la Escuela de Fotografía donde trabajo y un Venezolano por adopción que amaba tanto esta tierra que te sorprendía, te llenaba de esperanzas. Porque Para Thomas, casado con una ex Miss Venezuela y amante de esta tierra radiante que lo acogió con amabilidad, Venezuela era una promesa. Daba gusto escucharlo hablar del país, de saber que un extranjero podía amar tanto esta patria árida, hostil y violenta. Te hacía pensar en que había algo más, además de todo el caos y la tristeza de este país hecho pedazos. Una manera amable de comprender aún el gentilicio, de creer en la Venezuela posible, que todos añoramos por haberla perdido quizás hace demasiado tiempo.

Anoche, Thomas y Mónica fueron asesinados durante un intento de robo. El hecho ocurrió mientras regresaban a Caracas luego de disfrutar de los paisajes de Venezuela en un viaje familiar. Así de humilde, así de amoroso, así de tradicional. Fueron asesinados por cometer la ingenuidad de confiar en este país, por asumir el riesgo de quererlo, con todos sus filos y sus desigualdades, por atreverse a mirarlo como parte de su identidad. Por sonreír, a este país árido, a este país destrozado por la violencia. Porque Thomas y Mónica, con la ingenuidad del idealista, decidieron brindar un voto de confianza a la esta Tierra hermosa pero dura, a este campo de batalla anónimo que todos padecemos. Y se convirtieron en victimas. Se transformaron en otra estadistica de un país que ya tiene demasiadas, que tiene las manos llenas de números rojos de Venezolanos que a diario mueren en una guerra anónima, no declarada, en una batalla auspiciada por la impugnidad.

Y es que Mónica y Thomas son el simbolo de lo que no se dice. De la Venezuela que el gobierno trata de ocultar con cifras maquilladas y con la censura del cobarde. Su muerte parece llevar a la palestra y a la mirada pública, la de todos los ciudadanos de este país que han sido asesinados y que el Gobierno se niega a mirar, que oculta con la irresponsabilidad de quien no asume su deber, de que mira a otra parte para intentar disimular que la Violencia en este país es un mal que carcome la cultura, que destroza la sociedad, que deja huerfanos a los hijos de una patria que no existe, que se desangra y muere poco a poco a diario. Huerfanos de nombre, huerfanos de gentilicio, en una Tierra donde la violencia es parte de todo los días, donde cada ciudadano parece tener una bala con su nombre, donde las cifras no reflejan el temor, la frustración y la angustia de enfrentarse a diario a una realidad que cercena, que deja sin nombre y sin sentido al gentilicio.

Porque nos están asesinando, al Venezolano de pie y al famoso, al millonario y al pobre, al opulento y al humilde. Nos están asesinando en las carrerteras, en las calles concurridas y las solitarias, en las aceras a plena luz del día. En cualquier lugar de esta Venezuela muda, muere un Venezolano, se enfrenta a esta crudeza de perder el derecho más elemental en un país que olvidó como respetarlo.  El Venezolano ya no es un ciudadano sino un sobreviviente, a la bala y a la puñalada, la indiferencia y al abuso de poder.  Porque nos están destrozando, en espíritu y en deseo, en perspectiva, en nombre, incluso en simple esperanza. Porque Venezuela se convirtió en un temor, en una visión distorsionada de una Nación donde la violencia forma parte de lo normalidad que asume, que se soporta. ¿Quien es este ciudadano que intenta sobrellevar este miedo, el temor de ser asesinado día a día? ¿Quien es este sobreviviente a una situación insostenible que se resignó a la amenaza? No me reconozco yo misma, cuando me intento comprender como parte de un concepto de nación roto. No me reconozco en este Venezolano de la Revolución, del que sabe el valor de la sangre, que mira para otro lado cuando la bala no lo toca. No me reconozco en esta necesidad de evadir y justificar, en esta interpretación de la violencia como parte de la cultura. ¿Quienes somos, estos venezolanos con una bala en su futuro? ¿La posible Victima? ¿El próximo a convertirse en estadistica?


Hace unos días, tuve una discusión con un oficialista que insistía en que Venezuela "ocurren cosas buenas". Y lo decía, como si los escasisimos momentos de bienestar que brinda el país, pudieran justificar los otros, todos los innumerables momentos amargos de un país que se fragmenta en miles de escenas de sangre, de dolor, de angustia y desasosiego. Con esa insistencia del ferviente convencido, me explicó la nueva visión de la pobreza "dignificada", intento convencerme de la necesidad de comprender al país "con sus errores". Y escuchandolo, pensé que muy probablemente, el principal problema de este país amordazado, de victimas anónimas, es el ciudadano que se acostumbró al silencio, que lo desea como matiz de la realidad, que lo utiliza para no aceptar la estafa histórica de la que es victima. Escuchando a este hombre adulto, intentando justificar la violencia callejera, de minimizarla por una oferta de futuro que no existe, comprendí que el real problema de un país mudo, son los ciudadanos que se quedaron sin voz y lo aceptan.

Y continuo pensando en Thomas, que reía al hablar de este país al que amo tanto como el suyo, en Mónica,  quien no conocí pero tuvo el valor de reconocerse venezolana a pesar de todo - quizás debido a todo -, en la pequeña hija de ambos, Maya, otro huerfano de la violencia, otra de las tantas, una cifra más en un óceano de indiferencia. Y no puedo dejar de pensar que las calles de Venezuela representan justamente ese vacío, esa invitación a la crueldad y a la impunidad, porque Venezuela se quedó sin nombre, se quedó sin genticilio y sin identidad, más allá de la violencia.

Así estamos.

Esta es Venezuela.

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