sábado, 4 de enero de 2014

La Diosa, la bruja y la mujer salvaje: El poder de crear y construir.





Siempre fui una niña muy inquieta y preguntona. Irritante, podrían decir alguna de mis maestras de primera enseñanza. Y es que nunca podía estar tranquila: constantemente estaba mirando a mi alrededor, con ese aire confuso y sorprendido de los curiosos, intentando comprender el mundo que me rodeaba, haciéndome preguntas, palpando la realidad con manos y ojos. Tal vez se debiera a mi precoz habito por la lectura, que parecía cubrir el mundo de un lustre nuevo cada vez o solo que en realidad, estaba asombrada con los colores y sonidos del mundo, pero el caso era que siempre sentí necesitaba entender todo, tocar todo, paladear todo, de inmediato. Una especie de compulsión no muy  bien entendida por los adultos a mi alrededor y que parecía irritar a la gran mayoría.

Al contrario, mi tía abuela Y. solía decir que yo era una niña "salvaje" y lo decía con una sonrisa. ¡Y a mi me encantaba esa palabra! Con la imaginación desbordante de mis cinco o seis años, tenía la sensación que describía un páramo interminable de luz y color en mi mente. Por ese motivo, me sentí un poco decepcionada cuando una de las maestras de mi colegio, me dejó bien claro que no era una buena manera para describir a una "señorita de mi edad".

- Mirate, siempre con las rodillas llenas de rasguños, el uniforme sucio y el cabello despeinado - me recriminó - salvaje es todo lo contrario lo que debe ser una niña buena.

La regañina me entristeció mucho. Me sentí inadecuada, torpe y sobre todo, una especie de bicho extraño en medio de aquella multitud de niñas bien peinadas, sonrientes y pulcras. Y es que en casa, a nadie parecía importarle demasiado esos detalles. Mi abuela - la sabia, la bruja - siempre insistía que la alegría era una forma de crear, así que alentaba el alboroto, las risas, el desorden y los gritos. Mis tias no lo tenían tan claro, pero tampoco les molestaba mis preguntas en voz alta, mi necesidad de encararme en los árboles, mis carreras nerviosas por el jardín de la casa. En cambio, mi mamá, tan propia y elegante, si parecía estar bastante de acuerdo con mi maestra.

- Una niña siempre debe verse delicada y limpia - me explicaba, intentando peinar mi rebelde cabello en una apretada trenza. Sentada en sus rodillas, me sentía incómoda, un poco triste y deseaba - lo deseaba mucho - complacerla. Ser como las otras niñas de mi clase, con sus falditas plisadas impecables, el cabello brillante, los zapatos limpios. ¡Pero no podía! Apenas mi mamá me dejaba en la Escuela, me soltaba la trenza y corría por los jardines y corredores, disfrutando de aquel ambiente bucólico, esa sensación de libertad que me brindaba correr a mis anchas. Era una sensación que aún era muy niña para entender pero que después, comprendería se trataba del placer de lo indómito.

Y es que sentía que el mundo era más amplio y más brillante mientras podía correr, saltar, gritar. Me encanta esa sensación de libertad sin limites, de encontrar un espacio en mi mente que era solo mio. Como cuando leía o preguntaba. Había algo brillante, recién descubierto, en ese poder del entender las cosas de esa manera íntima, elemental. Por supuesto, era muy niña para pensar en términos tan complejos, pero si tenía bastante claro que disfrutaba de esa visión amplia del mundo, sin barreras ni limites. Como si correr, con los brazos abiertos, el sol en la cara, le diera sentido a esa otra libertad, la de mi mente, la de soñar con estrellas y mundos imaginarios. Una manera de crear.

Pero, como dije, para los adultos, aquellos habitos mios no eran del todo aceptable. Sobre todo, para mis estrictas maestras, para quienes todo mi comportamiento no era una declaración de principios ni mucho menos, sino una forma de desorden. La primera vez que pasé la tarde en la oficina de la dirección por haberme quedado jugando en el patio cuando debía estar en clase, me asusté.

- ¡Es que ese libro ya lo leí! - dije - Lo leí con mi mamá, yo creía...

Nadie me escucho. En realidad, a nadie le importaba mucho que mi mamá me obsequiara libros en lugar de muñecas y juguetes y que con siete años cumplidos, ya casi había leído la mayoría de las cosas que nos recomendaban leer en clases. Lo único que las maestras querían escuchar era que me quedaría sentada y callada. Y eso no se los podía prometer, de manera que terminaba una y otra vez, sentada en el feo salón de la dirección, rodeada de mapas amarillentos y escritorios repletos de papeles.  No entendía muy bien que ocurría conmigo, pero empezaba a entender que aquello de "salvaje" daba más problemas de lo que yo había pensado.

Se lo comenté a mi abuela cuando fue a buscarme una de esas tardes de castigo. Caminabamos juntas de regreso a su casa y me sentía muy avergonzada. Ya mamá me había explicado - y más de una vez - que esos castigos solo significaban que no era una niña "buena" sino desordenada y temperamental, lo que suponía era radicalmente a eso "bueno" que ella esperaba fuera. Mi abuela me escucho en silencio, con una de sus sonrisas amables en los labios.

- Entonces no eres una niña buena - comentó. Y me pareció que se reía un poco al hacerlo. Pero cuando la miré a la cara, ella tenía una expresión sería. ¿O no?

- Según la maestra, no lo soy - le expliqué, entristecida - hablo mucho, pregunto mucho, corro mucho, grito mucho. No debería hacer ninguna de esas cosas.

- ¿Y que deberías hacer?

- No lo sé, quedarme sentada, escuchar, no dar problemas - le respondí cansada. Quise añadir "pero todo eso es tan aburrido" pero claro está, no me atreví. En vez de eso, suspiré, cansada y agotada - pero no sé como hacerlo.

- Y no quieres hacerlo - dijo mi abuela. Y no era una pregunta. Nos detuvimos en mitad de la calle repleta de hojas secas. La miré, con las mejillas sonrojadas de verguenza.

- No, no quiero - admití en voz muy bajita - soy una niña desordenada.

Sonrío y me tomó de la mano. Continúamos caminando juntas por la calle, rodeadas de paseantes y automoviles. Era la última semana de un Octubre especialmente caluroso y toda la ciudad parecía brillar, llenarse de una vitalidad inesperada. Y que hermosa me parecía Caracas entonces, tan llena de vida, tan rebosante de colores e ideas. ¿Como podía querer alguien no correr, no reir, no tomar una gran bocanada de aire lleno de luz? No entendía eso, pero igualmente suponía que en algún momento, tendría que hacerlo.

Mi abuela me llevó a una Plaza cercana, donde un grupo de adolescentes bailaban y reian en voz alta. Algunos cantaban dando palmas y otros jugaban a la pelota, corriendo de un lado a otro, dandose empujones entre sí. Miré todo con ojos muy abiertos, encantada con todo ese color y movimiento. Me senté junto a mi abuela en un banco en medio del cesped mal recortado, disfrutando del sol y el calor.

- Te diré un secreto - dijo entonces - yo también era una niña fastidiosa.

Lo dijo con una amplia sonrisa. Había comprado helados para ambas y cuando me dijo aquello, sostenía el helado con la mano abierta, como una niña. Y había algo en su expresión que me permitió imaginarme a la niña que había sido aquella mujer magestuosa y hermosa: una niña de sonrisa amplia, toda hoyuelos, con los ojos muy grandes y brillantes, el cabello cobrizo cayendole sobre los hombros. Sonreí.

- ¿De verdad?

- Muy muy fastidiosa - comentó - me subía a los árboles y me caía. Me escabullía en el automovil de mi padre para tocar los botones, me robaba la comida de la cocina, jugaba pelota a patadas con mis hermanos, me escapaba a la calle. Mi madre ya no sabía que hacer conmigo.

Me reí, fascinada. No me imaginaba a mi seria bisabuela F., intentando contener a aquella niña inquieta y desobediente que ahora era mi abuela, pero debió ser divertido. Mi abuela soltó una carcajada cuando se lo dije.

- Ah sí, sufrió mucho mi pobre madre - río otra vez - pero siempre le gustó que yo hiciera ruido, que armara escándalos, que me gustara leer y hacer las cosas a mi manera. Una niña salvaje, como fui yo y tu eres ahora, es una niña que piensa, una niña que sueña, una niña que tiene esperanza.

No sabía muy bien que significaba eso, pero me gustó. Me gustó muchísimo como sonó. Me miré el uniforme sucio, las rodillas llenas de rasguños y de pronto no me parecieron tan feos, tan incomodos. Erguí los hombros, feliz y cuando lamí el helado, me supo mucho mejor.

- Tu bisabuela me decía que las mujeres las acostumbraron que está bien callarse, encajar, formar parte de esa gran multitud anónima de mujeres bonitas y buenas - me explicó - pero eso a ella le inquietaba, así que me dejaba hacer lo que quería. Claro, todo el mundo se escandalizaba, le parecía terrible, vergonzoso que una niña fuera tan desobediente y a su madre no le molestara. ¿Imaginas eso?

Lo imaginaba claro. Imaginé a la niña que había sido mi abuela, gritando como yo lo hacia, en medio de esas reuniones de adultos circunspectas y muy serias, riendo en su salón de clases, jugando con los brazos alzados al cielo, mientras las demás niñas observaban boquiabiertas. Un momento, me dije con un sobresalto, ¡Esa niña en mi imaginación se parece a mi!. Mi abuela soltó una risita, como si pudiera adivinar mis pensamientos en medio de mi confusión.


- Te contaré algo: En la religiones más antiguas,  en las que por supuesto, se cuenta la Brujería, las mujeres siempre fueron salvajes y fuertes - me explicó - Indómitas, audaces, libres. Las  poderosas y salvajes divinidades femeninas presidían las tradicionales ceremonias de iniciación femenina y mostraban a la mujer el poder de la libertad. Todas las Diosas antiguas eran poderosas y salvajes:  Lo primitivo, lo originario, lo brutal y lo crudo era aceptado como parte de la vida - de hecho lo era - y comprendido como parte de lo Sagrado, de lo espiritual. Así que las grandes Divinidades tenían un aspecto fuerte, incontrolable.

La escuché boquiabierta. Imaginé por un momento, las magnificas Damas de blanco, las Diosas de las que había leído en tantas historias, corriendo libres por bosques y páramos, quizás a pie o a caballo. El cabello enmarañado y abundante cayéndole sobre los hombros, los ojos brillantes de asombro. Había poder en esa imagen, había una sensación de pura belleza que no podía explicar pero que sentía como parte de mi mente y de mi manera de mirar el mundo. Esa sensación de libertad, de fuerza, de poder comprender lo que me rodeaba a mi modo y bajo mi propia interpretación de las cosas.

Traté de explicarle a mi abuela aquello, pero no pude. No supe, mejor dicho. Y es que aun era muy pequeña para explicar conceptos tan complejos, pero aún así, tenía la sensación que eran reales, evidentes, que formaban parte de mi. Miré a mi alrededor, ese mundo azul y diáfano, lleno de sonidos y colores. ¿Había algo más poderoso? ¿Más fuerte? ¿Más cercano?

- Pero nos insisten en que seamos buenos y ordenados - dije. Quería decir como, ante esa visión tan extraordinaria de las cosas, habría que conformarse con menos, con una breve visión de la libertad. Pero de nuevo, no supe como explicarlo. Pero mi abuela suspiró, entiéndome, asumiendo la idea que me atormentaba.

- Con el correr del tiempo, el mundo olvidó  esa antigua deidad salvaje - me explicó en voz baja - De alguna manera, el mundo tiene una necesidad de ocultar su naturaleza, su necesidad de libertad en la busca de orden, valores morales accesibles. Pero el caos, que es una manera de ver el mundo más allá de la regla, se oculta, se asume como peligroso.  Por ese motivo, la insistencia en obedecer, en asumir que lo bueno está relacionado con el orden, cuando solo es una interpretación de todo. Una manera de mirar, pero no por eso la única válida.

No entendí bien sus palabras, aunque si lo esencial: esa curiosidad mía, ese entusiasmo que tenía por aprender y mirar todo a mi alrededor, era una manera de bondad. Una muy vieja, muy antigua, quizás heredera de tiempos donde la Diosa, que era cruel y maternal a un tiempo, enseñaba al mundo que el desorden y el orden son necesarios para comprender mejor la vida, para asumir su poder. Miré a mi alrededor de nuevo, los gritos de los jóvenes que se arrojaban la pelota y rodaban por el suelo, llenos de polvo, riendo a carcajadas, los ruidos estridentes de la calle. La vida era tan ardiente, tan radiante, tan llena de matices que no podía imaginarla ordenada, silenciosa. Y me pregunté por qué había necesidad de hacerlo, por qué no imaginar el mundo con todos sus pequeñas superficies irregulares, con todas sus pequeñas grietas y lugares polvorientos. Era una idea que me encantaba, disfrutaba, pero sobre todo, me hacía sentir profundamente en paz.

Seguí siendo una niña fastidiosa, claro está. Lo fui cuando insistí en preguntar antes de quedarme con la duda, en armar escándalo en lugar de quedarme callada, en discutir en lugar de aceptar. Lo fui cuando me convertí en una adolescente malhumorada y pálida, que no aceptaba nada y que lucho siempre que pudo para oponerse a todo, con esa malcriadez casi inocente de quien no entiende bien porque lucha. Y lo continuo siendo ahora, en la mujer joven que me convertí, cuando continúo abriendo puertas y ventanas en mi mente para que se inunden de luz, del sonido del mundo. Y que hermoso resulta ese poder, me digo, con los brazos abiertos, con la sonrisa amplia en el rostro. Que poder tan inmenso reside en ese simple deseo de vivir, comprender, mirar el mundo con los ojos redondos. Sonreír a la Diosa en mi interior.

C'est la vie.




0 comentarios:

Publicar un comentario