miércoles, 22 de enero de 2014

La culpa la tiene la Novela: El Chivo Expiatorio al alcance del control remoto.





Nací en una Venezuela inocente. En la década Saudita, donde Venezuela está en plena apoteosis petrolera y el país entero navegaba en abundancia. Nací en la época del socorrido "ta' barato, dame dos", los viajes de fin de semana a Miami, las renta petrolera convirtiendo a Caracas en una modernísima ciudad. Por supuesto, era muy niña para disfrutarlo, pero si recuerdo retazos de la historia: La inaguración del Complejo cultural Teresa Carreño, la construcción del Metro de Caracas, las bibliotecas proliferando a lo ancho y largo de la ciudad. Crecí en una Caracas cursi, con retazos setentosos remendando todo, pero tan bonita que aún la recuerdo con una enorme sonrisa de nostalgia.

Fue la época del auge de las novelas de factura Venezolana. La época de Topacio, Cristal, las Amazonas. Nunca las vi - me aburrían un poco - pero si recuerdo lo divertido que era sentarme en la sala de la vieja casa de mi abuela a disfrutar de las aventuras de la llorosa heroína de turno. Lo hacia en compañía de mi abuela, mi bisabuela y mi tatarabuela, para quienes las dramáticas historias eran todo un vicio. ¡Y como las disfrutaban! Recuerdo que mi abuela - dramática y emocional como lo es hoy su nieta - llegó a llorar a lágrima suelta con la boda de Topacio. Y mi Bisabuela, de tenor más coqueto, decidió que debían cortarme el cabello como la célebre "Niña Bonita" a pesar de mis rizos rebeldes y que el resultado me hizo parecer un extraño híbrido entre Mafalda y Periquita. Eran tiempos inocentes, claro que sí. Tiempos donde la televisión cumplia su función de entretener y conmover y el gobierno, la de legislar a proteger. Nunca imaginé que veinte años en el futuro, ambas cosas se mezclarían en un híbrido imposible que todavía me cuesta entender.

Porque para sorpresa de todos los que como yo, crecieron viendo novelas - de refilón, como un mal inevitable -  resulta que la causa de la altísimo tasa de criminalidad en Venezuela no la tienen la ausencia de políticas de protección al ciudadano. Muchísimo menos la impunidad rampante, la mano blanda del gobierno que no tiene prurito en permitir el  callejero en beneficio de su popularidad política. No, nada de eso es el origen del anarquía legal y administrativo cada vez más enorme, de una destrucción de los valores mínimos de convivencia cada vez más inquietante. El verdadero culpable de esta guerra no declarada del hampa contra el ciudadano común es  - según el Gobierno Bolivariano y Revolucionario - las novelas. Sí, como me leyó. La responsabilidad de la perdida de los valores morales, el menoscabo al valor de la vida, el origen de los prejuicios del discurso de odio y resentimiento, del prejuicio y el menoscabo a la ética y a los principios esenciales de respeto mutuo, lo tienen Cristal, Topacio, Esmeralda, las Amazonas, La niña Bonita, La mujer Perfecta. No el gobierno, por supuesto que no. No la tiene un sistema ideológico que premia el desorden estructural y condena la disidencia. No la tiene una administración de justicia fallida y corrompida. No la tiene el enorme aparato burocrático que evita la aplicación de justifica eficaz y oportuna. Eso son nimiedades, en contraste con la enorme responsabilidad de la heroína llorona, del galán de voz engalanada, de las Grecia Colmenares y los Raul Amundarain del mundo. Ellos son los responsables que un niño de 10 años empuñe un arma por primera vez y le dispare a un desconocido para demostrarle a la pandilla del barrio que tiene "guaramo". Es Hilda Carrero, desde las mocedades de "El Sol Sale Para todos", es Guillermo Dávila cantandole a Ligia Elena, quien tiene la culpa, que un comando armado dispare a mansalva contra una familia, matando a los padres y dejando a una niña de cinco años huérfanas. Es Martin Lantigua, con su vozarrón y su mirada dura, el culpable de las violaciones, de los adolescentes que son capaces de abusar de una mujer mientras graban un vídeo aficionado para subirlo a internet.  Es Jean Carlos Simancas, con su sonrisa ladeada y su mirada de mujeriego, el culpable del Altísimo indice padres, hijos y hermanos huérfanos que este país cosecha, del terror de las calles vacías y los edificios rodeados de rejas que no protegen. Es culpable Elba Escobar y Caridad Canelón, la que promueven la división y la agresión, las que incitan a un prejuicio entre Venezolanos, cada vez más ciego, profundo e irreconciliable. Es sin duda, culpa de Alba Roversi y Carolina Perpetuo, que casi el 95% de los casos de asesinato en el país no sean resueltos. Porque la culpa nunca será del gobierno que auspicia, de la ineficacia del funcionario que no cumple con su deber. Porque la culpa en Venezuela es aparente, la visión de la responsabilidad es difusa y en mitad de toda la discusión, se encuentran cifras rojas, los rostros anónimos de las victimas diarias, esperando quien se responsabilice por ellas.

Una Venezuela herida por la impunidad: 

Hace poco, una amiga sufrió un asalto a mano armada en plena vía pública. El asaltante no solo la apuntó con un arma de alto calibre frente a un concurrido grupo de transeúntes - que se apresuraron a mirar a otra parte - sino que además, la golpeó cuando mi amiga se resistió a entregarle su teléfono celular. Cuando  poco después denunció el suceso ante las autoridades, se sorprendió cuando el funcionario que le atendió se dedicó a criticar su comportamiento antes de preocuparse por su estado físico, emocional o el suceso criminal que había sufrido.

- Usted debió estar más atenta: Llevar un teléfono celular costoso en la calle a plena luz del día es una invitación al delito - me contó le había recriminado a gritos. De hecho, el funcionario continuó con su perorata y dejó muy claro, que la Institución no se responsabilizaba por "las estupideces del ciudadano".  Mi amiga no supo que decir o como responder a un comportamiento semejante y finalmente, decidió no realizar la denuncia.

Me cuenta todo esto, aún con el rostro amoratado por la agresión que sufrió. Las manos apretadas con nerviosismo. La voz baja y temblorosa. Nos encontramos sentadas en un café de la ciudad. Cada vez que alguien camina muy cerca de la mesa donde nos encontramos, lo mira sobresaltada. Y siento un dolor enorme hacia ella, hacia todos los que debemos padecer la violencia anónima de un país que se acostumbró a la impunidad. Una sociedad que admite la muerte y la agresión como forma de cultura. De alguna u otra manera, todos somos victimas, todos somos dolientes de un luto que precede a otro. Somos los ciudadanos sobrevivientes de un país donde el derecho a la vida pasó a convertirse en una visión ideológica.

Ya lo decía el psicológico Alejandro Moreno, en la entrevista que ofreció al periódico "Correo del Orinoco" y que fue publicada ayer: La cultura del malandro trascendió el barrio y la cárcel, para llegar a las calles, para crear una subcultura donde la vida no es un derecho inalienable sino un elemento de valor dudoso dentro de un sistema donde el poder se manifiesta - y se demuestra - a través del asesinato.

De hecho, el psiquiatra insiste que la cultura del "Malandro" se ha creado debido -entre otras razones- "a la práctica de la violencia sin consecuencias “o con consecuencias banales” También insiste en que “Cuando un acontecimiento social como este se deja a su libre desarrollo, se desarrolla y se amplía”, acota, “y va captando a otros. Por eso es peligrosísimo”.

A su juicio: Todo empieza por las prácticas: “atracas, en pequeños grupos o en conexión con otros compinches y no tiene consecuencias. Entonces te afirmas en lo que estás haciendo y te afirmas en la manera de entender y de pensar. Empiezas a pensar que las cosas son así, que hay una forma natural de hacer las cosas así; que es lícito, que es normal hacerlo”. Así se forma “una mentalidad, una manera de ver que acaba por convertirse en una subcultura. ‘Yo soy así’. De unos años para acá han empezado a jactarse. Es más: pertenecer a esa cultura se convierte en un logro, se convierte en motivo de orgullo”. Ahora es, no una postura individual, sino una posición de grupo.

Pienso en todo lo anterior mientras leo la noticia que CONATEL obligará a los canales de cable a censurar el contenido violento. Pienso en las barriadas callejeras, sitiadas por un tipo de violencia dificil de definir, a medio camino entre la agresión primitiva y una escala de valores distorsionada y grotesca. Pienso en cada victima anónima que engrosan las estadisticas silentes. Pienso en las cárceles que parecen tener una ley y un modus vivendi propio, que poco o nada tiene que ver con la legalidad. Pienso en el miedo que siento cada vez que salgo a la calle, en la sensación de indefensión que me sofoca cuando recorro Caracas, la tercera ciudad más peligrosa del mundo, cada dia. Pienso en cada huerfano, en cada madre que llora, en cada familia rota. Pienso en las calles que atemorizan, en los ciudadanos que desconfian unos de otros. Y me pregunto hasta que punto ignoramos los alcances de la violencia, de esta cultura de la muerte, la sangre y la destrucción de los valores. Hasta que punto, desconocemos esta Venezuela al margen, marginal, que próspera en la indiferencia del gobierno y una ideología que parece nutrirse de la vulnerabilidad del ciudadano aterrorizado, de esa irresponsabilidad evidente en la ley que no sanciona, no restringe, no garantiza la vida y mucho menos la seguridad ciudadana.

Y recuerdo, sin querer, esos días, en que las novelas, esos enormes melodramones interminables con un inevitable final feliz, eran la medida para entender el pulso emocional de la cultural, para hacer suspirar a los cursis y disgustar a los descreídos, y no la excusa perfecta para un gobierno que insiste en usar la violencia como política, la ley como arma y la indiferencia como una forma de agresión tan gratuita como destructora. El país de los dolientes. El país que se acostumbró a ser victima.

C'est la vie.

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