jueves, 2 de enero de 2014

Delirios y otras locuras: Los propósitos de fin de año ¿Por qué nunca se cumplen?






Cuando le comenté a un grupo de amigas que deseaba saber cuales de sus resoluciones de fin de año se habían cumplido, todas rieron. Unas nerviosamente, otras con cierta incomodidad. Solo una me dejó claro que estaba preocupada con el tema. Pero al final, todas aceptaron sentarse a conversar conmigo el motivo por el cual, esos planes a mediano plazo que todos alguna vez formulamos al filo de la media noche del último día del año, casi nunca se cumplen. Y es que los propósitos anuales, son quizás la más clara muestra que la vida es un constante aprendizaje y más allá, una manera de avanzar y mirarnos como como seres en constante incertidumbre, lo cual puede ser tan bueno como malo. Como dijo, muy ceremoniosamente P., una de las entrevistadas: "Todo se ve fácil a doce meses de distancia, antes que lo salpique la realidad".

Pero en realidad, ¿Alguien realmente se esfuerza por llevar a cabo todos esos buenos deseos? Desde la clásica intención de bajar de peso hasta ideas tan prosaicas como tomar cursos y licenciaturas, las resoluciones anuales parecen entrar en esa categoría de lo irrealizable, de lo que deseamos pero realmente no tenemos idea de como lograrlo. A palabras de M., otras de mis victimas propiciatorias del tema, la "culpa" de nuestra falta de constancia para llevar a cabo proyectos anuales es que son, en esencial, siempre irrealizables.

- Por ese motivo son deseos - me explica, mientras bebe un café con crema batida y espolvoreado con chocolate. El último antes de la dieta, me insiste. Sonrío, algo parecido escuché el año anterior y M. aún exhibe sus cuantos kilos de más - todos sabemos que el fin de año representa esa nueva oportunidad y nos gusta imaginarnos que muchas de las cosas que deseamos no las llevamos a cabo porque no fueron probables ni realizables por cientos de razones externas. El primer día del año es volver a la meta, al punto cero...

Lo que dice tiene lógica. El año anterior, me prometí comenzar con una rutina de ejercicios que me permitiera mejorar mi condición física. Lo hice con toda la buena intención de cumplirlo y de hecho, durante los primeros días del 2013, caminé una que otra vez durante un rato, intentando acostumbrarme a la idea que ahora sí, tendría que tomar decisiones serias y adultas sobre mi salud física. Pero al cabo de varias semanas, cuando la vida cotidiana remota su ritmo y la normalidad irrumpe en todos los lugares, descubrí que no era tan sencillo. Podría serlo, claro está. Podría haber organizado un pequeño plan de actividad física que pudiera encajar en ese entramado de pequeñas escenas de mi vida cotidiana. ¿Quién echa de menos quince minutos dentro de lo habitual? Y esos quince minutos podrían simbolizar una pieza en ese gran rompecabezas de intenciones que comienzas a construir el primer día del año. Pero el caso es que, no lo hice. Con toda la responsabilidad del adulto distraído, esa fugaz intención se transformó en algo parecido a una excusa y después en olvido selectivo. Para mitad de año, de nuevo había pospuesto la meta de tomar en serio mi salud física a ese baúl de las buenas intenciones huecas donde cada año arrojamos las dietas rotas, los viajes que no se realizan, los libros no leídos, los pasos profesionales que no llevamos a cabo por descuido.

- La cultura celebra la fuerza de voluntad pero no la estimula - comenta mi amiga J., quien lleva dos años posponiendo su plan de comenzar a aprender a bailar. Es un plan pequeño, poco importante en apariencia, pero para ella, tiene un sentido concreto: a los diez años sufrió una grave lesión de la cadera que la dejó con una ligera cojera que le llevó una década corregir. Ahora, de adulta, intenta reconciliarse con su cuerpo luego de una adolescencia dura y angustiosa. Pero aún lo hace.

- Hablas como si fuera una idea abstracta - comento. Ella se encoje de hombros.

- La voluntad es una abstracción. Se relaciona con la constancia, la tenacidad, la fuerza de carácter, pero al final es algo tan simple como la intención - me explica. Y ella lo sabrá mejor que yo, como psicóloga diplomada, especializada en temas sobre autoimagen - el tema es que muchas veces creemos que deseamos algo, que lo anhelamos más que nada, pero solo es nuestra excusa para justificarnos. Lo deseamos porque de alguna manera, sentimos debemos hacerlo, pero...

- ¿La gran máscara? - aventura A., que por años ha intentado aprender a tocar un instrumento musical, solo para abandonar cualquier intento las primeras semanas de enero. En esta ocasión, lo intentará con la guitarra acústica, luego de hacerlo con el piano, el bajo eléctrico e incluso con unas cuantas clases de canto. Nunca he comprendido cual es esa intención suya de insistir, a pesar de siempre dejar muy claro que le aburre el ambiente musical, que realmente no tiene la menor intención de continuar en la música incluso como hobbie. Pero aquí vamos de nuevo, en esta ocasión con clases particulares que incluso hoy, antes de comenzarlas y con enero recién nacido, ya le provoca un tedio insuperable asistir. Cuando le pregunto el motivo de volver a insistir a pesar de todo, sacude la cabeza.

- Llevas casi ocho años intentando aprender a tocar un instrumento musical sin lograrlo - digo - ¿No crees que estás demostrándote a ti misma algo sobre ese tema?

- Te lo dije, es una máscara - responde - creo que necesito de alguna manera, vencer esa resistencia mía a la música, comprender esa sensibilidad que no tengo, intentar mirar quien soy desde otro ángulo...

- Aunque no te guste en absoluto ese otro ángulo - le interrumpe P., mirándola con atención. De hecho, todas la miramos, aguardando, por creo que a todas la idea nos ha parecido muy familiar. En mi caso, las dietas y el ejercicio, en el caso de P., remontar esa barrera imaginaria del peso ganado durante su embarazo que la dejó con una desconcertante sensación de no reconocer su cuerpo. Incluso J. , tan pragmática, esconde bajo ese sencillo deseo anual, una historia oculta. ¿Así es para todos? me pregunto. ¿Los proyectos de fin de año no son otra cosa que nuestra necesidad de insistir en planes que no tenemos intenciones de cumplir por motivos que no entendemos con toda claridad?

- Quizás que no me guste es justamente lo que me intriga - explica al cabo de unos minutos A., con el rostro tenso - pero en mi caso, también hay una especie de idea que se repite e insiste cada año: tengo que poder. Recuerdo cuando era niña, el asombro y envidia que me producía la habilidad artística en otras niñas. Como si a mi me faltara algo o careciera de una habilidad desconocida que todas ellas disfrutaban. Era una competencia contra mi misma, contra mi forma de mirarme e incluso de entenderme.

Me recuerdo a mi misma con doce años, sentada en el salón de educación física de la escuela donde estudié, mirando con angustia al grupo que corría y saltaba con una agilidad casi irritante. Delgada hasta la extenuación, asmática y torpe, nunca pude igualarlas en velocidad o en fuerza, y recuerdo que esa sensación de perdida me lastimaba más de lo que nunca admití. Porque mientras en el salón de clases mi mente funcionaba con mayor rapidez y me sentía mucho más segura, en el deporte me encontré siempre tropezando con mi propia incertidumbre. Y quizás es esa sensación la que aún me lastima un poco, en esas primeras semanas de caminatas torpes, con la respiración agitada, intentando de comprender esa belleza oculta del deporte que nunca he logrado descubrir, de retomar un ritmo físico que nunca he conocido muy bien. ¿Qué quiere decir eso entonces? ¿que algo tan sencillo como los deseos de año nuevo son una especie de señal evidente de nuestros temores y pequeños traumas? ¿No es achacarle excesiva complejidad a una idea muy superficial?

- No lo es tanto - dice J., casi con un suspiro cansado - nada en nuestra mente es simple y superficial, aunque sí, aparente. Todo simboliza varias capas de compresión, varias ideas desmenuzadas sobre algo más complejo y duro de asimilar. Por ejemplo, aunque jamás lo admita, tengo muy claro que seguir sintiendo inseguridad con respecto a mi cuerpo es una manera de defensa, una forma de asumirme que no he logrado consolar y por lo tanto, no rebaso esa idea que aún soy esa adolescente que cojeaba. La mujer que soy ahora, sin ningún defecto, no tiene excusas para perdonarse debilidades. Esa niña que fui sí.

Intercambio una mirada con P. Estudiamos juntas la mayor parte de mis años Universitario y ella siempre fue robusta, con esa curvas bien marcadas que le heredó su ascendencia Mediterránea. Recuerdo que sus caderas anchas y escote amplio siempre fueron motivos de burla para el resto de nuestras compañeras. Y eso, ella lo admite cada vez que puede, la hizo más fuerte. No solo desarrolló un sentido del humor sardónico, helado y directo que asombra y desconcierta, sino que además, tiene una concepción de sí misma muy fuerte, una especie de luchadora a brazo partido contra esa imagen estética que tanto se consume en Venezuela. ¿Es quizás esa resistencia de P. a continuar alguna dieta una manera de resistirse a esa otra visión de si misma mucho menos frontal? ¿Es su cuerpo una declaración de principios? Es una idea interesante y me pregunto si ocurre lo mismo conmigo.

Como autorretratista, mi rostro y mi cuerpo son mis formas de expresión más fuertes. Mi trabajo personal fotográfico se basa en una reflexión sobre mi imagen y más allá, una terapia personal sobre la manera como me concibo. Y en ese larguísimo dialogo con todos los aspectos de mi mente y de mi espiritu convertidos en imágenes, me he tropezado con una serie de ideas y reflexiones sobre mi misma durísimas. Me he mirado crecer frente al lente de la cámara, transformarme de una niña delgaducha y pálida, en una mujer adulta de cuerpo normal, lo cual en mi país, no es del todo habitual. Porque en Venezuela, la imagen de la mujer está sometida a todo tipo de presiones y muy probablemente, me han afectado como cualquier otra, solo que en mi caso, acostumbrada a transmitir ideas con mi cuerpo, perder peso puede simbolizar para mi una batalla perdida, una pequeña y quizás imperceptible, pero batalla al fin. Pero vamos, se trata de salud, me digo cuando llego a esas conclusiones, se trata de encontrarte saludable y fuerte. Y sin embargo, el pensamiento continúa asombrándome, de tan certero y evidente, de tan elocuente.

- Es muy simple: No logramos lo que no intentamos - dice A., con toda honestidad. Y es verdad. Hay algo de una especie de pequeño juego de ideas enrevesadas en todo aquello, pero al fin de cuentas, se trata de una idea muy concreta: las resoluciones de fin de año son solo una forma de mirar lo que creemos necesitamos pero en realidad no queremos llevar a cabo. ¿Obvio? No lo es tanto: porque mientras los meses transcurren y la dieta no se cumplió, la rutina de ejercicios se abandonó, los proyectos profesionales se quedan a la mitad, construimos una especie de imagen alterna de quienes somos. Porque sin duda lo que no hacemos - y porque no lo haceos - es tan evidente y simbólico como lo que hacemos.

- En toda omisión hay algo que se deja claro - dice J., cuando comento lo anterior - porque aunque siempre se ha concebido la acción, lo que hacemos, lo que decidimos, lo que asumimos y lo que construimos como elementos consistentes de quienes somos, lo que hacemos parece completar la idea. ¿Por qué decidimos continuar alimentándonos de manera desordenada en lugar de hacerlo saludable? ¿Qué hace que arriesguemos la salud con sedentarismo? ¿Por qué no abandonamos vicios? ¿Y esa necesidad de mejorar que nunca llega a cristalizarse? Hay algo en medio de todo eso que indica con mucha más claridad que cualquier otra cosa lo que pensamos y como nos miramos.

Continúo pensando en eso unas horas después, caminando por la Caracas desolada del primer día del año. Hay algo casi primitivo, en esta soledad del primero día del año, como si el transcurrir del tiempo y esta soledad, simbolizaran que el recorrido por construir una nueva visión de la realidad apenas comienza, sobre escombros y esta sensación de desarraigo de la ciudad sucia y descuidada. Sentada en una Plaza vacía, miro a los paseantes, caminando con una lentitud cansina, casi aburrida. ¿Qué deseamos para este nuevo ciclo? ¿Que esperamos, como parte de una sociedad aún tan inocente para concebir esperanzas en sus propias costumbres, de esta cultura que se resiste al cambio? No sé exactamente el motivo, pero recuerdo una imagen que vi una vez en un libro, intentando describir las Satunales,  esas ruidosas fiestas romanas que celebraban al Dios Saturno y que eran conocidas su bullicio y desorden. La pintura era más o menos así: en un terreno baldío, yacían un grupo de esclavos, presumiblemente borrachos, con las manos alzadas hacia el cielo. Uno de ellos tenia la túnica manchada de vino y otro, miraba extasiado la luz radiante de algo que quedaba fuera del ojo del espectador. Y es que durante las Saturnales, los esclavos disfrutaban de tiempo libre, prebendas y regalos como parte de la celebración. Era el momento de hacer menos riguoroso el tormento del trabajo bajo el látigo. Pero nada de eso parecía importar durante la gran celebración. Y quizás por ese pensamiento, los rostros felices de los esclavos que el autor anónimo de la pintura había captado, me conmovieron tanto. Libres para desear, para mirar al futuro, para reir, por ese instante radiante donde el Dios le concedía una visión de la Libertad.

Un idea durísima claro. Porque quizás todos nuestros deseos de fin de año, esos propósitos que anunciamos con tanta pomposidad, solo se trate de nuestra manera de escuchar nuestras carencias, lo que perdimos en el trayecto, lo que realmente no necesitamos.  Y es muy probable, que  más allá, en lo profundo de esa compleja percepción del mundo interior que llamamos identidad,  tropecemos con la pieza que realmente queremos encajar, la pequeña declaración de principios que en algún punto de este trayecto torpe hacia nuestra manera de mirar el mundo, olvidamos existía. Una mirada al reflejo borroso de quienes somos e incluso, a algo tan elemental como nuestra identidad esencial.

Tengo todo un año para analizar la idea, me digo atándome los cordones de los zapatos deportivos, los mismos que compré el año pasado y que vuelvo a utilizar con el mismo propósito, tambaleante y no demasiado certero. Aun así, lo intentaré de nuevo, tal vez para analizarme otra vez cuando tropiece y abandone o finalmente comprender, porque no dejo de intentarlo una y otra vez.

C'est la vie.

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