sábado, 15 de diciembre de 2012

La Pornografía de lo Cotidiano: Entre el dolor y el amarillismo.







Ayer ocurrió otro de esos inauditos hechos de violencia que parecen ser parte frecuente de la historia reciente de EEUU: un asesino entró en un colegio y disparó a malsalva antes de suicidarse. El saldo de muertos y heridos casi alcanza la veintena y de nuevo, hace que los norteamericanos comiencen a cuestionarse sobre el uso de las armas y las leyes que lo permiten - o que no deberían permitirlas -. Como sea el caso, la reflexión no se queda en Tierras del Tio Sam y no solamente referido al tema del armamento en manos de civiles. Ayer, mientras la tragedia parecía hacerse mayor y más angustiosa con el correr de las horas, tuve la impresión que otro tema, tal vez no tan urgente y mucho menos evidente, surgía entre el caos de información que parecía llegar de todas partes. Porque mientras las imágenes y  las descripciones de lo que ocurría se multiplicaban en todos los medios de comunicación, sentí que había algo obsceno allí. Inquietante. No sabía cuando ni de qué manera,  pero tuve la clarisima sensación que se cruzó una linea que abarcó ese amarillismo morboso que todos consumimos con toda tranquilidad desde que la globalización se hizo moneda de uso común, hacia algo más, una pornografía de lo cotidiano que me asombró y me aterrorizó un poco.

Al principio fue un par de imágenes. En una de ellas, una mujer, que supuse sería una de las madres de las pequeñas victimas, lloraba a gritos, con el rostro vuelto hacia el cielo, los puños apretados contra el rostro, en lo que parecía ser un paroxismo de angustia. En otra, un hombre joven gritaba impotente, hacia el lente de la cámara, hacía el mundo quizá,  sosteniendo lo que a primera vista deduje se trataba de un juguete, un objeto pequeño que seguramente había pertenecido a uno de los fallecidos en la tragedia. ¿Se trataba de su hijo? ¿De su hermano? No había modo de saberlo, pero tuve una clara sensación de dolor, de desconcierto. Un pensamiento de "esto es suficiente" y me pregunté si aquellas imágenes, donde no había sangre, donde no podía ver ningún cadaver,  habían sobrepasado alguna linea imaginaria en mi mente. ¿Era necesario para mostrar la historia irrumpir en esa privacidad del dolor, en esa intimidad del que sufre, del que grita sin control, de la espontaneidad de la angustia? No lo sé, tal vez si, pero para mí era excesivo. Casi insoportable.

Más tarde, sintonicé un canal Norteamericano para enterarme de lo detalles de la noticia. Y de nuevo, lo excesivo, esa crudeza innecesaria pareció extenderse alrededor, no solo como parte de lo que deseaba saber, si no como protagonista de toda idea que pudiera tener al respecto. Porque mientras intentaba comprender que había sucedido, como un hombre armado había entrado en un colegio de primera enseñanza disparando, lo único que podía ver eran las imágenes sangrientas, las madres gritando. Y otra vez, esa pornografía de lo cotidiano, que como diría mi amiga @Sinlentesrojos se alimenta y se nutre de ambos lados: Allí estaba la madre sosteniendo en brazos un niño que lloraba a gritos frente a la cámara, mientras dos mujeres se arrodillaban de dolor sin que el vídeo dejara de captarlas. Lo miré todo, abrumada, desconcertada y me pregunté que tanto aportaba a la noticia el llanto, la desesperación, aquella exposición dura y evidente del dolor ajeno. Probablemente mucho, vuelvo a insistir, pero para mi, en mi personalisima opinión, no lo necesitaba. No necesitaba ver a la madre anónima que se tiraba de los cabellos con los puños cerrados, o los grupos abrazándose sollozando. El dolor era evidente, la fidelidad de la noticia requería esa narración muda, sin nombre quizá...¿pero desde cuando ha sido necesario que sea así? ¿Cuando cruzamos el límite invisible de lo que se cuenta, lo que se registra y necesitamos la morbosidad? Porque no dudo sea necesaria, ahora mismo, lo que me pregunto es cuando empezó a serlo.

Y es que comunicar y registrar un hecho de violencia siempre tendrá sus pro y sus contra. Habrá las voces de protesta que criticarán la crudeza de las imágenes y el papel de la ética periodística. Desde los orígenes formales de la fotografía, tal vez por su inmediatez, por la capacidad de la fotografía de capturar un momento irrepetible, la imagen que capta la cámara se convirtió en un objeto de denuncia, en una manera evidente y poderosa de contar la historia mientras ocurre. Pero ¿Cuando el contar-el dolor se convirtió en mostrarlo, restregarlo frente a los ojos del mundo hasta que se desdibuja, pierde su cualidad de peso y valor y se transforma en una imagen más? Sí, lo sé, Capa siempre fue un documentalista duro, sin concesiones. Pero mirar las fotografías de Capa era comprender la guerra desde el ángulo de la violencia real, de la crudeza incontestable. ¿Amarillista? no podría decirlo, pero había tanto de documento y de evidencia, tanto de contar y hablar, esa furia elemental de ser testigo y querer decirlo que quizá la morbosidad se transformaba en otra cosa. En una expresión de principios. En una forma de contar.

Carter fue un martir de su necesidad de contar. Se suicido luego de ganar el Pulitzer por una fotografía que habló de los horrores del hambre con más claridad que mil palabras juntas. Pero volvemos al tema interminable. ¿Por qué Kevin Carter no ayudó a la supuesta victima que moría frente a su lente? Después se dijo que fue el ángulo, que en realidad el buitre no esperaba por la muerte del niño. ¿Importa acaso? Lo que asumimos y comprendimos de su imagen trascendió. ¿Donde queda la ética? ¿Debe haberla?  Nachtwey hablaba hace poco en una interesante entrevista que la crudeza y el dolor deben ser mostradas. ¿Pero hasta que punto es esa crudeza documento? Para el gran fotógrafo la cosa parece ser clara: Lo muestro, lo cuento, es mi trabajo. Pero jamás Nachtwey, con su necesidad de mostrar, de contar en imagenes lo que ocurre, parece buscar algo más que el documento, la narración. ¿La morbosidad es parte de su trabajo? Tal vez. Pero ¿Cuanto es espectador y observador? ¿Que tanto muestra lo subjetivo?

Hace poco, leía un interesante articulo de Carlos Spottorno titulado "El costo del acceso" que justamente hablaba sobre el documento visual que cuenta una historia y cuando de esa experiencia de lo que se cuenta, puede afectar al fotografo. Y pensé en Kevin Carter, atormentado por años, y después, el protagonista de la noticia de hace varias semanas, el fotógrafo que captó el momento justo antes que un hombre muriera bajo los rieles del metro de Nueva York, tratando de explicar porque tomó la fotografía en lugar de ayudar a la victima. La ética de lo que se cuenta, la necesidad de mostrar, que el mundo pueda ver con ojos asombrados la imagen que narra, el legado definitivo. La interrogante continúa allí y me debate interior sigue siendo el mismo: ¿Donde está el limite? ¿Que es más allá de la integridad de la historia que se cuenta?

No lo sé.

Hace un par de años, cursé un taller de fotografía con el periodista Walter Astrada. Era bastante ingenua por entonces, en lo que se refiere al documento como valor histórico y tenía una peregrina idea sobre ética. Pero Walter, con su visión práctica pero a la vez curiosamente sensible sobre la imagen puso algunas cosas en claro en mi mente. En una de esas largas discusiones donde debatíamos sobre ideas como ética, el documento visual y lo subjetivo  Walter dejó escapar una frase que creo es para mi, una de las más certeras que he escuchado sobre el tema. Cuando le pregunté como se sentía cuando fotografiaba una mujer golpeada, un hombre herido o un cadaver me dijo: "Siento que debo hacerlo. Que debo cuidar esa imagen para que diga algo. Cuando no lo siento, sé que la fotografía no es la correcta ni dice nada". ¿El deber moral quizá? Me pregunté mientras Walter mostraba sus imágenes, todas durisimas e inquietantes, pero aún así profundamente significativas. ¿Cual es el rol del fotógrafo? ¿Y de la imagen? ¿Y de lo que se desea decir? Una metáfora, tal vez, me dije, observando su trabajo con un renovado respeto. Una manera de narrar.

Hoy, veo de nuevo las noticias de la tragedia en Newtown y siento ese asombro desconcertado del observador que no comprende bien lo que ve. Y es tal vez esa ausencia de empatía de inmediata - a pesar de lo crudo, lo evidente - lo que diferencia los poderosos documentos visuales de Capa y estas fotografias apresuradas de madres destrozadas por el dolor. El simbolo, el más allá de una imagen que muestra el dolor, sin otro trasfondo que la morbosidad.

C'es la vie.

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