sábado, 29 de noviembre de 2014

Plumas de cisne y otros cuentos olvidados. Historias de brujería.





En una ocasión, una amiga me preguntó si no me avergonzaba de llamarme bruja. En voz alta, de manera clara y llana, como suelo hacerlo. Me lo preguntó sin ninguna malicia, dedicandome una mirada preocupada e incluso levemente inquieta, como si temiera herirme por la simple insinuación. Aguardé unos minutos antes de responder, tomando un sorbo del café que compartíamos.

- ¿Por qué debería sentir verguenza? - pregunté por último. Ella sacudió la cabeza y me dedicó una de sus sonrisas nerviosas.
- Ya lo sabes.
- No, no lo sé.

Sí lo sabía por supuesto. En realidad, lo que había querido decir es que no comprendía por qué debía importarme todas las cientos de razones por las cuales, la cultura donde había nacido consideraba que debía pronunciar el nombre "bruja" en voz baja, con cierta prudencia. Nunca lo había hecho por cierto. Siempre había usado la palabra "Bruja" como una invocación, una forma de recordarme el poder de mis pensamientos, de mi espíritu, de mi manera de mirar el mundo. Pero "bruja" claro está, es una mirada también a esa historia levemente desconcertante, dura e hiriente que nuestra sociedad le concede a la mujer sabia, a la mujer fuerte, a la mujer ancestral. Pero no había manera de explicar todo eso en una frase sencilla supongo. O al menos, no quise hacerlo por las buenas.

- Me refiero a que "Bruja" parece describir a una mujer...que... - tomó una bocanada de aire, carraspeo la garganta - Oye, ya sabes a que me refiero. Nadie esperaría que una mujer culta y educada se llamara así.

Otro sorbo de café. Recordé a mi bisabuela, una mujer instruida que no hacía otra cosa que leer en esos largos años de su vejez que compartí en mi infancia. Un espíritu libre e ilustrado que me había enseñado con el ejemplo el color y el olor del mundo a través de las páginas de un libro abierto. O a mi tatarabuela, que amaba la ciencia y solía insistir que el conocimiento era necesario para toda evolución espiritual, para todo tipo de aspiración personal. "Aprender es quizás, la manera más acertada de encontrar tu camino hacia lo que deseas, lo que aspiras, lo que sueñas", solía decir, con sus palabras impregnadas de ese bonito acento suyo italiano que jamás perdió del todo. "Aprender es nacer otra vez".

- ¿Por qué no debería llamarme bruja? - insistí. Las manos apretando la taza casi con excesiva fuerza. La ira coloreandome las mejillas. Mi amiga soltó un ligero respingo, como si no esperara que una frase simple le llevara a una conversación compleja y muy incómoda. Yo tampoco lo esperaba, en realidad. No quería, sin duda, sostener esa conversación cada vez más dura en medio de un café bullicioso, con la calle a pocos metros y sobre todo, por motivos que ni yo misma entendía muy bien. Pero me pareció necesario, de inestimable valor hacerlo. Y es que quizás, mirar a la bruja más allá de ese esteoreotipo que se acepta, que forma parte de la imaginación popular, es una manera de crear uno nuevo. De asumir que la feminidad, que el poder secreto que cada mujer lleva en su espíritu, es una mirada renovado de nuestra identidad.

- Oye, no te ofendas. Tu eres alguien que lo dice con enorme respeto. Pero hay mucha gente que...es decir. Hablamos de supercheria, hablamos de todo tipo de creencias inquietantes. ¡Tu lo has visto! ¡No te lo tengo que decir! La brujería o al menos como se comprende en este país, parece dar lugar para todo: desde la superstición, la ignorancia...

Suspiré. Hace unos seis años, había conocido a una ancianita a seis cuadras del edificio donde trabajaba por entonces. Era una mujer muy humilde, que solía sentarse en una esquina de la calle a vender un menjurje verde y de aspecto desagradable que llamaba "Potosí de la felicidad". Lo hacia, con una sonrisa desdentada, el cabello peinado en un pulcro moño canoso, llevando un delantal remendado que siempre me produjo ternura. Cada vez que cruzaba frente a su tarantin de madera y cartón, le sonreía. Ella me devolvía el gesto con enorme sencillez. Finalmente un día me detuve. Ella se apresuró a extenderme uno de los frasquitos verdes. El olor entre alguna combinación de hierbas aromáticas y algo más agrio - ¿Ron? ¿Whiskie? - me aturdió un poco.

- Lleve su Potosí de felicidad, mi niña - me dijo en su vocecita gangosa, amable. Me palmeó las manos con una de las suyas, de palmas calientes y callosas - lléveselo para que vea las cosas claras.
- ¿Usted lo prepara? - le pregunté interesada. Ella ensanchó su sonrisa de niña muy vieja.
- Sí, mi madre me enseñó. Un poquito de esto, un poquito de aquello. Para estar contento. La felicidad es muy pequeñita. Es cosa de todos los días.

Me hizo recordar como mi abuela preparaba té de Manzanilla y Valeriana para los corazones rotos. Mi tia E., también solía insistir que las penas del espíritu se consolaban con buen sabor. Sostuve la botellita con una sensación de reconocimiento, como si esa noción del poder de la naturaleza para sanar fuera un tipo de sabiduría tan antigua como imperecedera. Parte de todas las lenguas, todos los conocimientos de la tierra y el viento. Apreté la botellita entre las manos, sonreí.

- ¿Y si me la tomó me hará feliz? - pregunté. La ancianita rió a carcajadas. Me gustó esa risa, las mejillas arrugadas radiantes de una súbita felicidad muy joven. Tuve la nítida impresión que esa ternura sencilla suya era también, una forma de conocimiento.
- No la dejará triste, al menos.

Compré la botellita y aunque nunca la bebí, por supuesto, siempre me hizo sonreír esa escena. El recuerdo de la anciana humilde que aseguraba un sorbo de aquella extraña mezcla podría hacerme feliz. Y es que esa noción de la sabiduría que se transmite de generación en generación, ese poder de asumir nuestras intimas creencias como una forma de fe, también es una forma de magia. De vez en cuando, al encontrarme la botellita cerrada entre los anaqueles de mi moderna cocina, podía imaginar a la anciana recordando las palabras de su madre, creando en su recuerdo una nueva manera de mirarse así misma.

- La bruja es el símbolo de la Mujer sabía que no necesitaba de un dogma para comprender lo que sabe y lo que aspira aprender - respondí con toda la calma que pude - una Bruja es una creadora nata, un espíritu inquieto que necesita hacerse preguntas, que conserva el conocimiento como un tesoro entre sus manos. Una bruja, es una mujer que mantiene el conocimiento que recibe, que sabe y reconoce su poder y valor. Una herencia que brinda al mundo que la rodea.

Mi amiga se revolvió nerviosa en la silla. Me dedicó una mirada un poco sobresaltada. Nos habíamos conocido en la Universidad, donde siempre le había parecido "curioso" que me llamara "bruja", que insistiera en conservar las tradiciones de mi familia, que celebrara esa noción del conocimiento muy humilde, sencillo pero profundamente enriquecedor. Pero ahora, en plena adultez, esa noción sobre mi misma parecía escandalizarla, preocuparla y directamente, irritarla. Me entristeció el pensamiento que la Bruja histórica se hubiese transformado en una idea capaz de asustar y aterrorizar, una imagen borrosa de los temores y prejuicios en la memoria de la humanidad.

- Eso suena poético - dijo por último. Se encogió de hombros - Pero tienes que admitir que la palabra "bruja" no tiene un significado único. Que como yo la concibo es muy diferente a quien eres. O al menos, para lo que para ti simboliza. Para mí la bruja es un personaje misterioso e incluso atemorizante.

Pensé en mi abuela, riendo en su biblioteca desordenada, rodeada de libros, hojas de papel, de objetos curiosos. En su forma de asombrarse por las pequeñas cosas, en su amor por los cielos azules de diciembre. En su poderosa filosofía sobre la vida, en sus manos que podían coser y escribir con tanta habilidad. En las noches de los rituales de Luna llena, con el olor del cielo nocturno rodeándonos. Su hermosa voz al cantar e invocar. ¿Cuando esa imagen, transmitida de generación en generación se había hecho temible? ¿Que había ocurrido en los infinitos ciclos de la historia para transformarla en una imagen que aterrorizaba? Imaginé a las brujas de antaño. A las madres que conocían la sabiduría de las plantas para curar a sus hijos, a la mujer que sabía como consolar los terribles dolores de parto con el conocimiento susurrado a su odio desde niña. A la joven que corría por los campos en flor, los brazos en alto, libre y extraordinaria, desnuda bajo la luz de la Luna. ¿Cuando eso se había hecho ambiguo y temible? ¿Cuando ese poder de un pasado místico y profundamente espiritual se habían transformado en otra cosa? Apreté los labios disgustada, irritada, simplemente triste.

- La bruja es la palabra que define a un poder muy viejo, que forma parte de todas nuestras culturas - le dije - Y es que en cada pueblo, aldea y ciudad de la historia, ha existido un espíritu ávido de conocimiento que comprende su propia naturaleza a través de los ciclos de la vida. Que honra a lo divino en su cuerpo, a lo bello de la dualidad entre lo femenino y lo masculino. Que aprecia el sabor del viento entre sus labios, el calor del fuego que renueva, la tierra bajo sus pies, el agua que refresca. Un espíritu capaz de construir una visión de cada cosa buena y poderosa en su vida. Eso es magia. Y cada bruja, representa ese ciclo de aprendizaje interminable.

Mi amiga no respondió. Las mejillas enrojecidas quizás de ira, dudo que verguenza. No insistí en el tema, mirando la profundidad liquida de mi taza de café, intentando que ese dolor tan viejo, que esa insistencia mia en defender de a poco y a trozos, una historia mucho más vieja que mi propia noción del mundo, no me cegara por completo. El silencio pareció contener muchas cosas, pero sobre todo, una cierta angustia existencial que me llevó esfuerzos comprender muy bien.

Pensé en esa conversación durante días. La medité rodeada de velas, celebrando la Luna Llena, con el cabello rozandome los hombros desnudos. La recordé de pie, mirando la ciudad engañosamente apacible, en esas noches cálidas e interminables de mi país. Y de nuevo, me pregunté quienes somos. Cómo nos miramos las mujeres que asumimos la vieja identidad de la bruja, esa noción poderosa y primitiva del poder que brota del espíritu y el poder del conocimiento. Frente al espejo, mirando la mujer pálida y un poco atolondrada en que me convertí, me cuestioné el motivo de cada lucha, de todos los momentos en que reivindicar el nombre de la bruja, era una forma de crear.

"Hubo una vez un tiempo donde la palabra brujería no despertó temor. Ni mucho menos miedo. Era la sabiduría de las Hojas de los árboles al caer. Del viento danzando entre las volutas del fuego. El recuerdo que cada espiritu es un misterio. Esa primera palabra a punto de flotar en la noche, hacia las estrellas" - el olor del Libro de las Sombras de mi abuela me hizo sonreír, con los ojos llenos de lágrimas, mientras leía en voz baja sus palabras - "Recuerda que cada lucha vale la pena. Que cada día es importante y que cada momento es una manera de asumir que el mundo se transforma a tu alrededor. La magia existe porque vive en tu espiritu. Un poder sin nombre, personalísimo, trascendental".

Con el libro sobre las rodillas, miré el paisaje de la noche tranquila. De la Luz de Luna cayendo sobre lo edificios cercanos al lugar donde vivo, a fragmentos blancos y movedizos en la oscuridad. Y sonreí, en ese silencio intimo, tan cálido. Para recordar que cada día, es una manera de construir quienes somos. Que cada pequeña batalla que se lleva a cabo, es una nuevo mundo que se alza a nuestro alrededor. Y que vale la pena continuar, a pesar de los dolores diminutos, de las lágrimas silenciosas. Porque el poder de crear y renacer, es parte de nuestra visión del mundo. De quien somos, de quienes seremos y de quienes aspiramos a ser.

C'est la vie.







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