miércoles, 19 de noviembre de 2014

La caída libre hacia el desastre.






La primera vez que escuché la palabra “populismo” no supe muy bien a que se refería. Era una adolescente que no tenía mucha idea sobre la política y menos aún, de las implicaciones de las decisiones del poder, de manera que no tuvo otro significado que otra forma de asumir la burocracia de un país clientelar y acostumbrado a la corrupción administrativa como el mio. Se la escuché a uno de mis primeros profesores Universitarios, que trató de describir de manera muy gráfica los garrafales errores que habían cometido los sucesivos presidentes en cuarenta años de ensayo y error democrático. Lo dijo, con una especie de furia cultural que pareció englobar esa noción sobre el país incompleto — en tránsito, como solía decir el inmortal Cabrujas — y sobre todo, tan poco consciente de sus errores como para repetirlos con cierta frecuencia.

— El populismo es una cicatriz en el cuerpo social de cualquier país — dijo — es una manera de destruir cualquier relación de poder basada en el respeto y la asimilación de la conducta y el deber ciudadano. El populismo se construye como una idea que sobrepasa lo que consideramos necesario para ofrecer lo que se considera imprescindible para sostener el poder. Para agradar a la masa, para restañar de manera superficial los errores. Así que, el populismo es la forma más rápida e inmediata de construir una sociedad de deudores morales. Un país convencido que los ciudadanos necesitan depender del largo brazo de papá estado como una forma de retribución real.

La idea me dio escalofríos. Por supuesto, había vivido la mayor parte de mi vida en un país que moderadamente próspero, pero que aún así, parecía siempre encontrarse al borde de una crisis económica de mediana intensidad. Venezuela siempre rozaba el abismo, una coyuntura económica de la que conseguía recuperarse en ocasiones, pero que continuaba bordeando con peligrosa facilidad. Década tras década, Venezuela acumulaba una serie de errores de planteamiento, visión y comprensión no sólo sobre si misma — como proyecto — sino de la estructura sobre la cual intentaba sustentarse. La democracia, conseguida a partir de innumerables luchas y enfrentamientos, se sostenía con cierta precariedad sobre bases tan pocos firmes que se tambaleaban a la menor provocación. Un estallido social de considerable impacto y dos golpes de Estado casi sucesivos lo demostraban. Venezuela se encontraba en la frontera de una reconstrucción obligatoria, una idea mucho más compleja y primaria sobre sí misma de lo que lo había estado nunca. En las calles, la necesidad de un cambio inmediato — político, económico, incluso social — era un clamor evidente, incontestable. A finales del ‘98, Venezuela parecía sumida en una especie de cataclismo progresivo de consecuencias imprevisibles.

Y el populismo seguía siendo la palabra que definía, mejor que cualquier otra, esa presunción de la necesidad de “crear algo nuevo, un cambio radical” sobre las lentas transformaciones sociales y culturales que la sociedad Venezolana había padecido durante la segunda mitad del siglo XX. Y es que el Populismo, parecía ser la fórmula mágica para comprender al país político, al país nacido bajo la noción del Estado Paternalista y la repartición del poder a conveniencia. Una generación que disfrutó a medias de la bonanza petrolera y que continuaba recordándola aún después de haberla perdido en un caos económico cada vez más enrevesado e implacable. Venezuela, por mucho tiempo una promesa de prosperidad en el Caribe, se transformaba en algo más complicado de entender, una especie de concepto a medio construir de un país en medio de una crisis de ramificaciones preocupantes y amplias.

Por entonces, nadie sabía muy bien que conceptualizaba exactamente la palabra populismo. Como sucede actualmente, cada país y cada situación parecía otorgar un significado distinto a una palabra que intentaba englobar una situación confusa y la mayoría de las veces muy específica, sin lograrlo en realidad. Y es que Populismo puede ser cualquier cosa: desde las herramientas de la derecha xenófoba para el control económico y social — como se concibe en la actualidad — hasta esa precariedad de complacer de manera efímera al electorado como para obtener beneficio, como se asume en la latinoamerica izquierdista de la última década. No obstante, el realidad el término no describe nada ni tampoco puede adjudicarsele a algo especifico. Es de hecho, una consecuencia concreta sobre como pueden concebirse las relaciones de poder.

Tal vez por ese motivo, me llevó un considerable esfuerzo investigar el origen de la palabra luego de esa descripción alarmante sobre la Venezuela rentista que tanto había insistido el profesor en el salón de clases. Descubrí que “populismo” suele usarse para menospreciar políticas en apariencia beneficiosas que no tienen una verdadera sustancia ni tocan el fondo del asunto que intentan soslayar. También se habla de “populismo” para definir políticas de Estado que brindan mayor importancia a soluciones inmediatas a problemas de considerable profundidad. De manera que ambos términos parecen coincidir en el análisis de las decisiones del poder sin verdadero sentido, eficacia o lo que es mucho más preocupante, coherencia. Toda una visión sobre los sistemas de gobierno que demuestra que la evolución democrática no llega alcanzar una mirada real sobre los problemas a los que debe enfrentarse y mucho menos combatir.

En Venezuela, la idea es habitual y suele ser tan corriente que se toma por inevitable. Durante cuarenta años, el biparditismo apostó por medidas maquillaje que lograron detener a medias una crisis económica y social basada en la deficiente administración pero sobre todo, en esa percepción del poder como un atributo de la contienda política. Primero Carlos Andrés Perez, que logró nacionalizar el petróleo y crear el falso clima de prosperidad que no logró mantener por demasiado tiempo, hasta los manejos dolorosos y torpes de un Jaime Lusinchi más interesado en el control político que en la construcción de un modelo social viable, el populismo se convirtió en la medida más sencilla para construir un país irreal a la medida de los planteamientos de un país que aún no comprendía bien que a pesar de la improbable bonanza que había disfrutado años atrás, comenzaba a atravesar un difícil período de grietas económicas. Pero para los sucesivos gobiernos democráticos, la respuesta no fue un planteamiento coherente sobre la resolución de la crisis, sino un análisis sobre la necesidad inmediata de complacer la necesidad del ciudadano percibido como elector. Desde los subsidios a alimentos y diversos productos de primeras necesidad, becas y pequeños planes de ayuda general, el populismo gubernamental Venezolano parece definirse por su necesidad de complacer a las bases de sustentación popular del poder que a la reconstrucción de los elementos que podrían cuartearlas. Un planteamiento preocupante, cuando no confuso, de los alcances del poder como elemento tangencial de la divergencia política.

Me llevó meses, encontrar una definición — o mejor dicho, un significado — de la palabra “populismo”, pero cuando lo hice, logré entender el país que reclamaba una transformación política inmediata con mayor claridad. Porque el Populismo, esa región brumosa y confusa sobre las políticas dirigidas al pueblo y sobre todo, su beneficio, parecen basarse en un discurso dual de pueblo/Antipueblo. En otras palabras, esa percepción sobre el electorado como aliado y también como elemento manipulable desde el poder. Una idea que parecía repetirse en Venezuela con preocuparse frecuencia. Y es que Venezuela, el ciudadano jamás parece tener una relación con el poder saludable y en igualdad de condiciones, sino en una especie de debate sobre su sumisión a la idea que los sostiene y lo que es más preocupante, la manera como se analiza su participación en ese entramado de poder y jerarquía tan burocrático que por tanto tiempo definió a la democracia Venezolana.

— En Venezuela, el pueblo es el héroe o el mártir dependiendo de donde se le mire — me comentó el profesor cuando le expliqué mis investigaciones — es una visión que cambia y se transforma. Lo que hace al populismo necesario incluso noble y en otras ocasiones, una simple trampa caza bobos. Para los gobiernos adecos, el pueblo es una figura combativa, necesaria y también voluble. Para los Copeyanos, un conglomerado anódino y anónimo. Para ambas visiones, la solución es complacer las necesidades inmediatas. Papá Estado que te da todo, que te brinda todo, que te complace en todo.

Faltaban aún unos meses para la crucial elección de 1998 que llevaría a Hugo Chavez a la Presidencia y el país entero bullía en expectación y la insistencia en el cambio necesario. Era este Chavez aguerrido, encarnación del descontento general, quien invocó la imagen del Anti Pueblo esa visión que parecía definir al enemigo debido bajo un cariz eminentemente social: la oligarquía, la plutocracia. Lo mismo que antes y en otras partes del mundo, lo habían sido los extranjeros, el clero, los judíos, la monarquía. Al final de la perorata del Candidato Chavez, palpitaba la misma idea insistente: el pueblo que debía enfrentarse a esa idea concluyente sobre la democracía, a esa necesaria reconstrucción desde la base del sistema político y social. Una añeja y retrógrada lucha de clases.

— Pero ¿Qué es pueblo? — le pregunté al profesor. La connotación que le otorgaba el por entonces presidente Rafael Caldera sobre la palabra, era por completo distinta a la que utilizaba el candidato Hugo Chavez. De nuevo, esa visión doble del pueblo y el anti pueblo, la lucha entre dos aspectos de una idea muy vieja que parecían ser por completo contradictorias. Para Hugo Chavez, convertido en un icono de la rebeldía popular luego de su fallido golpe de Estado, usaba la connotación del pueblo como una idea que englobaba algo más originario y estructurado que la identidad ciudadana. Por otro lado, Rafael Caldera, antiguo paladín de la democracia y cuya presidencia sufría un altísimo indice de rechazo, hablaba del “pueblo” como una visión anónima y generalizada, una masa a la espera de la actuación del Estado. Entre ambas visiones, había una visión desigual, durísima y persistente sobre las implicaciones del poder y su función elemental como pacto social y algo más enrevesado, esa idea emocional del pueblo “héroe” y reivindicador que Chavez explotaba a conveniencia.

— Para Chavez el pueblo no es en realidad otra cosa que una noción abstracta sobre todo el que pueda sentirse marginado, no representado y mucho menos forme parte del conglomerado del poder — me explicó el profesor — desde el punto de vista de esta nueva visión del poder como combativo, el “pueblo” es la misma masa anónima de la democracia pero esta vez, con una motivación elemental y casi agresiva. No incluye claro está, descripciones sociológicas y muchos menos análisis de clases. Para Chavez, el pueblo es una especie de invocación por encima de la ley. Una idea que sobrepasa incluso los límites de lo que comprendemos como ciudadano. El pueblo lo es todo.

Continué investigando sobre el populismo. Más de una vez, la palabra había sido aplicada a regímenes políticos que se debatían entre el desprestigio de la política tradicional y algo más profundo, esa idea insistente sobre la ruptura histórica. De manera que el populismo bien podía ser un síntoma — en Venezuela, lo era al menos — de la construcción de ciertas ideas incompletas sobre política como una señal de agotamiento del sistema político imperante. Me preocupó el hecho que todas las teorías políticas que leí apuntaban al populismo como una directa muestra de una idea que destruye a otra, una noción sobre el quienes somos que se mira así misma desde los escombros de algo mucho más viejo e improductivo. En otras palabras, el populismo nace debido a la necesidad de complacer interés y necesidades, sin medios ni planteamiento y mucho menos, sin expectativas de una solución real.

Por entonces, Chavez se había convertido en el candidato que dominaba las encuestas y tenía la mayor opción de triunfo. Su promesa de gobierno era una confusa mezcla de propuestas de Centro Izquierda y algo más radical y agresivo, que yacia bajo la promesa de una “Constituyente” para refundar la República a través del instrumento legal. Al mismo tiempo, su discurso era una confusa mezcla de retórica socialista tradicional y la insistencia en que el largo rosario de problemas que atravesaba la Venezuela post saudita, era sin duda, fruto de una democracia a fragmentos, sin mayor fundamento que el voto manipulable del elector del turno. De nuevo, invocaba al “Pueblo” esa entelequia brumosa e insustancial sin verdadera identidad, para enfrentarse “al poder” y culpaba directamente a todos los partidos políticos de la complicada situación económica que sufría el país. Un caldo de cultivo ideal para ese populismo, mezcla de promesa y esperanza, que con tanta facilidad prospera en nuestro continente.

— Para que el Populismo sea eficaz, debe haber un país lo suficientemente agobiado por los problemas y contradicciones como para que una solución inmediata, parezca sencilla y deseable — me explicó el profesor, cuando le hablé de mis planteamientos y descubrimientos — en otras palabras, la situación debe requerir una solución que pueda plantearse como factible, incluso si no soluciona mayor cosa. Pero al menos, ofrece la ilusión de la recuperación y la preocupación gubernamental.

Me preocupó que esa idea parecía definir no sólo el plan de Gobierno del futuro Presidente Hugo Chavez, sino los cuarenta años de democracia previos. Y es que durante buena parte de las décadas anteriores, la democracia Venezolana se había basado en una idea clientelar inmediata: la necesidad cumplida a base de pequeñas aspiraciones resueltas y satisfechas. El subsidio que disminuía los precios pero no tocaba el tema de fondo de la inflación, los controles que evitaban las desigualdades en la compra ventas de productos, pero creaban un mercado alterno, burocrático que distorsionaba aún más los precios originales de los productos. En otras palabras, la solución política parecía derivar en un problema mucho más grave — y complicado de solucionar — que el que intentaba solucionar.

— El populismo crea una visión de satisfacción inmediata, pero por supuesto, se debe a que anuncia una solución mayor que nunca llega a cristalizarse — me explicó mi profesor. Ambos habíamos leído un grandielocuente discurso de Chavez, donde aseguraba que la Constituyente — que nadie sabía como se implementaría y mucho menos, como se llevaría a cabo nivel legal — lograría objetivo grandiosos como “Salvar a Venezuela”, “Construir una democracia real y participativa”. Por supuesto, Chavez jamás mencionó como lo haría o cuales serían los aspectos legales y sociales que recogería la nueva Constitución y que permitirían la reconstrucción del Estado Venezolano. Pero la promesa parecía ser suficiente. Una enorme multitud de militantes, corearon sus consignas banales y exigieron la constituyente a gritos, a pesar de la que la mayoría de ellos eran tan jóvenes como para no tener idea alguna de como funcionaba el mecanismo.

— En otras palabras, soluciono a medias, pero nunca toco el verdadero problema — le dije, pensando en la futura constitución, en el hecho que probablemente sólo se cambiarían algunos artículos específicos y sobre todo, la sensación elemental que toda la promesa de Chavez no era otra cosa que una manera de manipular el entusiasmo a su alrededor. Mi profesor río de buen de humor.

— Mejor aún, no necesito tocar el verdadero problema, porque el objetivo es tan monumental que siempre es una promesa por cumplir — me contestó — está erigiéndose como un ídolo, un hombre intachable, un líder de masas. Eso, junto al populismo es una combinación inquietante.

Lo era: Chavez desde su histórico por ahora, se había convertido en un líder que basaba su popularidad en una especie de conexión emocional con la militancia. Una visión argumentativa que se basaba en la esperanza y en el caso de Venezuela, del revanchismo. Chavez, golpeando el puño. Chavez gritando que “freiría a los corruptos en aceite hirviendo”. Chavez, invocando el poder popular “que nunca se equivoca”. Toda una serie de ideas viscerales, que lograron conquistar al Venezolano defraudado y movilizarlo, destruir la base política y aglutinarla a su alrededor.

— Para la Venezuela actual, Chavez es un fenómeno que sustituye a los partidos. Eso, a pesar que el origen de su candidatura fue un hecho antidemocrático. Pero ¿Como puede tildarsele ahora de enfrentarse a la democracia cuando intenta conseguir el poder por medio del voto? — comentó mi profesor unas semanas antes de las elecciones. El ambiente en el país era cada vez más entusiasta y crispado y había una sensación general de un evento de considerables consecuencias en puerta. Nos encontrábamos en la Universidad, mirando los pequeños grupos de debates que analizaban las venideras elecciones, rodeados de entusiastas, todos convencidos que Chavez era el símbolo de la Venezuela del futuro. Una y otra vez, la palabra “Cambio” parecía transformar la elección en un evento de trascendencia histórica y más allá, una reconstrucción de lo que hasta entonces, considerábamos como país y como identidad nacional.

— En otras palabras, el populismo trata de mirarse así mismo la respuesta a todas las preocupaciones y vicisitudes ¿no? — pregunté — eso, incluyendo al electorado, mirándolo como pieza imprescindible.

— Más allá, Chavez necesita rodearse de adoración popular no sólo para ganar las elecciones de manera contundente sino para lo que vendrá después, para esa comprensión del país nuevo, de la reconstrucción legal. Para él, la figura del “pueblo” es una necesidad política.

Un caudillo, claro está, pensé con cierta preocupación. Un hombre que se había transformado de una figura violenta que había atentado contra la democracia, en algo más: una emblema de la necesidad del país de un cambio radical. Me angustió la consecuencia de ese pensamiento. El hecho que Chavez estuviera manipulando desde el origen el proceso político que protagonizaría una vez alcanzara el poder.

— Chavez se enfrenta a todo lo establecido porque es su única manera de diferenciarse del sistema al que se enfrenta. Su carta de triunfo es mostrarse como el rebelde, el nuevo hito del funcionario comprometido. Pero él no desea sólo ser Presidente, desea ser una nueva manera de mirar el gentilicio. Por eso desprestigia las Instituciones, acusa al presidente en funciones, exige su renuncia. Una y otra vez, para Chavez, hay una necesidad de desvirtuar cualquier rasgo del partidismo burocrático Venezolano y utilizar la inmediata reacción que provoca.

Unas semanas después, Chavez resultaría escogido Presidente de la República por una aplastante mayoría. El triunfo sería celebrado en las calles Venezolanas como una clamorosa muestra de la “evolución de la democracia”. Mi profesor me invitó a tomar un café poco después y me mostró la primera plana de un periódico de circulación Nacional. La imagen de Chavez sonreía triunfante, rodeado de partidarios y anunciaba: “Seré un presidente distinto. Los problemas del pueblo son los míos”.

— El pueblo que existe para celebrar el poder — dije con un escalofrío. Mi profesor asintió con un gesto cansado.

— Aún peor, que sólo es útil para asumir el poder como una forma de construcción de un proyecto personal. El populismo como un proyecto a largo plazo o peor aún, una mirada insustancial a la promesa por cumplirse y que sólo es una apreciación a medias del país real. Eso es lo que tenemos. Ahora, sólo nos resta esperar que hará Chavez con el poder de esa militancia cautiva y esa invocación de cambio. A donde llevará el país.

Faltaría casi dos años para que Chavez utilizara por primera vez la palabra “Revolución”, cinco para que se declarara “Socialista”, siete para que cerrara el primer medio de comunicación adverso a su Gobierno. Aún así, tuve una preocupante sensación de temor, simple y llano, ante su imagen triunfante: las manos en alto, la multitud de seguidores agolpándose a su alrededor. Una visión del poder basada en la popularidad y en los golpes de efecto, pensé. Y sobre todo en la autoridad de una única voz, que se construye así misma como una mirada del poder. ¿A donde podría llevarnos algo semejante? Incluso década y media después no supe la respuesta. Incluso después de la muerte de Chavez, continúo sin saberla. El poder que se percibe a través del clientelismo y la satisfacción inmediata, sigue siendo una propuesta brumosa, siempre a punto de derrumbarse, una visión desigual de lo que asumimos como administración pública e identidad nacional.

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