martes, 11 de noviembre de 2014

La máscara rota de la sociedad agredida.




La primera vez que escuché sobre el secuestro de los 43 estudiantes de Iguala (México) me asombró las implicaciones políticas y culturales del hecho que tanto el alcalde de la región como su esposa, fueran los principales sospechosos de su desaparición. No sólo se trataba ya de una circunstancia turbia, potencialmente trágica, sino además de un síntoma de esa preocupante contaminación de la política latinoamericana con el crimen organizado, ese híbrido peligroso entre el poder y la impunidad. No obstante, aún confiaba en el grupo de estudiantes fueran rehenes utilizados como medio de negociación, que la grieta entre lo legal y la maquinación a conveniencia aún no fuera tan profunda como condenarlos a muerte. Tenía la esperanza — quizás ingenua — que pudieran permanecer con vida, a pesar de la evidencia que demostraba que muy probablemente, la violencia legalizada, normalizada, había actuado por cuenta propia.

Por supuesto, la situación de los estudiantes de Iguala no me sorprende: vivo en un país donde la represión y la agresión con tintes de terrorismo de Estado es moneda común y más allá, admitida como parte de los mecanismos del poder para limitar los derechos de quienes ejercen el derecho a la opinión. Durante los largos meses de protesta que vivió mi país a principios de año, comprobé que el gobierno Venezolano había tomado la decisión de enfrentar el descontento con violencia y que no sólo, lo hizo a través de medios fraudulentos sino además, a través de la impunidad debida, de la complicidad evidente y factica de funcionarios e instituciones. De manera que el escalofriante relato de cuarenta y tres jóvenes secuestrados por la policía local y “desaparecidos” a la fuerza horas después, me resultó exacto — en la misma medida del dolor, el sufrimiento, el horror y la frustración de una sociedad victima — a las otras tantas que escuché y conocí durante los meses de enero, febrero y marzo del año 2014. Porque nuestro país sufre no sólo de un tipo de violencia avalada por las instituciones sino además, de esa precariedad de la sociedad sumisa, indiferente. De la visión estadal que menosprecia las armas y métodos con que somete al ciudadano. El poder que empuña la ley como una forma de represión extra legal, turbia y que menoscaba la mera identidad del ciudadano que padece la agresión.

Cuando conocí la noticia de la muerte de los estudiantes de Iguala, me encontraba analizando las declaraciones de Venezuela ante el comité contra la Tortura de las Naciones Unidas. Una interpelación oprobiosa que dejó muy claro que el gobierno Venezolano no sólo no está dispuesto a asumir su responsabilidad de cara a los innumerables hechos de violencia que padeció Venezuela durante los meses de protestas, sino que además busca justificarse por la excusa simple del enfrentamiento contra la opinión. Se trató de un interrogatorio directo, sin medias tintas, donde los expertos que integran el comité se enfrentaron a la difusa y conveniente versión oficial sobre los hechos que padeció Venezuela a principios de año. Y es que para el organismo Internacional, la actuación del Estado Venezolano — y más aún, los funcionarios e instituciones a cargo de velar de la integridad y la protección del ciudadano — no sólo deja claro que en Venezuela la ley es una forma de retaliación sino que además, la violencia se esgrime bajo el amparo de la ley. Un país victima, de victimas y de victimarios, sometidos a una idea ideológica que justifica la agresión como necesaria y además, como una noción del poder que se enfrenta al ciudadano de manera despiadada y desmedida.

Tanto México como Venezuela, padecen la misma concepción del poder punitivo, que castiga o peor aún, ignora la lenta erosión de las bases legales que deberían proteger al ciudadano. Una noción inquietante, sobre la incapacidad de ambos Gobiernos, para comprender la violencia como una agresión a la integridad del ciudadano que ejerce el derecho y más aún, de los derechos humanos que proclama proteger. Tanto en Venezuela como en México, la violencia parece formar parte de una estadística preocupante, que desborda la mera comprensión del Estado y construye una circunstancia por completo nueva: Una percepción de la ilegalidad como inevitable, como parte del entramado social y cultural. La agresión bajo amparo del Estado como una nueva percepción del poder, infiltrado y debilitado por el delito y la impunidad.

En México existe un refrán que asegura que “A los muertos de hoy los tapan los de mañana”. Al Venezolano se le suele acusar de tener “una memoria muy corta”. En México la violencia comienza a extenderse de Estado en Estado, de región en región, en una lenta pero sostenida percepción sobre la violencia inevitable que parece extenderse al país entero. En Venezuela, la violencia es parte de la cultura, del paisaje habitual, de la noción del ciudadano, de lo cotidiano. Ambos países, tan distinto en planteamiento político y cultural, parecen unirles la misma concepción sobre el poder que aplasta. Y peor aún, la política transformada en un instrumento para hacerlo.

En palabras de Jens Modvig, relator para Venezuela durante la interpelación en el comité de torturas, el panorama país muestra una sociedad donde la violencia ejercida desde el Estado — y para beneficio del Estado — es cada vez más notoria, recurrente y directa: “Hay alegaciones de que durante los disturbios de febrero hubo más de 3.000 detenciones, y que estas personas fueron desnudadas, amenazadas de violación, no se les permitió tener acceso a un médico ni a un abogado, ni contactar con su familia, y otras alegaciones de tortura” señaló durante la audiencia, que resumió más de ocho meses de alegatos y denuncias sobre hechos de violencia cometidos por funcionarios del Estado Venezolano y bajo el amparo de la ley “¿Qué salvaguardas se aplicaron para prevenir la tortura?”, preguntó en voz alta, probablemente el mismo cuestionamiento que las victimas y los ciudadanos que se enfrentaron a la agresión con rostro legal se han hecho durante los largos meses en que se han lidiado con trabas procesales e indiferencia gubernamental con respecto a las graves situaciones denunciadas. “Se han denunciado muchas más de las 183 violaciones de los derechos humanos y 166 casos de malos tratos oficialmente registrados, ¿es así?, ¿cuántas?” insistió Modvig, mientras el grupo de voceros Venezolanos se removía incómodo e insistía en mostrar cifras insustanciales que no lograron rebatir los gravísimos hechos puntualizados por el funcionario. Una visión de la Venezuela real, de la Venezuela que sufre y padece la violencia como un mal que se asume necesario en medio de la crítica contienda política.

En México, la noticia del asesinato de los estudiantes de Iguala provocó el horror de una sociedad que lucha por no acostumbrarse a la violencia, por continuar considerando que la noción de la agresión de Estado debe asumirse como criminal, a pesar del poder que protege o mejor dicho, la sostiene “Parece que está habiendo un cambio de tono en la percepción social de lo que significa la violencia del crimen organizado o la de este con sectores del Estado”, comentó Ariel Rodríguez Kuri, especialista del Colegio de México en historia contemporánea del país Azteca, para un artículo publicado el sábado 8 de Noviembre por la versión digital del diario español “El País”. “Veremos ahora si hay un corte en la actitud general de la sociedad ante la delincuencia y esto trasciende respuestas de acto reflejo que veníamos arrastrando en los últimos años: la pasividad ante lo que sucede y el pensar que estas cosas sólo le pasan a otros”

En Venezuela la justificación estadal y gubernamental al auge de la violenta paramilitar auspiciada por la ideología, también fue tema de la discusión frente al Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas. Una y otra vez, se insistió en la violencia ejercida por miembros de colectivos auspiciados bajo la consigna de la defensa de la Revolución Chavista y que durante las protestas de febrero y marzo del 2014 se enfrentaron a manifestantes callajeros bajo ordenes de funcionarios del Estado. La relatoria insistió en que el Estado Venezolana fijara posición acerca de los gravísimos enfrentamientos entre los llamados “colectivos” identificados con el chavismo y manifestantes: “¿Cuál es la posición del gobierno con respecto a los colectivos, grupos armados que actúan fuera de la ley oficial, pero que posiblemente estén en coordinación con los agentes de la ley y el orden. ¿Prevén el posible desmantelamiento de esas fuerzas?”

En México, el preocupante híbrido entre poder y forma de violencia amparadas bajo la noción de la preservación de poder, comienza a comprenderse como un vicio esencial que debilita las bases de la noción política del país. El historiador Carlos Illades, de la Universidad Autónoma Metropolitana, insiste que el asesinato de los estudiantes está teniendo una severa e importante repercusión local y en las organizaciones internacionales, y “que crea severas dudas en las instituciones por la relación entre policías y criminales”. Como en Venezuela, En México el entramado político parece utilizar el crimen organizado como una herramienta que sustenta el poder. Para Illades, la coyuntura se hace cada vez más complicada e insostenible para el Estado mexicano. Hace menos de un mes, La Comisión Nacional de Derechos Humanos sentenció que ocho militares mataron a sangre fría a 15 civiles en lo que ya se conoce como la matanza de Tlatlaya. En otro hecho de violencia directamente relacionado con terrorismo local, el 19 de Octubre se encontró en Guanajuato el cadáver de un estudiante que supuestamente fue detenido por la policía local sin motivo aparente y que fue asesinado aparentemente por funcionarios policiales en una ejecución extralegal.

Como en México, en Venezuela el poder utiliza a los funcionarios de diversas instituciones como brazo armado de la ideología y la represión. Durante la interpelación del Comité contra la Tortura de la ONU, la experta Sapana Pradhan-Malla señaló que “Algunas mujeres detenidas — durante las protestas de principios del año 2014 — sufrieron acoso sexual, tuvieron que realizar sexo oral, algunas fueron violadas sexualmente, muchas fueron humilladas por ser mujeres y hubo inspecciones vaginales y anales”. Una situación que fue denunciada frente a organismos nacionales competentes y que fue desestimada en numerosas oportunidades por procesos confusos que limitaron la actuación legal y distorsionaron el reclamo de justicia de las victimas. Para la experta Essadia Belmir — también miembro del comité contra la tortura de la ONU — la militarización de la sociedad venezolana también es un claro indicativo del uso del poder legal como una forma de agresión al ciudadano y menoscabo al derecho de libertad ciudadana “¿Están en un estado de excepción o de emergencia, que les imponga utilizar al Ejército y a las Milicias Bolivarianas para mantener la ley? ¿No basta la policía?”, expresó.


Tanto para México como Venezuela, la situación política y la actuación legal en respaldo y salvaguarda de las victimas — o en todo caso, su limitada actuación al respecto — les hace cómplices de una situación cada vez más complicada. Para Sergio Aguayo, politologo del Colegio de México, el asesinato de los cuarenta y tres estudiantes, deja en evidencia clara que el país Azteca atraviesa una grave situación donde los derechos ciudadanos parecen encontrarse en entredicho: “Ahora lo nuevo es que el país está abierto al mundo, y cuando se trataba de presentarlo como un país moderno, Iguala viene y recuerda que hay aspectos que no han cambiado, que aquí la vida humana sigue teniendo poco valor y que quienes tienen el poder no están dispuestos a dejarse frenar por un discurso de modernidad”, asegura, insistiendo que además se trata de una situación que es herencia directa de la impunidad tradicional que es parte de esa visión del poder que justifica la agresión bajo la contienda política. “El dictador Porfirio Díaz, que también era un modernizador, tenía un lema: “Mátalos en caliente’”, añade, en una visión de la violencia que parece perpetuarse en el tiempo.

En Venezuela, la situación no es distinta. Durante décadas la violencia de los Derechos Humanos por parte del Estado ha sido una constante en medio de situaciones confusas y de violencia. La historia reciente del país parece resumirse en el altísimo indice de impunidad que padece el sistema legal Venezolano “Entre 2003 y 2011 solamente 12 funcionarios han sido juzgados por actos de tortura y 127 por causar lesiones. Esta es una proporción muy pequeña de los más de 9.000 casos de tortura documentados por organizaciones durante el mismo período. ¿Cómo combaten la impunidad?”, preguntó el experto Gaer, a la representación Venezolana interpelada por la ONU, lo cual deja muy claro que en el país, el Estado es incapaz no solo de asegurar el cumplimiento del proceso legal que garantice la justicia a la victima sino su protección posterior.

El sociólogo Méxicano Roger Bartra también asume la idea que México heredó la visión de la violencia amparada bajo el Estado y la perpetua “Es la continuidad de una antigua putrefacción” insiste, en una entrevista publicada en la versión digital del periódico “El País”, lo cual deja muy claro que el Estado Mexicano interpreta la violencia como un mal necesario “Una putrefacción histórica en la que el Estado tiene responsabilidad por no haber enfrentado decididamente esta siniestra herencia”. Para Bartra, el caudillaje y la represión forman parte de la cultura del poder en México. “Son élites de poder ligadas al PRI o a sucesores del PRI que manejan los negocios en sus regiones, monopolizan el poder y mantienen cuerpos policiales y estructuras gubernamentales corruptas para evitar un proceso de transición democrática”.

Tanto para Venezuela como México, la herida de la violencia constitucional está abierta, expuesta y muestra una realidad inquietante. Una comprensión del poder que convierte al ciudadano en una victima de una deuda moral y ética sin precedentes. Y es que quizás esa percepción lo que hace más preocupante la indiferencia del poder ante sus propios errores y desmanes, antes la visión inquietante del abuso y el menoscabo de los derechos humanos. Una visión temible sobre la presunción de la legalidad como arma y la ley como herramienta para la supervivencia de viejos vicios del poder.

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