miércoles, 12 de noviembre de 2014

La opereta del absurdo.




En una ocasión leí que Venezuela — como sociedad y cultura — podría definirse a través de sus novelas, por esa afición al drama tan latino y sobre todo tan de esa herencia festiva y cálida del trópico. En su momento, la frase me hizo reír por pintoresca. Con el transcurrir de los años, me preocupó por exacta. En la actualidad, casi dieciséis años después de haberla leído por primera vez, me entristece por evidente.

Y es que Venezuela, hay una cierta percepción sobre el drama que disimula y oculta que parece no sólo parte de nuestra idiosincrasia sino también de algo más profundo y complejo. Una mirada muy especifica con respecto a nuestra identidad e incluso, a como interpretamos la vida común, el cotidiano inmediato. Porque el Venezolano — o quizás el latinoamericano en general, para ser más justos — interpreta el acontecer diario desde una visión visceral, esa emoción exaltada que parece ser inevitable por naturaleza, parte de la herencia histórica que llevamos a cuestas. Una percepción sobre el quienes somos profundamente arraigada y no siempre, por completo acertada. La Venezuela sufridora, el drama latente.

Hace unos días, escuché al Ministro Jaua intentar explicar sobre la confusa circunstancia que había llevado a la detención de una de sus empleadas en el vecino Brasil por portar armas de fuego. La declaración del funcionario comenzó, desde luego cor la infaltable referencia al “pueblo” — figura deudora de todas las fantasías políticas actuales en Venezuela — y después, una narración innecesaria donde intentó justificar lo ocurrido con respecto a la situación en que se vio envuelta un miembro de su equipo de trabajo o mejor dicho, de su entorno privado. En ninguna parte del texto, Jaua admite el hecho que cometió un acto ilegal, que además comprometió el nombre del país. Tampoco explica por qué una mujer que fue identificada “como su niñera” usa los recursos de Estado Venezolano para viajar, cualquiera sea la situación que la familia Jaua estuviera atravesando. En otras palabras, el mea culpa de Jaua — si es que se le puede llamar de esa manera — no fue otra cosa que una innecesaria descripción de datos, aderezado por ese olor a cuento inevitable de nuestra cultura Venezolana.

Y resultó: Porque mientras buena parte de la opinión pública debatía sobre los motivos y pareceres de Jaua sobre una situación semejante, lo realmente significativo, importante — y preocupante — de lo ocurrido, quedó convenientemente oculto. Nadie — o al menos no con la suficiente firmeza — el evidente peculado de Uso de la familia Jaua de los bienes del Estado. O mucho menos, por cual motivo Jaua permite a sus empleados viajar con identificación oficial, además de portar armas por intermedio de la supuesta vía diplomática. Y es que Jaua, como otros tantos funcionarios antes que él y supongo otros tantos después, uso la carta de la emotividad, de la diatriba desde las entrañas para sortear lo realmente importante, el centro de un dilema político que en otras latitudes, habría ocasionado un escándalo público o al menos comprometido su cargo. Pero en Venezuela, lo oficial y lo político, siempre deben atravesar el sinuoso camino de obstáculos de lo dramático, del melodrama debido, de la idea sensiblera que parece consolar, disimular y sostener todo lo demás.

No es una idea nueva y mucho menos excepcional: Durante los cuarenta años de democracia bipartidista, el melodrama Venezolano fue siempre parte consistente de la política. Y una manera de manipular, sencilla y llanamente a un electorado acostumbrado al debate llorón, al desborde de las simpatías, a amar y a odiar al candidato de turno, al lider evidente, al presidente en funciones. Porque en Venezuela, la política no se trata de un proyecto, una alternativa o un conjunto de opciones que permitan al ciudadano comprender las relaciones de poder y sobre todo, asuman su deber a corto plazo. La política en Venezuela es una fiesta, una celebración de pueblo, un intermcabio de gritos y de empujones, una celebración tumultuosa sin verdadera sustancia. Y así avanzamos, a media y a trompicones, en medio de esa celebración de lo absurdo, de lo completo y lo ocasional.

Del primer Gobierno de Carlos Andrés Perez se recuerda la nacionalización del Petróleo, la Venezuela Saudita y también, por supuesto, de sus correrías amorosas, a pesar de estar bien casado con Doña Blanquita de Perez por más de dos décadas. Y es que en Venezuela, la virilidad presidencial es nota importante. Por el mismo motivo se recuerda las correrías de un Jaime Lusinchi obsesionado con Blanca Ibañez — y los constantes rumores de alcoholismo — que acompañaron su travesía presidencial. También los rumores de las bacanales que participó más de un político reconocido durante el segundo Gobierno de Caldera y la caída en desgracia de cierto canciller después que su vida privada se hiciera muy pública en revistas de Escándalo. Todo un bullicio sensiblero, adulcorado con el tono rosa imposible de ignorar en nuestro país, ocultando lo que ocurría tras bastidores: un país que caía lentamente en la debacle económica, la corrupción a todo estrado, el clientelismo cada vez más enrevesado que convirtió la política Venezolana en una red de complicadas negociaciones del poder. Más allá de las historias de folletín, de las fotografías retocadas, de las sonrisas de cartón, de esa simpatía floreciente y falsa, la política Venezolana se transformó en otra cosa, en una visión retorcida de un país siempre al borde del abismo.

Pero la telenovela continuó. Porque Chavez deslumbró a un país herido y agobiado por la crisis financiera con un histriónico “por ahora”. Porque un golpe de estado planeado con torpeza, conquistó la imaginación popular y se convirtió en un proyecto político. Porque un grupo de militares encarnaron la vieja aspiración Venezolana de la “mano dura” — el patriarca severo con aires de Justicia bíblica — para poner “orden” en un país que se percibe así mismo como una Hacienda deslastrada. Porque la “Revolución Chavista” no nació de una necesidad histórica sino por una estallido de pura furia, por una incontrolable transformación emocional de un país herido. Porque en Venezuela, la política no se debate, no se argumenta. Se llora y se sufre. Se padece. La política es sin duda el mayor de todos los dramas en un países aficionado al sufrimiento.

Y cada político que asume rol en el escenario Venezolano lo sabe bien y además, lo explota a conveniencia. Lo aprovecha para crear esa noción del bueno y el villano, el héroe y el mártir que tan necesario es para convencer y emocionar a una cultura como la nuestra, toda vísceras, toda necesidad de comprender a través de los arrebatos de la sangre la realidad. Las multitudinarias concentraciones, de gritos y llantos, con un líder a la cabeza, gritando consignas sin ninguna consistencia. O las largas peroratas, donde se apela a ese cariño, a ese apoyo incondicional. O más peligroso aún, esa adulación al odio, esa idea recurrente del resentimiento como la respuesta a la insatisfacción y justificación de la necesidad de reivindicación.

— Para el Venezolano la política es una fiesta, una puesta en escena con estereotipos muy definidos — me comenta P. , uno de mis viejos profesores Universitarios que por años, se ha dedicado a investigar esa idea latina de la política “visceral” — a nadie le importa mucho el ofrecimiento concreto, el plan que prometas. Lo realmente importante es como te proyectes. Que caigas simpático, que tu público pueda identificarse contigo. Si logras esa conexión serás un éxito rotundo, no importa lo que ocurra después.

— Pero no se trata de un fenómeno exclusivamente latinoamericano — le comentó. P. sonríe, con cierta tristeza.

— Por supuesto que no, pero si somos más vulnerables a ese enfrentamiento. No se nos educa para asumir un funcionario público es nuestro empleado, sino más bien se le reconoce como figura de autoridad. El paso de las emociones al respecto debido y más allá a la obediencia necesaria, es obvio y hasta peligroso.

En una ocasión, un conocido chavista se encolerizó cuando le recordé que Chavez era un funcionario público elegido por el voto para desempeñar una función. Me criticó mi “cortedad de miras históricas” y me exigió reconocer la “enorme influencia” de Chavez en el pensamiento político Venezolano. Cuando le recordé su primer programa de gobierno — con postulados de una sobria centro izquierda — me criticó mi necesidad de simplificar “el fenómeno Chavez” a una idea pragmática. Me sorprendió su interpretación de las cosas y de hecho, me preocupó esa visión del Chavez político como el anuncio de un símbolo mucho más fuerte que una mera figura polémica. Corría el año 2002 y aún faltaba casi una década para que Chavez se transformara en el ícono cultural que el Chavismo utiliza con tanta habilidad. Pero las señales al respecto eran claras. Hugo Chavez Frías, militar rebelde, presidente popular, revolucionario por medio de la elección popular recorría el camino para convertirse en una expresión de esa insistencia nacional por el ídolo, por la figura paterna universal. Una especie de semi Dios construido a la medida de un país huérfano de aspiraciones.

— Claro está, Chavez era un comunicador nato, un hombre profundamente consciente de su carisma y de como utilizarlo — me explica mi profesor — y de hecho, creó todo un movimiento político en base a esa noción de si mismo como un líder legendario. Se apresuró a emparentarse — emocional e ideológicamente — con otros figuras históricas. Se llamó así mismo, “Hijo de Bolívar”. Para Chavez, esa identificación fue una manera de asegurar que la Revolución no fuera sólo un planteamiento político, sino algo más de entrañas, una perspectiva que moviera el sentir popular a conveniencia.

Lo logró. Por supuesto, se trató de una jugada segura: Venezuela ha sido aficionada a la figura presidencial y al mesianismo desde los tiempos independistas. Una y otra vez, la cultura Venezolana ha insistido en encumbrar al líder, en dotarlo de todo tipo de elementos heroicos. A lo largo y ancho de Venezuela, los altares religiosos están repletos de figuras de Santos y también de próceres de la República. No hay diferencia en la psiquis Venezolana entre la Divinidad y el poderoso.

— La cosa es aún más compleja — me dice P. mostrándome una pequeña colección de estampas de “Santos Venezolanos”: Simón Bolivar, con su rostro afilado y duro, Un Sucre muy joven y de aspecto cansado, El Negro Primero, poderoso y trágico, el heroico Paez, Hugo Chavez, con boina y casaca militar — el Venezolano mira el poder como una cualidad Divina, que se hereda, incontestable e indiscutible. De manera que no se le exige, tampoco se le critica. Se acepta, como inevitable.

Hace unos años, alguien me comentó que Carlos Andrés Perez tenía un mal carácter asombroso. Que solía discutir en voz alta con sus ministros y que además, ejercía un control férreo sobre las decisiones. Los empleados de Miraflores — el palacio de Gobierno Venezolano — solían temer sus estallidos de humor. También sus ministros. En más de una ocasión se le acusó de déspota y poco después, de simplemente “iracundo”. Como si de un Rey se tratara, se asumió su personalidad como parte de su estilo Presidencial, como un elemento más de su plan de gobierno o su proyecto nacional. Una idea desconcertante, pero tan esencialmente Venezolana que define esa noción del poder como una confusa mezcla clientelismo y obediencia.

— Para los países latinoamericanos, salvo contadas excepciones, el poder es una mirada muy directa a la identidad. Ejerce el poder quien logró “enamorar” al electorado, algo muy válido en muchos otros países, pero que en este hemisferio además sugiere que ganó su “confianza”. Y ese es una de las visiones más preocupantes del tema: El Venezolano no desconfía del lider de turno, tampoco de quien ejerce el poder. Le brinda lealtad debida y también, una profunda devoción.

Pero como en todo melodrama también hay Villanos, el entusiasmo Venezolano por figuras políticas ha creado toda una interpretación sobre la justificación de la responsabilidad moral. El político Venezolano jamás asume las consecuencias de sus actos, mucho menos interpreta sus actuaciones como parte de un red de decisiones políticas que puedan afectar — o no -a la comunidad que representa. De manera que el Villano, el culpable, el chivo expiatorio siempre será el responsable directo o indirecto de las acciones u omisiones, de los errores debidos, de las promesas incumplidas. Siempre habrá alguien más que se oponga “al héroe” que se disputa de un electorado deslumbrado por el carisma, las promesas, el mesianismo o la simple deuda política.

— Y no hablamos sólo de Chavez y sus excusas a la medida de la izquierda tradicional e histórica — me dice P. cuando le comento lo anterior — durante toda su historia Republicana, Venezuela justifica lo que ocurre a través de enemigos más o menos reconocibles. Desde los países “enemigos”, hasta los “enemigos de la Patria”, llegando al Imperialismo de los últimos quince años, los sucesivos gobiernos han encontrado en el Villano, la manera más fácil de justificar su ineficacia. Y el ciudadano se lo permite, el ciudadano confía y sobre todo, apoya esa idea.

Durante el Gobierno de Hugo Chavez, hubo más de 100 denuncias de amenazas de Magnicidio. También una disputa muy pública y violenta con Países considerados “enemigos ideológicos”. Y por supuesto, el enemigo debido en la misma tierra, el contrincante del ideario y el símbolo de la lucha necesaria. Y es que para Hugo Chavez, con su verbo pugnaz y su necesidad de enfrentamiento, el enemigo era una necesidad, una forma de apuntalar su figura de invencible, irreductible. Un rebelde que no necesitaba enfrentar a nadie que no fuera su propia concepción de un enemigo imaginario.

Con todo, Venezuela continuó enamorada de la figura del líder durante quince largos años. Y también convirtiendo la política en una disputa sin sustancia, a la superficie. Una larga historia de sinsabores, enfrentamientos banales y argumentos caóticos que no logra encajar en una propuesta definida.

— Para el Venezolano promedio, la política no es algo que pueda comprenderse o analizarse. Es un debate entre dos personalidades. Quién te gusta menos o quien te gusta más, definirá el escenario — me dice P. mientras caminamos por la Universidad. Un muchacho con una camiseta del Che Guevara nos pasa por el lado. Tiene un rostro joven e imberbe, pero lleva la figura del líder muerto con cierto orgullo arrogante. Cuando lo miro, me sostiene el gesto, arrogante y un poco desafiante. Suspiro, cansada — todo país se define por sus símbolos y sus contradicciones. A Venezuela, su aspiración al heroísmo, a la historia trágica.

Pienso en sus palabras mientras camino por una calle del Casco Histórico de Caracas. Chavez, otra vez, en cada pared y valla disponible. A casi dos años de su muerte, su figura continúa sobreviviendo al olvido lo mejor que puede. Pero aún así, la imagen comienza a resquebrajarse, a tonarse amarillenta. Miro uno de los murales callejeros, que le muestra impávido, los ojos entrecerrados y la expresión serena. Una imagen muy lejana a su discurso furioso, a su manipuladora audacia política y a su arrogancia personalista. Aún así, continúa siendo un héroe, marchito, cada vez más borroso en la rápida historia de un país donde todo ocurre apresuradamente. Un melodrama por el cual se derramó lágrimas pero comienza a olvidarse muy pronto. Una mirada quebradiza a esa noción de quién somos como país y más allá, como concebimos al futuro. O tal vez, me digo, abrumada, se trate de algo más duro: esa percepción del país a medias, en tránsito, a medio construir que tanto tememos.

C’est la vie.

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